MMahmoud y Ayaz se cogían la mano sin que nadie pudiera verlos, estaban muy juntos, tanto que podían escuchar el ritmo acelerado con el que latía el corazón del otro. Tenían miedo, pero se mantenían en silencio. Nada parecía tener sentido en aquel momento, por eso las palabras estaban de más, sólo los sentimientos de miedo, culpabilidad y amor, ocupaban aquella especie de establo donde habían pasado la noche.
Escuchaban animales, vacas y caballos, o posiblemente bueyes y mulas, alrededor suyo, pero ni siquiera tenían curiosidad por saber si eran unos u otros. Lo que sí que veían eran gallinas y gansos que pasaban por delante suyo a cada momento, y las ovejas o las cabras que parecían no percatarse de su presencia. Sin embargo lo de la invisibilidad no les preocupaba, ni siquiera les extrañaba, era algo a lo que estaban acostumbrados a pesar de su corta edad. Apenas habían abandonado la adolescencia.
Oyeron ruido a lo lejos de personas que se acercaban a pie, con mulas o camellos. Todavía tenían algo de tiempo para estar solos, algo de tiempo para explicarse toda una vida que jamás lograrían vivir juntos. De decirse el sí quiero, de enfadarse y reconciliarse, de defraudarse y pedirse perdón, de conseguir juntos sus sueños, o de ayudar al otro a hacer realidad los suyos. Pero no abrieron la boca, sólo apretaron sus manos con más fuerza mientras las lágrimas lo decían todo.
Si no habían perdido la noción del tiempo, hoy era viernes, como el día en el que se conocieron. Y debía ser la misma hora, la de la oración. Los dos estaban descalzos como entonces, pero aquel día no pudieron dejar de hablar, de contarse cosas, fue atracción a primera vista. Todo el mundo pensaba que eran grandes amigos, pero la verdad es que estaban profundamente enamorados, jamás pensaron que los descubrirían. Ver a sus madres llorando y a sus padres llenos de rabia había sido muy duro, no tenían otra posibilidad que mentirles para que su mundo no desapareciese con ellos. Pero no sirvió de nada, un familiar les denunció a la policía, y los acontecimientos se precipitaron rápidamente y trágicamente para ellos. Ahora estaban allí encerrados, sentados y esperando atemorizados.
A Mahmoud le costaba respirar, el terrible olor a estiércol le obligó a levantarse y aproximarse a la pequeña ventana con barrotes que tenía más cerca. Allí, al intentar mirar al cielo, la luz de una gran estrella le deslumbró y forzó a cerrar los ojos, tenía tan pocas fuerzas que cayó de rodillas al suelo. Se giró con rapidez y vio que Ayaz le hacía gestos para que mirase a una de las esquinas de aquel establo. Había una especie de cuna hecha con maderos y paja, y detrás, una niña de pelo castaño que no debía tener más de tres años, los miraba de pié con sus dulces ojos azules bien abiertos.
Ayaz y Mahmoud no habían tenido tiempo para hablar de ello, pero habían escuchado que en algunos lugares, hombres como ellos podían tener hijos. No sabían si era cierto, pero si todo hubiera sido distinto, si el amor hubiera triunfado, a lo mejor ellos hubieran podido tener algún día una niña como esa. Una niña a la que amar, a la que proteger, a la que enseñar y cuidar. Una niña que los mirase como aquella, con unos ojos de amor incondicional que dijesen que su relación no era algo sucio, sino lo más hermoso que puede haber en el mundo. Pero era algo tan imposible de creer como el hecho de que esa niña estuviera allí en aquel momento.
Sin embargo era cierto, y aquella niña se acercó lentamente hacía donde ellos estaban para enjugar sus lágrimas. Y les dijo unas palabras nuevas para ellos, como las primeras que dicen los niños: “vuestro amor sí ha triunfado”. No quisieron explicarle que no era así, que el amor a veces pierde, y que los que pierden con él han de pagar un alto precio. Era una niña y con toda seguridad lo descubriría con el tiempo sola. Pero como si aquel ser diminuto supiese lo que ellos estaban pensando, los miró con cara de amor y de misericordia, y los cogió a cada uno de una mano. Fue entonces cuando se percataron de que la niña estaba herida, que tenía sangre en las manos.
Antes de que pudieran hacer o decir nada, la puerta se abrió, la multitud había llegado. Ayaz y Mahmoud le pidieron a la niña que se fuera, que escapase rápidamente, pero no les hizo caso y se quedó junto a ellos. Todo el mundo actuaba como si la niña no estuviera allí. Los guardias les vendaron los ojos a los dos, y les ataron las manos a la espalda, sin embargo tenían la seguridad de que aquella niña seguía sosteniendo sus manos. Ellos tenían miedo, sentían los gritos, los insultos, y los golpes que recibían mientras caminaban entre la multitud. Lloraban, temblaban, y rezaban a su Dios para que no los abandonase, mientras apretaban con más fuerza a aquella niña misteriosa que los mantenía unidos.
Subieron las escaleras hacía una tarima, notaron como les pusieron la cuerda en el cuello, y justo antes de que sus cuerpos fueran empujados al vació, por el odio incomprensible de aquellos que se aferran a su terrible Dios para no reconocer un amor distinto al suyo, escucharon como aquella niña les decía: “Yo se que el redentor de quienes han perdido su vida injustamente, vive, y que algún día os levantará de los muertos”.
Tras la ejecución, la multitud se dirigió de nuevo al establo cantando y dando gracias a Dios. Esperaban encontrar allí a su salvador, pero ya no estaba. No les importaba, siguieron allí, arrodillados ante la cuna vacía, como si no quisieran darse cuenta de que no estaba a quien buscaban. A lo lejos, la niña los miraba entristecida mientras empapaba su cabello con mirra para ungir los cuerpos sin vida de Mahmoud y Ayaz.
Nota: Cada año son asesinadas miles de personas en el mundo por su orientación sexual. Mahmoud Asgari y Ayaz Marhoni, de 16 y 18 años respectivamente, fueron ejecutados en Irán el 22 de Julio de 2005 para erradicar la “conducta homosexual” en ese país.
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