Asistimos impotentes al desmantelamiento del Estado de Bienestar mediante una secuencia de decisiones políticas de privatización de lo público, que dejan al Gobierno elegido por los ciudadanos privado de medios para acometer políticas que redunden en beneficio del común de la población.
Estas medidas, no sólo impopulares, sino injustas, no se deben a ninguna necesidad económica que obligue a imponer leyes que gravan a los más débiles y fortalezcan a los más fuertes, sino a un dogma ideológico que afirma que el aparato del Estado, con sus programas sociales posibilitados mediante impuestos, debe reducirse a su mínima expresión, y dejar que la sociedad y el mercado se regulen a sí mismos, dejando a la iniciativa privada la creación de riqueza y su reparto. Se defiende que el Estado no debe interferir en los mercados, aunque, paradójicamente, se apoya el aumento de inversión en policía, ejército y políticas militares, ¿para seguir el juego a la empresa armamentística, quizá?
Nadie puede negar que un Estado burocrático asfixia la iniciativa privada e impide el desarrollo económico en los país pobres, precisamente donde se necesita con urgencia una mayor liberalización y agilización de normas (cf. Hernando de Soto, El misterio del capital. Ed. Península, Barcelona 2001). Tampoco se puede negar que la iniciativa privada es la cantera de la creación de riqueza por parte de los miembros más ambiciosos, creativos y también, por qué no decirlo, egoístas y codiciosos de la comunidad.
Al capitalismo no se le niega su capacidad de generar riquezas, lo que se le niega y critica es su forma de obtenerlas y su manera de distribuirlas equitativamente con aquellos que contribuyen a crearlas. Debido a esa fuerte dosis de codicia que acompaña irremediablemente a la obtención de riqueza y el egoísmo que le es el inmanente, el emprendedor pronto pierde contacto con la realidad y, emulado por aquellos de su clase que viven en el piso más alto de la jerarquía financiera, se lanza con una voracidad insaciable a escalar cimas de riqueza cada vez más altas, sin que sepa decir basta. Si el Estado considera que su papel se reduce únicamente al de guardián de los recursos de los amasadores de fortuna, sin analizar el costo que de esta actividad se desprende en términos de daño medioambiental, personal, humano, deterioro espiritual, degradación cívica, entonces está claudicando de su obligación de velar por el bien común de todos y cada unos de sus miembros. Entonces el Estado sí que es el problema, sin lugar a dudas. No por ser más, sino por ser menos. Porque practica un juego sucio que deja las manos libres a unos pocos al mismo tiempo que abandona a su suerte a la mayoría. Su concesión de libertad al mercado, sin intervenir para nada, no es respeto a las leyes que hacen posible la riqueza, sino carta blanca para los corsarios de la explotación, cuya riqueza es mera apariencia, montada sobre el sufrimiento de las víctimas. Hace años ya, el economista austriaco Wilhelm Röpke (nada sospechoso de izquierdista) advertía que “una economía de mercado viable y satisfactoria no se produce precisamente porque de una manera deliberada nos concretemos a no hacer nada. Tal economía es más bien un producto artificial y un artefacto de la civilización (…) particularmente difícil de construir. El carácter artificioso del mercado reclama, por tanto, el auxilio de los ordenes jurídico, político y moral».
El Estado es el problema cuando, en lugar de garantizar la justicia mediante leyes y medidas que garanticen la igualdad de oportunidades, servicios y bienes, permite que los especuladores campen a su anchas sin otro norte que el de acrecentar sus negocios.
Es triste comprobar que quienes están más en contra del Estado, en su calidad de recaudador de impuestos como un medio para distribuir equitativamente la justicia, sean, en la mayoría de casos, personas conservadoras, defensores de la familia, Dios y la patria. No hay tradición en la historia de las naciones, culturas y civilizaciones que no haya legislado en favor de los miembros más débiles de la sociedad, los pobres, siempre expuestos a la feroz mordida de los ricos y poderosos.
Si pensamos, por ejemplo, en el antiguo Estado hebreo, las leyes son claras y abundantes sobre la economía privada y pública de la época. Se podrían multiplicar la citas bíblicas sobre la legislación mosaica que regula los tiempos de la cosecha, la posesión de tierras y su rescate, en caso de pérdida, el préstamo con interés, la servidumbre por deudas, el perdón de las mismas, la obligación del pariente próximo (el goêl) de socorrer a sus familiares caídos en desgracia, el cuidado de la viudas y de los huérfanos. La obligación de dejar para la rebusca algunos racimos o uvas caídas de la cepa durante la faena más importante de la economía antigua, la vendimia, de modo que los necesitados pudieran obtener unos mínimos de bienes para su subsistencia. Lo mismo respecto a la recolección de cereales. Las espigas caídas debían dejarse para los pobres que iban a espigar los campos una vez que los segadores y cosechadores terminaban su faena.
También los períodos de fiesta y descanso estaban regulados detalladamente por la ley y protegidos de su infracción mediante el peso de la ley. El Sábado, en especial, era día de reposo absoluto, para personas y animales; nacionales y extranjeros; señores y esclavos. Tan importante era este día de reposo, sacralizado por el culto a Dios, que no podía quebrantarse ni en días de cosecha, cuando muchos tendían a ignorar esta ordenanza debido a la urgencia de recogerla cuanto antes.
No eran las leyes de la productividad, la eficacia industrial, la creación de riqueza, las que animaban el espíritu de los legisladores hebreos, sino el respeto a las leyes divinas en las que estaban sumidas y garantizadas las leyes humanas en su aspiración a una vida digna y dichosa.
Para los conservadores modernos, neoliberales laicos y religiosos, esto supone una injerencia del Estado en la sociedad y en la economía. Pero el Estado —sea teocrático, monárquico o demócrata—, según la Biblia, sí debe interferir en las leyes económicas del mercado o las finanzas cuando estas afectan a los pobres y necesitados. Con ello, el legislador bíblico, guiado por la voluntad divina, pretende que las fuerzas del capital y del mercado no se erijan en poderes autónomos y devengan, como sucede cada vez que esto ocurre, también en el antiguo Israel, en poderes idolátricos exigentes de sacrificios humanos cuya voracidad es común a todas las épocas, latitudes y culturas.
Legisladores, profetas, cercanos al pueblo y portavoces de los oprimidos y sufrientes, son la voz de Dios frente a los gobernantes, los ricos y poderosos que pisotean los derechos del pobre, de la viuda y el huérfano. El Estado es responsable ante Dios —la historia o el pueblo, si se prefiere— de legislar sobre la economía de modo que no se convierta en un poder opresor de la persona, sino en un servicio a la misma, conforme al principio asentado por Jesucristo, que coloca a la persona en el centro de los intereses humanos y divinos.
Nota bibliográfica
Susan George, El pensamiento secuestrado. Icaria, Barcelona 2007.
José María Marco, La nueva revolución americana. Ciudadela Libros, Madrid 2007.
M. Douglas Meeks, God The Economist: The Doctrine of God and Political Economy. Fortress Publishers, 2000.
Bernardo Pérez Andreo, Un mundo en quiebra. Catarata, Madrid 2011.
Wilhelm Röpke, A Humane Economy. Henry Regnery Company. Chicago, 1960.
José Luis Sicre, “Con los pobres de la tierra”. La justicia social en los profetas de Israel. Ed. Cristiandad, Madrid 1984.
Richard M. Weaver, Las ideas tienen consecuencias. Ciudadela Libros, Madrid 2008.
Thomas W. Woods, Por qué el Estado sí es el problema. Ciudadela Libros, Madrid 2008.