Posted On 22/03/2024 By In portada, Teología With 1745 Views

El Infierno en la Iglesia Primitiva | Alfonso Ropero

«A menudo tenemos la impresión de que la iglesia primitiva fue un período improductivo en lo que respecta a la doctrina del infierno y a la escatología en general. Después de todo, ningún concilio general trató las doctrinas escatológicas de la misma manera que se abordaron los temas trinitarios y cristológicos. Las declaraciones de fe, por su parte, prestan sólo una mínima atención a las cuestiones escatológicas. Típico de esta tendencia es el Credo de los Apóstoles, con su discurso de que Cristo viene a juzgar a los vivos y a los muertos y con su simple afirmación de creer en “la resurrección de la carne y la vida eterna”». Graham Keit[1].

De unos años a esta parte hemos experimentado un interés creciente en el mundo evangélico por la teología de los Padres de la Iglesia, así como por la doctrina del Infierno, después de un arrinconamiento de medio siglo. Lo que los Padres tienen que decir sobre el infierno va en línea con el sentido literal de los textos bíblicos, que hablan de una condenación del pecador a un lugar de continuo sufrimiento.  Hay unanimidad en esto a lo largo de los siglos, pese a las voces discrepantes de Orígenes y Gregorio de Nisa, entre otros. El tema ha sido objeto de estudios tan concienzudos y tan extensos que nos producen una tremenda emoción, al mismo tiempo que cierto sentido de miedo al pensar cómo sacar tiempo para leer y aprovechar tan inmenso y valioso material, no exento de controversia, pues últimamente se han escrito sesudas obras de erudición con la pretensión de demostrar que la Iglesia primitiva fue mayoritariamente universalista, es decir, que la salvación llegará a todos de una manera u otra[2]. Como afirma el Dr. Richard Murray:

«La mayoría de la Iglesia primitiva creía que el infierno era el lugar donde Dios rescataría, reformaría y reconciliaría a todos los pecadores perdidos consigo mismo. El proceso del Infierno es intenso, minucioso, crítico, doloroso, agonizante y angustioso. Pero, en última instancia, es restaurador ya que todos y cada uno de los pecadores son guiados a través y más allá de su propio valle infernal de pecado y muerte, hacia un lugar profundo y sincero de arrepentimiento piadoso»[3].

Este es un punto que no se puede probar en base a los escritos que nos llegado de los primeros teólogos de la iglesia antigua. Pero, el Dr. Murray insiste, con más buena fe que criterio:

«La Iglesia primitiva tenía una visión del infierno significativamente diferente a la que tiene gran parte de la Iglesia actual. Para la mayoría de los Padres de la Iglesia, el propósito del infierno era purificar en lugar de castigar, restaurar en lugar de torturar, curar en lugar de destruir. Creían que el infierno era “el manejo de crisis de Dios para las almas perdidas”»[4].


Martirio y condenación eterna

Los así llamados Padres de la Iglesia no fueron teólogos especulativos, sino simple y profundamente creyentes, que tomaron los textos bíblicos en su sentido literal más natural, a lo que hay que añadir que ante todo fueron confesores, es decir, mártires. Testigos de una religión no tolerada por el Estado, una fe cuyo solo nombre, cristiano, era motivo de pena de muerte, a no ser que se abjurara de la misma. Muchos de los Padres Apostólicos, inmediatos sucesores de los apóstoles de Cristo, pagaron con su vida su confesión cristiana. En esas circunstancias tan angustiosas de mantener la fe y morir en medio de tormentos inimaginables, se aferraron a los textos bíblicos que fundamentaban su creencia y su esperanza de vida eterna en Cristo, como tablas de salvación y razones para no apostatar.

Policarpo, discípulo directo del apóstol Juan y obispo de Esmirna, fue el primero de recurrir a la memoria del castigo eterno del infierno para mantenerse firme en la hora de prueba de la tortura y soportar con entereza y sin renuncia la muerte y el sufrimiento. Así se nos narra en las actas de su martirio:

«El procónsul insistió: “Haré que ardas con fuego si no te arrepientes”. Pero Policarpo dijo: “Tú me amenazas con fuego que arde un rato y después se apaga; pero no sabes nada del fuego del juicio futuro y del castigo eterno, que está reservado a los impíos”[5]».

Los recopiladores de las actas de los mártires, presentan a estos héroes de la fe como hombres y mujeres superiores, para los cuales el fuego de los crueles verdugos les era indiferente:

 «pues tenían ante sus ojos el escapar del fuego eterno que nunca se apaga, y contemplaban con los ojos de su corazón los bienes que aguardan a los que sufren pacientemente, los cuales ni el oído oyó, ni el ojo vio, ni al corazón del hombre subieron, pero el Señor se los mostró a ellos, porque ya no eran hombres, sino ángeles»[6].

Más o menos lo mismo podemos leer en un breve tratado apologético dirigido a alguien llamado Diogneto, quien al parecer había preguntado algunas cosas que le llamaban la atención sobre las creencias y modo de vida de los cristianos. Henri Marrou creía tener razones de peso para atribuirlo a Panteno de Alejandría.

«Estando en la tierra, contemplarás que Dios ejerce su gobierno en los cielos; entonces comenzarás a hablar de los misterios de Dios; entonces amarás y admirarás a los que son torturados por no querer negar a Dios; entonces condenarás el engaño y el error del mundo, cuando conozcas la vida verdadera del cielo, cuando desprecies lo que aquí parece ser la muerte, cuando temas la verdadera muerte reservada a los condenados al fuego eterno, castigo definitivo de quienes sean entregados. Entonces admirarás y considerarás bienaventurados a quienes soportan el fuego terreno por causa de la justicia, cuando conozcas aquel fuego»[7].

Ignacio, obispo de Antioquia arrojado a los leones en Roma en tiempos del emperador Trajano (98-117), nos ha dejado siete cartas que escribió camino al martirio aproximadamente en el año 107. En una de ellas exhorta a los creyentes a no tener miedo y a ser fieles a su llamado y a la enseñanza apostólica.

«Hermanos míos, no os engañéis, los adúlteros no heredarán el Reino de Dios. Pues si los que obraron esto según la carne murieron ¡cuánto más si corrompe en mala doctrina la fe de Dios por la que Jesucristo fue crucificado! Este, por ser impuro, irá al fuego inextinguible, así como el que lo escucha»[8].  

Justino Mártir fue un filósofo convertido a la fe cristiana y muerto por causa de la misma, no tiene dudas tampoco de la existencia de un castigo eterno:

«Porque entre nosotros, el príncipe de los malos demonios se llama serpiente y Satanás y diablo o calumniador, como os podéis enterar, si queréis averiguarlo, por nuestras escrituras; y que él y todo su ejército juntamente con los hombres que le siguen haya de ser enviado al fuego para ser castigado por eternidad sin término, cosa es que de antemano fue anunciada por Cristo»[9].

Ireneo, obispo de la ciudad de Lyon desde 189 hasta su muerte, es bastante conocido por sus amplios escritos contra las herejías de carácter gnóstico. En base a la enseñanza evangélica, él argumenta que no sólo de las malas obras, sino también de los malos pensamientos (Mt 15:19), las palabras ociosas, las expresiones vanas (Mt 12:36) y los discursos licenciosos (Ef 5:4) serán objeto de castigo, así como también aquellos que no creen en la Palabra de Dios, que desprecian su venida y se vuelven atrás.

«A tales personas el Señor dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno” (Mt 25:41), y serán para siempre condenados […]. El mismo Dios Padre, que es uno con su Verbo siempre está al lado del género humano, con diversas economías, realizando diversas obras, salvando a quienes se han salvado desde el principio, es decir, a aquellos que aman a Dios y según su capacidad siguen al Verbo, y juzgando a quienes se condenan, o sea a quienes se olvidan de Dios, blasfeman y ofenden su Verbo»[10].

 Podríamos multiplicar las citas hasta el cansancio, basten las ya mencionada para tener una idea del tenor de las creencias de la iglesia post-apostólica, sobre las que basaran los posteriores autores eclesiásticos, hasta nuestros días, que viene a demostrar que es incorrecta la opinión de los que afirman que la iglesia antigua no creía en la existencia de un infierno para siempre, como lugar de castigo y tormento de los pecadores. Añadamos un ejemplo más para acabar de demostrar lo que aquí decimos antes de pasar a los casos discrepantes de Orígenes o Gregorio de Nisa.

Cipriano de Cartago fue un obispo muy respetado en su día y tenido por una gran autoridad en la Iglesia. Sorteó las persecuciones como mejor pudo, y reflexionó sobre las mismas en la misma luz de sus antecesores y contemporáneos, ofreciéndonos detalles más precisos y terribles de las penas del infierno que aguardaban a los impíos:

«Que gloria para los fieles habrá entonces, qué castigo para los no creyentes, qué dolor para los infieles no haber querido creer en otro tiempo en este mundo y no poder volverse ahora atrás y creer. La gehena siempre en llamas y un fuego devorador abrasará a los que allí vayan, y no tendrán descanso sus tormentos ni fin en ningún momento. Serán conservadas las almas con los cuerpos para sufrir con inacabables suplicios. Allí veremos siempre al que aquí nos miró por un tiempo, y el breve placer que tuvieron los ojos crueles en las persecuciones será contrapesado por el espectáculo sin fin, según el testimonio de la Sagrada Escritura, cuando dice: “su gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá”, y servirán de espectáculo a todos los hombres… Entonces será baldío el arrepentimiento, vanos los gemidos y sin eficacia los ruegos. Tarde creen en la pena eterna los que no quisieron creer en la vida eterna»[11].

 

 Orígenes y la salvación universal

 A Orígenes debemos el primer tratado de teología sistemática de la historia cristiana. Mente prodigiosa, trabajador incansable (quizá forzado, como él mismo bromea), nos dejó una obra ingente. Nadie ha negado la magnitud de su genio y originalidad de su pensamiento, que le ha convertido en «el más asombroso signo de contradicción en la historia del pensamiento cristiano»[12].

Aunque Orígenes es considerado el principal representante de la doctrina de la apocatástasis (restauración definitiva), algunos señalan a su predecesor, Clemente de Alejandría, como el primero en enseñar esta doctrina proporcionando así una base para el pensamiento de su famoso éxito. Para Clemente , el fuego eterno no parece simplemente punitivo ni eterno; no es como el fuego devorador de la vida cotidiana, destinado a destruir al pecador, sino una «llama discerniente» o «llama racional» que sirve para santificar las almas pecadoras que deben pasar por él[13]. Según Clemente, la bondad absoluta de Dios implica que el castigo sólo puede tener una función pedagógica, purificadora y curativa, no sólo en esta vida, sino también después de la muerte. Dios no se venga, porque eso sería simplemente devolver mal por mal. Pero en su provisión amorosa castiga con vistas al bien, como el maestro disciplina al alumno, o el padre al hijo. Refiriéndose a aquellos herejes que, como víboras sordas, se niegan a escuchar la verdadera sabiduría del evangelio, expresa la esperanza de que incluso ellos puedan encontrar curación en la «disciplina divina» de Dios antes del juicio final, y así alejarse del camino de la condenación[14]. Todos los creyentes que pecan después del bautismo serán igualmente sujetos a disciplina, mediante la cual sus obras pecaminosas serán purgadas[15].

La noción de un Dios que castiga punitivamente en la eternidad es repugnante para Clemente porque contradice la propia auto-revelación de Dios en Cristo el Logos, quien como pedagogo divino «tiene misericordia, nos instruye, anima, advierte, salva y protege»[16]. La única obra de Dios es redimir a la humanidad. «El Señor se apiada, educa, estimula, advierte, salva, protege y como recompensa añadida de nuestro aprendizaje promete el reino de los cielos, aprovechándose de nosotros únicamente en eso, en que seamos salvados»[17]. Esta obra salvadora no tiene fin. Dios nunca se da por vencido con el pecador. Clemente puede estar seguro de que al final todos recibirán ayuda y curación, ya que todas las cosas están ordenadas, en general y en particular, por el Señor del universo para la salvación de todos. «¿Hasta cuándo, perezoso, estarás acostado? ¿Cuándo te levantarás de tu sueño?» (Pr 6:9). «Si fueras diligente, te llegaría tu cosecha como una fuente» (Pr 6:11), que es el Verbo del Padre, la buena lámpara, el Señor que trae la luz, la fe y la salvación para todos»[18]. Orígenes es identificado como el padre la enseñanza sobre la salvación universal, que las autoridades eclesiásticas condenaron. La cosa no es tan clara. En algunos lugares  Orígenes parece negar la existencia de un infierno eterno sugiriendo que al final, toda la creación llegará a un único fin en el que todos los enemigos de Dios (¿incluidos Satanás y los demonios?) serán vencidos y «la bondad de Dios en Cristo llevará a todas las criaturas a un final; hasta sus enemigos serán conquistados y sometidos»[19].

«Por mucho que Orígenes haya simpatizado e influenciado por cosmologías neoplatónicas y estoicas, su teología tiene sus raíces en las Escrituras. Toda la teología de Orígenes se centra en el poder creativo y salvador del Logos divino, que es más fuerte que todo pecado y cuyo poder divino lo sanará todo, lo cual incluye la destrucción final del mal […] La transformación sanadora final y la perfección de todas las cosas no es simplemente el resultado de un proceso cosmológico natural, sino el resultado directo de la acción amorosa y salvadora de Dios en la cruz y resurrección de Cristo. La cruz no es simplemente un ejemplo ético de muerte piadosa para los creyentes, sino el comienzo de una victoria ontológica del amor de Dios sobre el mal y el diablo en una creación nueva y perfecta»[20].

Pero Orígenes escribió mucho, y a la par de textos que hacen de él un universalista, hay otros que no están tan claros y nos demuestran que tenemos que ser más precavidos y no dogmatizar a la ligera. La mayoría de los eruditos admiten que el asunto es está abierto al debate y que no hay evidencia concluyente de que Orígenes sostuviera definitivamente la forma radical de apocatástasis que ha llegado a asociarse con su nombre.

En el Tratado de los principios, pregunta si ciertos seres, en virtud de su sumisión al diablo, obedeciendo sus malvados propósitos pueden ser convertidos a la justicia en un futuro, debido a la posesión de la facultad de libre albedrío, y deja que sus lectores decidan, aunque personalmente cree que tal arrepentimiento es posible:

«Pienso que debe deducirse como una inferencia necesaria, que cada naturaleza racional, al pasar de un orden a otro y avanzar por todos y cada uno, mientras están sometidos a los varios grados de habilidad y fracaso según sus propias acciones y esfuerzos goces del poder de su libre voluntad»[21].

La teología de Orígenes es generalmente criticada por su supuesta defensa de la salvación final del mismo demonio, lo cual es un ornato más de la leyenda negra en torno a la enseñanza del alejandrino. Según el erudito Henri Crouzel, la posibilidad de conversión y salvación del demonio no aparece en Orígenes. Él mismo, en su Carta a los amigos en Alejandría, niega haber enseñado alguna vez la conversión final y la redención de los demonios, una posición, dice, que sólo un lunático adoptaría, y acusa a sus oponentes de falsificar sus escritos.

«Debido a su malicia inveterada, el hábito de la maldad puede bloquear el libre albedrío y hacer imposible su conversión a Dios. Una certeza acerca de una apocatástasis universal está en contradicción con la autenticidad del libre albedrío con que Dios ha dotado al hombres»[22].

Para Orígenes, la amenaza de castigo parece tener una función pedagógica. Sin él, los hombres y las mujeres difícilmente podrían ser protegidos de todo tipo de mal y de las inundaciones de pecado que seguirían. Este, sugirió, es el modo en que deben entenderse los pasajes amenazadores de las Escrituras. El Logos, acomodándose a las masas que leen la Biblia, «pronuncia sabiamente palabras amenazadoras con un significado oculto para asustar a personas que de otro modo no serían capaces de resistirse al pecado»[23].

En ocasiones, razona el alejandrino, por causa de nuestra enfermedad es necesario tomar medidas dolorosas aplicadas por el médico a nuestro cuerpo, del mismo modo, Dios nuestro médico celeste, «deseando quitar los defectos de nuestras almas, contraídos por pecados y crímenes diferentes, debe emplear medidas penales de esta clase, y aplica, además, el castigo de fuego a los que han perdido la cordura de su mente»[24].

El pensamiento de Orígenes es más complejo de lo que a primera vista parece debido a su idea de las «causas antecedentes» que dan razón de la existencia de «vasos de honra y vasos de deshonra», que él trata de entender racionalmente conforme a la lógica divina de la no arbitrariedad de Dios. Desde este presupuesto, que ahora no podemos detallar como merece, se entiende que la «restauración de todas las cosas», se logrará según un avance gradual, siempre movidos por la gracia divina.

«Quienes ascienden la escala de la perfección, llegarán en la medida prevista y ordenada a aquella tierra y a aquella educación que representa, donde puedan ser preparados para mejores instituciones a las que ninguna adición puede ser hecha […] Entonces el Señor Cristo, que es Rey de todos, asumirá el reino; es decir, después de las instrucción en las virtudes santas, Él mismo instruirá a los que son capaces de recibirle a Él, respecto a su ser sabiduría reinando en ellos hasta que los haya sujetado al Padre, que ha sometido todas las cosas a Él, esto es, que cuando ellos sean hechos aptos para recibir a Dios, Dios podrá ser todas las cosas en todos»[25].

Todo en lo escrito por Orígenes desprende una fragancia de esperanza respecto a la salvación final, pero sin que esta sea una suerte de consecuencia necesaria, debido al respeto de Dios por la libre voluntad, que no se impondrá a la fuerza a aquellos llamados a forma parte del todo, que es la bondad divina. Aquí es necesario ser prudentes y resumir con John R. Sachs:

«Si bien no se puede decir que Orígenes presente una doctrina coherente y sistemática de la apocatástasis, su obra sí representa la primera “teología de la esperanza” importante para la salvación de todo. El corazón de su teología es una profunda convicción acerca de la universalidad de la voluntad salvadora de Dios y una confianza fundamental en la capacidad de Dios para llevarla a cabo»[26]. 


De San Agustín a nuestros días

«A medida que pasamos del tratamiento del infierno en Orígenes al de Agustín, pronto nos damos cuenta de que casi hemos entrado en un mundo diferente. Esto es tanto más sorprendente si consideramos que ambos hombres le debían mucho a la filosofía platónica. […] Agustín aceptó fácilmente la doctrina del infierno tal como él la entendía enseñada en la Biblia. Para él no era un tema de debate, ni siquiera de piadosas especulaciones. Así, lo encontramos tratando el Infierno con considerable detalle al final de su vasta obra La Ciudad de Dios, donde considera apropiado describir el destino de todos, tanto los que pertenecen a la Ciudad de Dios como los que no. Temas similares también se tratan en su Enchiridion, lo más cerca que estuvo Agustín de escribir un breve manual de doctrina cristiana. Estos escritos revelan la sensibilidad de Agustín ante las dificultades que planteaba la escatología bíblica para la mente pagana de su época. Pero probablemente estaba aún más preocupado como pastor por proteger a la iglesia contra varios intentos internos de diluir todas las implicaciones del infierno. Para Agustín el castigo eterno no sólo estaba dentro del poder de Dios, sino que era una realidad segura, ya que tanto los profetas como el mismo Cristo habían testificado de ello»[27].

Agustín es sin lugar a dudas el Padre por excelencia de la Iglesia occidental, tanto católica como protestante. De él han bebido todos los teólogos que son y que han sido. Su teología ha marcado el pensamiento cristiano posterior; su magisterio se ha impuesto en todas las doctrinas de la fe casi sin discusión, la doctrina del infierno entre ellas. En su único intento de teología sistemática, el Enchiridion, escribe sobre el tema que nos ocupa:

«Después del juicio final unos no querrán y otros no podrán pecar… Los unos viven en la vida eterna una vida verdaderamente feliz, los otros seguirán siendo desventurados en la muerte eterna, sin poder morir: ni unos ni otros tendrán fin […] La muerte eterna de los condenados no tendrá fin y el castigo común a todos consistirá en que no podrán pensar ni en el fin, ni en la tregua, ni en la disminución de sus penas»[28].

Aquí queda dicho todo lo que Agustín tiene que enseñar al respecto. El infierno es para él un lugar de sufrimiento sin fin: «los que hayan de ir a las torturadoras penas del infierno han de querer morir y no podrán»[29]. En el libro XXI de su magna obra La ciudad de Dios, Agustín discurre largamente sobre si es posible que los cuerpos puedan vivir eternamente en el fuego y otras cuestiones relativas al tormento eterno de los condenados; por muy difícil que sea aceptar estas cuestiones considera que no es posible negarlas en cuanto cristianos.

«Me doy cuenta de que debo ahora ocuparme en controversia pacífica de aquellos que participan de nuestra fe y se dejan llevar de la compasión, que se niegan a creer en la eternidad de las penas, bien sea para todos aquellos hombres a quienes el justísimo juez dicte sentencia de condenación al suplicio del infierno, bien sea solamente para algunos de ellos; y suponen que tras determinados períodos de tiempo, más largos para unos, más breves para otros, según la magnitud del pecado, serán libertados»[30].

Agustín rechaza esta idea basada, según él, en los errores de Orígenes. Argumenta que si eterna es la vida bienaventurada, igualmente eterna es la perdición de los condenados. No hay salvación final de todos, el perdón corresponde al tiempo presente[31]. Tal es su doctrina y la doctrina oficial de la Iglesia que él defiende.
Solamente en la segunda mitad del siglo XX comenzaron a levantarse algunas voces críticas dentro de la Iglesia contra la visión tradicional del infierno proponiendo nuevas pautas de comprensión. Lo mismo ocurre en el mundo evangélico, aunque sean pocas las voces y muy limitadas a lo que se puede tolerar dentro de la identidad «evangélica», como es la teoría de la aniquilación, que se sitúa en los márgenes mínimamente tolerados de la sana doctrina. Así Edward W. Fudge y John Stott[32], y el erudito John Wenham, fundador junto a Stott y Packer, de Latimer House, un centro de investigación evangélica cerca de la Universidad de Oxford, diseñado para promover puntos de vista cristianos conservadores en medio de la intelectualidad teológica liberal y promover la voz evangélica en la iglesia anglicana. Un año antes de morir escribió una autobiografía significativamente titulada Frente al infierno. La historia de un Donnadie, donde dice:

«Creo que el tormento sin fin es una doctrina espantosa y antibíblica que ha sido una carga terrible para la mente de la iglesia durante muchos siglos y una mancha terrible en su presentación del evangelio. En verdad, sería feliz si, antes de morir, pudiera ayudar a barrerla»[33].

Las voces más independientes o pertenecientes a otras tradiciones religiosas como la ortodoxa, han rescatado el legado de Orígenes y dado a la imprenta defensas enérgicas y documentadas del universalismo o salvación final de todos[34], un campo prohibido al pensamiento evangélico, incluso para el más vanguardista; una frontera en la que no aventurarse.

El viejo infierno que durante un tiempo permaneció en silencio, durmiendo el sueño de la placidez tradicional, ha despertado aguijoneado por la sensibilidad moderna tocante a delitos y sus correspondientes penas, obligando a los teólogos a formular nuevas propuestas en consonancia con el tenor general del evangelio. Quedan muchos aspectos por trabajar, pero una cosa parece cada vez más evidente; Dios, como dice Moltmann, ha hecho una apuesta radical por la humanidad. El Creador se ha revelado en la historia, ni más ni menos que como fuente inagotable de misericordia para los pecadores. Dios se acerca a la persona porque le ama profundamente, y cuando la rechaza, no es a la persona en sí, sino que rechaza al pecado que hay en ella como algo contrario al ideal de salvación[35]. La gracia que procede del actuar divino sobrepasa completamente la realidad pecaminosa que existe en el mundo. De allí se desprende que el Juicio Final y la restauración universal no sean antagónicas. Al contrario, el Juicio encontraría su cumplimiento en el momento en el que la creación entera quede sometida a Dios[36].

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[1] G. Keit, “Patristic Views on Hell-Part 1”, The Evangelical Quarterly, 71/3 (1999), 217-232.

[2] Bradley Jersak, Her Gates Will Never Be Shut. Hope, Hell, and the New Jerusalem (Wipf & Stock, Eugene 2009); Michael J. McClymond, The Devil’s Redemption. A New History and Interpretation of Christian Universalism, 2 vols. (Baker Academic, Grand Rapids 2018); Ilaria Ramelli, A Larger Hope? Universal Salvation from Christian Beginnings to Julian of Norwich (Cascade Books, Eugene 2019).

[3] Richard K. Murray, Four Reasons The Early Church Did Not Believe “Hell” Lasts Forever, https://www.patheos.com/blogs/richardmurray/2019/07/four-reasons-the-early-church-did-not-believe-hell-lasts-forever/

[4] Murray, The Question of Hell. Dalton, Georgia 2007.

[5] Martirio de Policarpo, 11. Los Padres Apostólicos, p. 242. CLIE, Barcelona 2004.

[6] Martirio de Policarpo, 2, p. 238.

[7] Carta a Diogneto, 10, p. 300. Los Padres Apostólicos, p. 242. CLIE, Barcelona 2004.

[8] Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios, 16-17, p. 175. Los Padres Apostólicos, p. 242. CLIE, Barcelona 2004.

[9] Justino Mártir, Apología I, 28; II, 9. CLIE, Barcelona 2004.

[10] Ireneo, Contra las herejías IV,27,2, p. 493. CLIE, Barcelona 2006.

[11] Cipriano, A Demetriano, 24. Tratados y Cartas, pp. 292-293. BAC, Madrid 1964.

[12] Henri Crouzel, Orígenes. Un teólogo controvertido, p. xiii. BAC, Madrid 1998.

[13] Clemente Alejandrino, Stromatéis, VII, 6,34.4. Abadía de Silos, Burgos 1994.

[14] Clemente, Stromatéis, IV, 24:154.1-2.

[15] Clemente, Stromatéis, IV, 24:154.3.

[16] Clemente, Protréptico I, 6.2. Editorial Gredos, Madrid 1994.

[17] Clemente , Protréptico I, 6.2.

[18] Clemente , Protréptico I, 80.2.

[19] Orígenes, Tratado de los principios, I.6, p. 112. CLIE, Barcelona 2002

[20] John R. Sachs, “Apocatastasis in Patristic Theology”, Theological Studies, 54 (1993), pp. 617-640.

[21] Orígenes, Tratado de los principios, I.3, p. 116.

[22] Crouzel, Orígenes. Un teólogo controvertido, p. 262.

[23] Orígenes, Contra Celso, V, 15. BAC, Madrid 1967.

[24] Orígenes, Tratado de los principios, II.6, p. 206.

[25] Orígenes, Tratado de los principios, III.9, p. 297.

[26] Sachs, “Apocatastasis in Patristic Theology”, p. 629.

[27] Graham Keit, “Patristic Views on Hell-Part 2”, The Evangelical Quarterly, 71/3 (1999), 291-310.

[28] Agustín de Hipona, Enchiridion,  o Tratado de la fe, la esperanza y la caridad, 29.111, 113, pp. 338, 341. Obras escogidas, CLIE, Barcelona 2001.

[29] Agustín de Hipona, Sermón 127.2, p. 107. Sermones, BAC, Madrid 1964.

[30] Agustín, La ciudad de Dios, XXI.17, p. 914. CLIE, Barcelona 2017.

[31] Agustín, La ciudad de Dios, XXI.24 y 25, pp. 920-923.

[32] Véase A. Ropero, Fuego que consume, https://www.lupaprotestante.com/fuego-que-consume-la-aniquilacion-del-infierno-alfonso-ropero/

[33] John Wenham, Facing Hell. The Story of a Nobody. An Autobiography 1913-1996. Paternoster Press, Carlisle 1998.

[34] Véase A. Ropero, Redención ilimitada, https://www.lupaprotestante.com/redencion-ilimitada-la-cirugia-del-infierno-de-karl-barth-a-david-b-hart-alfonso-ropero/

[35] J. Moltmann, La venida de Dios. Escatología cristiana, pp. 314-315. Sígueme, Salamanca 2004.  

[36] Id., p. 328.

Alfonso Ropero Berzosa

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