Jesús de Nazaret fue en su tiempo, como también lo es hoy, un desafío para las hegemonías que pretenden perpetuar estructuras injustas. Por eso, su mensaje puede considerarse como la causa lógica de su crucifixión. En él no debe verse a un condenado por Dios a inmolarse, sino al profeta elegido que es crucificado. Fue su mensaje el que, por su contenido y fundamento, amenazó y desafió la estructura opresiva que representaba el “Templo”. Resulta interesante señalar que el “Templo” era precisamente el centro de opulencia y de acumulación de riqueza más importante de Israel en tiempos de Jesús. Una elite religiosa que hoy se podría comparar con los que con vehemencia impúdica defienden el neoliberalismo y sus prácticas obsesivo-compulsivas de acumular riqueza.
El Jesús crucificado nunca consideró legítima una cultura que ignorara la justicia, el amor y la paz como fundamentos para una vida plena. La “religión” del Templo se había reducido a un mero sistema de impuestos económicos oculto en determinados rituales. Su mensaje denunció una religiosidad más preocupada por sus propios intereses que por los de una sociedad empobrecida, enferma y sin derechos. Por eso, la predicación de Jesús se centró en el amor liberador, lo cual hacía posible la emancipación del pobre, del oprimido, del enfermo, de las mujeres, del leproso, del publicano, de los presos, de los desposeídos, de los ciegos y discapacitados, de los trabajadores desplazados y de todos aquellos alienados por un sistema religioso y político insensible.
Jesús no fue simplemente un líder religioso, más bien su perfil apunta a un profeta para quien el amor trascendía la religiosidad como el aspecto fundamental de la vida, lo cual ofrece a sociedades organizadas en torno al poder militar y económico un nuevo paradigma de vida.
Por ejemplo, el Evangelio según San Lucas nos ofrece una nueva manera de entender la cultura como lo que hoy podríamos llamar una cultura de Paz que contrasta con un modelo que se centra en vencer al enemigo, conquistar al subversivo y reprimir el rebelde. Jesús crucificado nos ofrece nuevas opciones para la vida: el respeto a la diversidad, el fomento de la libertad y la práctica liberadora de la solidaridad.
Necesitamos adoptar perspectivas cristológicas que nos permitan fomentar una mentalidad crítica y éticamente progresista. El mensaje de Jesús nos señaló un nuevo sendero donde la reconciliación está condicionada por la justicia, y la praxis del amor no queda reducida a la piedad y a la compasión, sino que trata de asumir la ética como acto liberador y transformador, lo que equivale a decir lo que las poetisas chilenas afirmaban: “hay que amar amando”. Así, el amor, según la propuesta de Jesús, el que fue crucificado, no renuncia a la acción auténticamente revolucionaria y transformadora. En él, el amor significa modificar totalmente el cuerpo social de su mundo y de nuestro mundo. Anuncia en su Reino de Dios la utopía de un “mundo nuevo y mejor”.
La cruz no debe verse como una tragedia personal anunciada, ya que la crucifixión es el acto de protesta por antonomasia, más bien se trata de un acto de resistencia ante las fuerzas del poder dominadas por la muerte, la prepotencia y la religiosidad decadente de sectores espiritualmente disfuncionales.
El Reino de Dios, como propuesta histórica -no trascendente-, adquiere un significado antagónico ante las estructuras religiosas y políticas. Por eso los discípulos de Jesús tienen que dar de comer a la multitud, evitar oponerse a los/las que atienden el clamor de los pobres; los milagros no están sujetos al pago de honorarios en forma de ofrenda, y los legisladores de tales prácticas son llamados “sepulcros blanqueados”.
La acumulación de bienes materiales no era algo central en el Reino de Dios que Jesús anunciaba, manifestando un claro conflicto con la acumulación de riquezas de los sacerdotes. Las estructuras opresivas fueron radicalmente denunciadas por Jesús y por eso acusó a los que pretendían que el pueblo “llevara cargas que ellos mismos no soportarían”. Su mensaje desestimó y devaluó la codicia y la avaricia. Su gestión profética estaba orientada a establecer los fundamentos que garantizarán a los seres humanos su derecho a la dignidad y a una convivencia humana auténtica.
El Jesús crucificado presenta un reto de conversión a las estructuras y sistemas que han retrasado el verdadero progreso humano y que son llamados a optar por el Reino de Dios y su justicia, y favorecer la justa distribución de los bienes materiales, contribuir a la sanación del planeta tierra, renunciar a una economía de mercado neoliberal y construir el progreso humano sobre la base del bien común “convirtiendo las armas en instrumentos de labranza” (desmilitarización), propiciando el diálogo y el perdón, condonando las deudas a los países pobres y asegurando el “pan de cada día” para todos.
En última instancia, el Crucificado dio su vida “por el bien del mundo” y anunció un Reino de Dios para “todos y todas”; se ofreció como holocausto revolucionario para inaugurar una nueva esperanza y declarar abominable toda necrofilia, toda xenofobia, toda xenofilia, toda discriminación absurda, todo genocidio y toda acción que invalide el porvenir glorioso de la felicidad. La cruz nos anuncia que, en última instancia, las fuerzas del mal no prevalecerán.
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