De la violencia asesina que llevamos en las entrañas, pues todos reaccionamos queriendo matar al que mata, solo nos salva el perdón de la víctima.
La muerte de Jesús nos revela el único poder capaz de salvarnos de esa violencia asesina, el poder de la víctima perdonadora, el poder de quien no se vuelve cómplice de la muerte porque le asesinen, sino que incluso en medio de esa violencia asesina, en vez de muerte, pone vida, es decir, perdón y posibilidad de nueva vida para aquellos que le dan muerte, y por ende, para todos aquellos que creen que el verdadero poder de salvación en este mundo es el poder de la víctima perdonadora.
Los primeros que creyeron en Jesús fueron sus discípulos, a los que se les reveló Dios en esa muerte, porque descubrieron que, a diferencia de todas las demás víctimas de la historia humana, Cristo no se había quedado en el sepulcro como un muerto más aplastado por la violencia humana, sino que su entrega había sido vivificadora, es decir, que el Dios que estaba presente en su muerte vivificando incluso a sus asesinos, era más fuerte que la muerte, y lo acogió en su seno, es decir, le comunicó plenamente su vida, lo resucitó.
La vida de Dios que se hizo presente en su muerte como víctima perdonadora, venció el poder de muerte de la violencia asesina de los hombres, es decir, Jesús fue resucitado por Dios, fue vivificado por Dios, pero lo fue, no después de su muerte, sino durante toda su vida, –de ahí que el evangelista Juan diga que Jesús es la resurrección–, y de un modo radical, en su muerte.
La resurrección es la entrega vivificadora de la víctima perdonadora. Algo excepcional y único que Jesús ha revelado a la humanidad y que en esta Semana Santa rememoramos.
Juan Sánchez Núñez