Debo confesar, sin ningún rubor, que la figura del papa Francisco me ha caído muy bien. Como a miles y miles de personas, sean o no seguidores de la Iglesia que representa. Desde el inicio de su pontificado se ha rodeado de signos de humildad, espiritualidad y cercanía al pueblo, venciendo del boato que rodea habitualmente la figura históricamente inaccesible del papa, con cuyos gestos ha conquistado la simpatía de un amplio sector de la población mundial, entre otros, del pueblo evangélico o protestante, con quienes mantiene vínculos de relación fraterna desde su ministerio en Argentina, como obispo, arzobispo y cardenal Bergoglio, donde ha mantenido fraternales contactos con judíos, musulmanes y evangélicos en un plano poco habitual en esos niveles jerárquicos.
Con sus gestos ha trasladado la impresión de que más que pontífex maximus, un título arrebatado a los emperadores romanos, quiera ser simplemente obispo de Roma (¿regresando al papel histórico de gobierno de uno de los cinco patriarcados, sin más pretensiones de jerarquía absoluta?) que, por añadidura, le es asignada la enorme responsabilidad de hacer frente a la recomposición de una Iglesia que hace agua por varios agujeros: pederastia de sacerdotes, banca vaticana, curia romana, deserción de millones de católicos especialmente en su vivero más querido, América Latina… ¡Vaya mochila que le deja de herencia su predecesor!
Un papa que toma como figura referencial a Francisco de Asís, que fue librado “por los pelos” de ser declarado hereje en su tiempo por la misma Iglesia que le declaró posteriormente santo, cuya dedicación a los marginados se ha convertido en el paradigma cristiano por antonomasia; un papa que comienza su pontificado asomado al balcón vaticano y pone a todos los presentes a orar, mientras él inclina su cabeza, cierra sus ojos, al mejor estilo protestante y ora con el pueblo, uno más; un papa que renuncia al lujo de su residencia oficial para seguir viviendo en comunidad con aquellos a quienes sigue considerando sus iguales (¿le será permitido más allá del mero gesto por la Curia?); un papa que celebra la misa de la Última Cena en un centro penitenciario para menores, fuera de la solemnidad de la Basílica de San Juan de Letrán, y lava los pies a 12 reclusos; un papa que ha mostrado desde el inicio de su pontificado una enorme influencia mediática; un papa que viste “una humilde casulla” como ha pedido a sus sacerdotes, renuncia a los ostentosos zapatos rojos y al resto de prendas imperiales; un papa que ha dejado claro en poco más de dos semanas que quiere cambiar esta milenaria institución, revistiéndola de signos que la identifiquen con la Iglesia primitiva. Un papa que abraza a la gente, que habla con la gente, que se mezcla con la gente es alguien que, sin duda alguna, suscita el respeto y la simpatía de quienes creemos que Dios nos ha hecho hermanos en Jesucristo a pesar de nuestras singularidades (ni herejes, ni hermanos separados; simplemente hermanos).
Pues bien, dicho lo que antecede, hemos de mostrar nuestra extrañeza por ese ¿gesto de humildad?, ¿de devoción?, ¿de sometimiento?, del papa Francisco el día de Viernes Santo, echado de bruces en el suelo para orar. Mi abuela decía que cuando la humildad dice aquí estoy, es que ya ha desaparecido. Ciertamente, no es la primera vez que un papa hace el gesto de tenderse en el suelo para orar, pero parece amplificarse en el pontificado de Francisco. El gesto forma parte de las celebraciones litúrgicas de Semana Santa y, tendido en el suelo, boca abajo, en señal de penitencia, recuerda el acto de ordenación de los sacerdotes, tumbados en el suelo ante el obispo ordenante, en señal de absoluto sometimiento. La prensa se ha hecho eco del acto de humildad de Francisco. A nosotros, con todo el respeto hacia su persona y hacia sus intenciones, nos parece un acto de soberbia y ostentación, ambos innecesarios. La humildad es otra cosa y mucho más cuando se trata de la oración. “Y cuando ores –les dice Jesús a sus discípulos-, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa” (Mateo 6: 5). Y no caigamos en la exégesis facilota de aducir que el Evangelio dice de pie y el papa oró tumbado. El énfasis está puesto en “ser vistos de los hombres”.
No vamos, sin embargo, a rebajar nuestra esperanza en un papado más cercano, más dialogante, más evangélico, capaz de dar pasos significativos hacia la verdadera ecumene que ha de pasar por el regreso a los cinco siglos primeros, fomentando un encuentro (concilio realmente ecuménico) entre todos aquellos que se consideran cristianos, con el noble y cristiano propósito de dialogar entre hermanos, sin que eso signifique pretender una estructura eclesial única, cosa que nunca se produjo en los veinte siglos de historia de la Iglesia, como fácilmente demuestra la abrumadora documentación existente. Un acto de genuina humildad. Algo así como lo que el propio papa, en su anterior posición de cardenal Bergoglio dialogaba con el rabino Abraham Korka y que se recoge en su libro Sobre el cielo y la tierra, que ahora ha sido reeditado al flujo de su nombramiento en olor de best seller: “La humildad es lo que da garantía de que Dios está ahí. Cuando alguien –decía Bergoglio- es autosuficiente, cuando tiene todas las respuestas para todas las peguntas, es una prueba de que Dios no está con él. La suficiencia se advierte en todos los falsos profetas, en los líderes religiosos errados, que utilizan lo religioso para su propio ego”.
marzo de 2013.