Muchas veces me han preguntado si soy una teóloga feminista. Parece una pregunta válida y de fácil respuesta y, sin embargo, quisiera comenzar este pequeño artículo problematizándola. A lo largo de las múltiples luchas en todos los frentes que ha librado el movimiento feminista, la defensa de los derechos de la mujer es el hilo de oro con que se enhebran todos los temas abordados. En teología, en religión, en espiritualidad, también.
La teología feminista —dicho a trazos muy gruesos— se ha esforzado en denunciar una matriz patriarcal y sexista —incluso heteropatriarcal y misógina— no solamente en la Biblia sino también en la interpretación que de ella han hecho los diferentes cristianismos a lo largo del tiempo. Esa matriz dio como resultado un cristianismo (o muchos cristianismos diferentes pero aunados en este aspecto) moldeado al milímetro por ella: en ese cristianismo y en esas comunidades de fe cuya lectura de una Biblia escrita por hombres e interpretada por hombres sostenía la subalternidad de las mujeres —aunque también de otras minorías—, las reivindicaciones de los derechos relegados y de la dignidad no reconocida era, y es, una necesidad básica y urgente.
Hacer una teología que se interroga sobre la mujer en la Biblia, la mujer en la sociedad, la mujer en la iglesia, la mujer en la familia, la mujer en la creación de Dios (y su correlato: un mundo, una iglesia, una familia, una sociedad, una organización pensada y ejecutada por hombres o, mejor dicho, por el patriarcado —en hombres y mujeres—) es, por supuesto, muy importante. Y aquí quiero retomar la pregunta del principio: si ser una teóloga feminista es esto, diré, entonces, que soy una mujer feminista que hago teología: porque mi feminismo incluye la teología, pero atraviesa toda la vida, y porque mi teología no se restringe a preguntarse por estos asuntos, exclusivamente. Mi feminismo tiene el atrevimiento de habilitarme la palabra, incluso para los temas que son abordados preferentemente e históricamente por hombres.
Dicho esto, acompáñenme a reflexionar un poco sobre la pregunta que da título a este escrito: el tema que se me propuso es el rol y el papel de la mujer en la iglesia. Quisiera ser incómoda desde el principio: ¿cómo es que haya que reflexionar sobre un “rol” o un “papel” de la mujer en la iglesia, como si fuera diferenciado del del hombre? Pensar así es no salir del binarismo, es no saltar de la matriz patriarcal: hay cosas que hacen los hombres (las importantes, generalmente) y cosas asignadas performativamente a las mujeres: reunión de damas, beneficencia, tareas de cuidado, alguna vez compartir la enseñanza y vamos a ponernos a discutir, claro que sí, si les permitimos los roles de liderazgo.
Quiero decir: el tema que se plantea ya contiene una trampa, una trampa mortal. ¿Por qué todavía, en este siglo, estamos discutiendo si la mujer tiene un “rol”, tiene un “papel” y, lo que es peor, es que si lo estamos discutiendo es porque no lo tiene y porque creemos que tenerlo es “discutible”? Ahí está el meollo de la cuestión. ¿Cuándo pasaremos a la próxima fase, en la que ya no haya que discutir estas cuestiones?
Pensar que la mujer tiene un “rol” afirma, reafirma y sostiene el binarismo hombre/mujer que permea la sociedad en su conjunto y que resulta de una construcción cultural patriarcal y machista. Y la iglesia es una microsociedad que no escapa a esa construcción y que incluso la refuerza con textos bíblicos. Ese “rol” o “papel” de la mujer en la iglesia es, generalmente, doméstico y ya asignado desde la cuna.
Digámoslo rápido y de un tirón: no hay roles de mujeres y roles de hombres. No debe haberlos. No debe haber roles de género. Hay roles para ciertas mujeres y roles para ciertos hombres. Digámoslo mejor: hay roles para ciertas personas, no importa si son hombres o mujeres. Y qué linda la iglesia donde también hay mujeres que predican y hombres que limpian.
El relato de la Creación de Génesis muestra claramente esta matriz de la que hablo: un Dios que crea vida sin que medie figura femenina. Un hombre primigenio que crea vida, sin que medie figura femenina (¿se han puesto a reflexionar en semejante invisibilización de la mujer, en semejante “inversión” en la que no es la mujer que “pare” sino la figura masculina?), y luego un hombre como el único que tiene habilitada la palabra: nombra todo lo existente, incluso a la mujer, y ese nombrar trae a la vida, nada menos.
Habría muchos otros ejemplos, que no tenemos espacio para compartir. Solo pensemos que las mujeres en la sociedad y en la iglesia provenimos de ese borramiento primigenio que es el que hay que comenzar a saldar con el ejemplo de Jesús, el que vino al mundo entre aguas y sangres femeninas, el que habló con mujeres cuando no se podía, el que se dejó tocar por ellas cuando estaba prohibido, el que se les apareció primero, invirtiendo los lugares de importancia asignados culturalmente a unos y otras.
¿Todavía discutimos roles y papeles basados en género en la iglesia?
La hora viene, y ahora es, que emprendamos la tarea de releer los textos con otros ojos y con otra mirada.