Cuando nos enfrentamos al fenómeno de la sexualidad humana, acudimos a un escenario en sí complejo, que se vive en lo prohibido pero que también es polivalente adquiriendo esta connotación porque el mismo ser humano es polivalente. En estas líneas queremos ir comprendiendo que la sexualidad humana no se puede reducir a la sola dimensión biológica, y que por el contrario comporta otros muchos ámbitos que permiten comprenderla de manera más integral.
En la historia de la reflexión moral, la sexualidad ha sido vista desde un halo de misterio, de prohibición y de pecado. Hemos asumido, consciente o inconscientemente, una postura dualista en relación a lo sexual. Por dualismo entenderemos aquellas doctrinas filosóficas o religiosas que consideran dos principios, uno bueno y uno malo, en el cual el alma y lo espiritual se ubica en el primer nivel, y por otra parte el cuerpo, el sexo o el placer se comprenden como lo negativo y opuesto a la dignidad humana. Pero ¿es esto acaso lo que nos ofrece el cristianismo?
Un segundo presupuesto lo tomamos desde la experiencia religiosa. En la Sagrada Escritura vemos que la sexualidad humana es consagrada por el mismo Dios desde la creación del hombre y la mujer, los cuales diferenciados sexualmente son llamados a la unión en el amor y a la procreación desde el amor. Dios quiere la sexualidad ya que es obra de sus manos y, por tanto, es vista de manera bondadosa (Y vio Dios que era bueno y lo bendijo). Sostiene el teólogo moralista Eduardo L. Azpitarte en su obra “Simbolismo de la sexualidad humana” (2001) que la sexualidad “es buena y santa porque su origen se remonta también a la génesis divina, y nada de lo que ha nacido de Dios queda manchado por la iniquidad” (pág. 63). La antropología que considera nuestra fe no puede ser por tanto una dualista y tampoco reduccionista, sino que es integradora de todas las dimensiones propias de lo que constituye ser hombre y ser mujer y cómo desde esta diferenciación se vive en el mundo y se crea historia.
Teniendo estos presupuestos, veamos el porqué no podemos reducir la sexualidad a una sola dimensión. El teólogo jesuita Tony Mifsud, en su libro “Reivindicación ética de la sexualidad” (1984), sostiene que la sexualidad debe comprenderse como un fenómeno polivalente que precisa de una lectura comprensiva y crítica de lo que constituye su esencia. Sin esa doble tarea de comprensión terminaríamos reduciendo lo sexual a un aspecto meramente biológico, sabiendo que en la ontología del ser humano (su esencia), cohabitan otras muchas dimensiones, entre las cuales reconocemos la biológica (sexo gonádico, cromosómico y hormonal), la antropología (pregunta por el hombre), la ética (pregunta por el deber ser del hombre), la dimensión filosófica (pregunta por la realidad) y también la teología (pregunta por la relación última entre el Dios de Jesucristo y la humanidad sexuada).
Entonces, ¿Cuáles serían las consecuencias de reducir la sexualidad a una sola dimensión? En primer lugar, condenaríamos al hombre a ser comprendido en su sexualidad como una mera máquina biológica, privándole su sentido de sentido y trascendencia (filosofía – teología), o su sentido de comportamiento y socialización (ética y alteridad). En segundo lugar, consideraríamos una realidad humana y hacemos la salvedad de lo ‘humano’ en sí polivalente a un reduccionismo univalente. En tercer lugar, privaríamos al hombre y a la mujer de la posibilidad de comprender su dimensión sexual como una instancia de comunicación y de simbolismo basada en el amor extrovertido, en el encuentro gozoso y placentero, en la unión amorosa o en la procreación y cuidado de la familia. En síntesis, si reducimos el fenómeno de lo sexual a una sola instancia como a veces lo hacemos o lo hemos hecho terminamos deshumanizándonos. Necesitamos una reeducación de lo sexual que sea fundamentalmente holística e interdisciplinar, educación que pase por las familias y por los centros educativos. Sólo así experimentaremos una sana vivencia de esta nota constitutiva de cada uno de nosotros y nosotras la cual es querida y bendecida por Dios desde el comienzo de la historia.
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