Eran otras épocas. Entonces el pueblo evangélico en América Latina era una minoría, víctima de permanentes persecuciones y sin ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral, poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo del mercado».
Aún hay quienes hace no mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo dieciséis.
Nuestra nueva ubicación socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas. Lo cierto es que ahora formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años. Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos aceptan y nos respetan».
Es cierto, nos respetan, y en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más peligrosa».
La radicalidad del seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir, que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.
La situación de la Iglesia evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)? ¿cuál es su verdadera misión? ¿qué significa evangelizar hoy? y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?
Haciendo esta «teología en el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.
Harold
Segura, Costa Rica
Eran otras épocas. Entonces
el pueblo evangélico en América Latina era una minoría, víctima de permanentes persecuciones y sin
ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza
de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral,
poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se
nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo
del mercado».
mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del
Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba
convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo
dieciséis.
Nuestra nueva ubicación
socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado
triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo
evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de
que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no
han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un
reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo
mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas.
Lo cierto es que ahora
formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la
Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años.
Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya
no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos
aceptan y nos respetan».
Es cierto, nos respetan, y
en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos
generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con
indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último
se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más
peligrosa».
La radicalidad del
seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos
triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir,
que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión
de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de
poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy
ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el
trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.
La situación de la Iglesia
evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más
con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología
cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)?, ¿cuál es su verdadera misión?,
¿qué significa evangelizar hoy?, y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?
Haciendo esta «teología en
el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos
de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.
Harold
Segura, Costa Rica
Eran otras épocas. Entonces
el pueblo evangélico en América Latina era una minoría, víctima de permanentes persecuciones y sin
ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza
de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral,
poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se
nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo
del mercado».
mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del
Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba
convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo
dieciséis.
Nuestra nueva ubicación
socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado
triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo
evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de
que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no
han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un
reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo
mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas.
Lo cierto es que ahora
formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la
Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años.
Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya
no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos
aceptan y nos respetan».
Es cierto, nos respetan, y
en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos
generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con
indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último
se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más
peligrosa».
La radicalidad del
seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos
triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir,
que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión
de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de
poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy
ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el
trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.
La situación de la Iglesia
evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más
con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología
cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)?, ¿cuál es su verdadera misión?,
¿qué significa evangelizar hoy?, y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?
Haciendo esta «teología en
el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos
de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.
Harold
Segura, Costa Rica
Eran otras épocas. Entonces
el pueblo evangélico en América Latina era una minoría, víctima de permanentes persecuciones y sin
ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza
de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral,
poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se
nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo
del mercado».
mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del
Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba
convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo
dieciséis.
Nuestra nueva ubicación
socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado
triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo
evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de
que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no
han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un
reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo
mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas.
Lo cierto es que ahora
formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la
Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años.
Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya
no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos
aceptan y nos respetan».
Es cierto, nos respetan, y
en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos
generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con
indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último
se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más
peligrosa».
La radicalidad del
seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos
triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir,
que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión
de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de
poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy
ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el
trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.
La situación de la Iglesia
evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más
con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología
cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)?, ¿cuál es su verdadera misión?,
¿qué significa evangelizar hoy?, y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?
Haciendo esta «teología en
el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos
de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.
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