Posted On 30/07/2010 By In Opinión With 1267 Views

El peligro de ser respetados

Eran otras épocas. Entonces el pueblo evangélico en América Latina era una minoría,  víctima de permanentes persecuciones y sin ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral, poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo del mercado».

Aún hay quienes hace no mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo dieciséis.

Nuestra nueva ubicación socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas. Lo cierto es que ahora formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años. Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos aceptan y nos respetan».

 

Es cierto, nos respetan, y en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más peligrosa».

 

La radicalidad del seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir, que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.

 

La situación de la Iglesia evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)? ¿cuál es su verdadera misión? ¿qué significa evangelizar hoy? y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?

 

Haciendo esta «teología en el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.


Lupa  ProtestanteHarold

Segura, Costa Rica

 Eran otras épocas. Entonces

el pueblo evangélico en América Latina era una minoría,  víctima de permanentes persecuciones y sin

ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza

de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral,

poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se

nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo

del mercado».

Aún hay quienes hace no

mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del

Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba

convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo

dieciséis.

 

Nuestra nueva ubicación

socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado

triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo

evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de

que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no

han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un

reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo

mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas.

 

Lo cierto es que ahora

formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la

Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años.

Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya

no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos

aceptan y nos respetan».

 

Es cierto, nos respetan, y

en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos

generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con

indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último

se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más

peligrosa».

 

La radicalidad del

seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos

triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir,

que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión

de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de

poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy

ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el

trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.

 

La situación de la Iglesia

evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más

con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología

cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)?, ¿cuál es su verdadera misión?,

¿qué significa evangelizar hoy?, y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?

 

Haciendo esta «teología en

el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos

de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.

 

Lupa  ProtestanteHarold

Segura, Costa Rica

 Eran otras épocas. Entonces

el pueblo evangélico en América Latina era una minoría,  víctima de permanentes persecuciones y sin

ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza

de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral,

poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se

nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo

del mercado».

Aún hay quienes hace no

mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del

Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba

convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo

dieciséis.

 

Nuestra nueva ubicación

socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado

triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo

evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de

que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no

han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un

reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo

mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas.

 

Lo cierto es que ahora

formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la

Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años.

Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya

no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos

aceptan y nos respetan».

 

Es cierto, nos respetan, y

en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos

generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con

indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último

se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más

peligrosa».

 

La radicalidad del

seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos

triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir,

que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión

de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de

poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy

ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el

trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.

 

La situación de la Iglesia

evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más

con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología

cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)?, ¿cuál es su verdadera misión?,

¿qué significa evangelizar hoy?, y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?

 

Haciendo esta «teología en

el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos

de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.

 

Lupa  ProtestanteHarold

Segura, Costa Rica

 Eran otras épocas. Entonces

el pueblo evangélico en América Latina era una minoría,  víctima de permanentes persecuciones y sin

ningún atractivo para el poder político. Hoy, la situación es diferente. La fuerza

de los números nos distingue, representamos un importante caudal electoral,

poseemos grandes templos, administramos importantes medios de comunicación y se

nos tiene en cuenta a la hora de hacer negocios; somos «segmento significativo

del mercado».

Aún hay quienes hace no

mucho se atrevían a pronosticar que seríamos la mayor fuerza religiosa del

Continente. Un obispo (católico) en el Brasil advertía que Latinoamérica se estaba

convirtiendo al protestantismo más rápidamente que Europa Central en el siglo

dieciséis.

 

Nuestra nueva ubicación

socio-religiosa la hemos recibido, como era de esperarse, con desbordado

triunfalismo, mucho entusiasmo y no poca ingenuidad. Para algunos es signo

evidente del avivamiento que tanto habíamos anhelado; para otros es señal de

que hemos entrado en los últimos tiempos y de que el fin se ha acercado. Y no

han faltado los sociólogos que piensen que este crecimiento no es más que un

reflejo decadente de la religiosidad latinoamericana, que sigue siendo

mayoritariamente católica y que ahora se está mutando en variadas formas.

 

Lo cierto es que ahora

formamos parte de un movimiento, aparentemente insignificante antes de la

Segunda Guerra Mundial, pero de indiscutible relieve en estos últimos treinta años.

Un líder cristiano que incursionó en la política expresaba con alborozo que «ya

no somos más ciudadanos de segunda clase». Y agregaba: «ahora nos quieren, nos

aceptan y nos respetan».

 

Es cierto, nos respetan, y

en eso consiste el peligro. Fue Mahatma Gandhi quien dijo: «Cuando procuramos

generar cambio en nuestras sociedades, se nos responde primero con

indiferencia, luego con sorna, luego con agravios y al fin con opresión. Por último

se nos presenta el mayor desafío: se nos trata con respeto. Esta es la etapa más

peligrosa».

 

La radicalidad del

seguimiento de Jesús, que nunca ha estado asociada a los movimientos

triunfalistas; el cumplimiento de la función profética de denunciar y advertir,

que pocas veces ha estado relacionada con las mayorías políticas; y la misión

de ser «sal de la tierra», que jamás ha estado vinculada a las estructuras de

poder; éstas y otras facetas prioritarias de la Misión de la Iglesia sucumben hoy

ante la avalancha de aplausos y de reconocimientos efímeros. Se rinden ante el

trono de las estadísticas y ante las reverencias del poder oficial.

 

La situación de la Iglesia

evangélica en América Latina exige, entonces, que nos planteemos una vez más

con responsabilidad algunas de las preguntas fundamentales de la misiología

cristiana: ¿Qué es la Iglesia (o las iglesias)?, ¿cuál es su verdadera misión?,

¿qué significa evangelizar hoy?, y ¿cuál es el crecimiento qué queremos?

 

Haciendo esta «teología en

el camino», para usar la expresión de nuestros maestros, podremos preservarnos

de caer aún más hondo en las sutiles redes del respeto aparente.

 

Harold Segura C.

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