Este verano estuve haciendo un voluntariado en el Norte de Irlanda, era un lugar de calma y paz en la cima de una colina, rodeado por el océano Atlántico y con una hermosa vista a unos abruptos acantilados.
En medio de las tareas diarias, había dos tiempos para el silencio, uno por la mañana y otro al anochecer, todo el mundo era bien recibido, personas de diferentes creencias y sensibilidades, había quien lo tomaba como un tiempo de oración, otros de meditación y algunos tan sólo de relajación.
Descubrir el silencio me ha resultado una experiencia muy enriquecedora. Para las personas que nos gusta mucho hablar, el silencio es algo casi antinatural. Recuerdo la primera vez, me sentí extraña, algo incómoda y mi percepción del tiempo, cambió radicalmente. Resultó que veinte minutos se hacían eternos, lentos, pausados. Intenté relajar mi mente, cerrar los ojos, dejar de elaborar pensamientos sin cesar. Y descubrí, que si somos capaces de detener por un breve tiempo los quehaceres y las responsabilidades de cada día y nos quedamos quietos en silencio, tal vez podamos ahondar en lo profundo de nuestra alma y allí, muchas veces, escuchar la voz de Dios.
No es una voz audible, nos habla como un abrazo silencioso y cálido. Nos trae a la mente pensamientos buenos, pensamientos de paz. Nos hace sentirnos profundamente amados, profundamente valiosos.
Y ese sentimiento es necesario para afrontar las tormentas de esta vida, que nos gritan constantemente que no valemos suficiente, que no podremos lograr lo que nos proponemos.
La voz cálida y el susurro de Dios dice; tú eres importante, no tengas miedo, puedes hacerlo, yo estoy contigo.
Y es en esa seguridad y en ese abrazo silencioso y amoroso de Dios, que nuestra vida recobra el sentido.
Todos los días a las nueve de la mañana y a las nueve de la noche, sonaba una campana para anunciarnos el tiempo de silencio.
Me encantaba que me recordaran que hay que empezar el día en la presencia de Dios. Me encantaba escuchar esa campana.
Mi madre me transmitió su amor a Dios y también me contagió el cariño por el sonido de las campanas, a ella le recordaba al pueblecito de sus padres, Jimena, en la provincia de Jaén, dónde pasó el tiempo más feliz de su infancia.
En la vida todos necesitamos a veces, una campana que nos alegre y que nos despierte, que nos avise y recuerde que hemos de parar por un momento. Que hemos de tener tiempo para el silencio y para ser agradecidos.
Le tengo un cariño especial a esa campana. Durante las primeras semanas la escuchaba y me transmitía alegría y tenía cierta intriga en saber dónde se encontraba. Imaginé que estaría en lo alto de alguna torre, como es lo habitual,pero no pude verla.
Observé que la persona encargada de llevar el tiempo de silencio, se iba cuando faltaban unos minutos y la hacía sonar, finalmente un día pregunté:
– ¿Dónde está la campana?
– Tienes que haberla visto me dijeron, has pasado delante de ella infinidad de veces, está aquí cerca, en el parque infantil, de camino a la casa principal.
Esa misma tarde me acerqué a la zona de juegos y busqué por todas partes, pensé que me habían gastado una broma.
Pero entonces, entre los tipis y el barco, vi cuatro postes de madera que se alzaban al cielo, levanté la mirada y allí estaba, majestuosa, con vistas al océano y a la montaña.
Era cierto, había pasado delante de ella muchas veces pero jamás me hubiera imaginado que estaba allí.
Y es que a veces, alguien tiene que recordarnos que levantemos la vista al cielo. A veces, nuestra mochila se ha cargado tanto, que nos inclina hacia el suelo y sólo podemos ver nuestros zapatos y el barro del camino.
Pero si levantamos la mirada, podremos encontrar esa bella y enorme campana que siempre estuvo ahí, que escuchamos a diario sin prestarle atención, que sonaba con fuerza para llevarnos al silencio y que sabemos sin duda, que como un gran faro, puede guiarnos a un puerto seguro
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