Las diferentes tradiciones cristianas tienen problemas internos que acaban siendo, desgraciadamente, parte de su identidad. En el caso de la tradición evangélica, el problema –según mi opinión falible- es su afición a las divisiones internas que acaban produciendo un nuevo grupo eclesial.
Ello queda ejemplificado en una noticia que publicó ayer, 17 de noviembre, el diario “El País”: “El padre de Mari luz crea una nueva iglesia”. El pastor Juan José Cortés deja la Iglesia de Filadelfia para, según declaraciones hechas a “El País”, “conformar una iglesia que, basándose en el aspecto espiritual en la palabra de Dios, preste sus servicios a todos los ciudadanos. Y en esa tarea pretende incorporar un matiz político, pues no hay mejor trabajo social que desde la política«. Según el mismo periódico, la nueva iglesia será registrada en la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (FEREDE).
Cortés puede hacer lo que su conciencia le dicte. Faltaría más. Pero en el mundo evangélico “cualquiera” puede crear su “chiringuito” a su imagen y semejanza. Y ahí se encuentra la debilidad del evangelicalismo: sus constantes divisiones. ¿Es que no existen suficientes familias evangélicas en el mundo protestante que se hace necesario crear una más? ¿Por qué no se opta, por ejemplo, por abrir una nueva iglesia –que siempre será bienvenida- desde alguna denominación evangélica existente? No, nada de eso. Tenemos la mala costumbre de que cuando a alguien no le gusta o le disgusta cierto énfasis, o liderazgo, en su propia comunidad o denominación, sale de la misma “en paz” –siempre en paz- y crea un nuevo grupo.
Vamos que mientras Jesús, nuestro Maestro, oró por la unidad de los cristianos (Jn. 17), nosotros nos dedicamos a hacer lo contrario. ¡Lástima! Y en lo que caracteriza –maldita característica- al movimiento protestante todos, absolutamente todos por activa o por pasiva somos responsables. Como reza el dicho popular, muy católico por otra parte, “¡que Dios nos coja confesados!”.
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