Os aseguro que algunos de los que están aquí no morirán sin haber visto el reino de Dios… Y aparecieron dos hombres conversando con él [Jesús]: eran Moisés y Elías, que estaban rodeados de un resplandor glorioso y hablaban de la partida de Jesús de este mundo, que iba a tener lugar en Jerusalén. (Lucas 9, 27.30.31 DHH)
El relato que nos presentan los evangelios sinópticos acerca de la transfiguración de nuestro Señor se ha prestado desde siempre a muchas discusiones e interpretaciones, algunas con más fundamento que otras, y que suelen aparecer en los comentarios especializados. Una de las que, personalmente, nos parecen más ajustadas al texto sagrado es la que afirma que esta singular escena se conecta directamente con el reino de Dios, o mejor dicho, con aquello que el reino de Dios tiene de valor permanente para todos los seres humanos en cualquier época y circunstancia de nuestra historia. Nos referimos a ese reino que es ya, hoy, ahora mismo, una realidad perenne en la vivencia diaria de los creyentes, sin mencionar sus aspectos escatológicos.
De toda la relación sobre este evento que hace el evangelista Lucas queremos simplemente destacar un detalle que le es propio, algo que no se menciona en Mateo ni en Marcos: los personajes que aparecen con Jesús rodeados de esplendor en lo alto de aquella montaña (identificados de forma unánime por los tres evangelistas como Moisés y Elías), tienen una misión muy especial. No están ahí porque sí, sino que conversan con el Señor, hablan con él de un asunto muy específico, lo que el texto que citamos en el encabezamiento designa como la partida de Jesús de este mundo, algo que se precisa iba a tener lugar en Jerusalén. Por decirlo en pocas palabras: la muerte, resurrección y ascensión del Señor, su glorificación en cumplimiento del plan de la salvación, es el gran tema de la transfiguración de Cristo, aquello a lo que apunta directamente el reino de Dios.
Suele ser bastante frecuente escuchar en nuestros días interpretaciones sobre el reino que tienen la virtud de postergarlo siempre para un futuro más o menos lejano, como si fuera algo ajeno a nuestra realidad presente, o como si se limitara a una mera esperanza, el anhelo ferviente de una existencia mejor que la que vivimos hoy. Sin negar, ni mucho menos, que el reino de Dios tenga un componente futuro, de promesa que espera su cumplimiento, podemos afirmar que es también y sobre todo una entidad presente, pero no solo hoy, en el momento en que escribimos esta reflexión o en el que tú la estás leyendo, sino ya en la época en que Lucas redactaba su evangelio; más aún, en el momento en que se vivió la transfiguración de Jesús tal como se nos relata en los textos sagrados. El reino es inseparable de los eventos acaecidos en Jerusalén durante los últimos días de vida de Jesús en esta tierra y los sucesos relacionados con su resurrección. Carecería por completo de sentido si no se fundamentara en ellos. Podría incluso confundirse con un simple sueño dorado o una reivindicación de tipo nacional, al estilo de los antiguos zelotes judíos o mesianistas exaltados contemporáneos del Señor.
Jesús prometió que algunos de los que estaban con él en aquel momento no dejarían este mundo sin ver el reino. No solo lo “vieron” los tres discípulos que acompañaron al Señor a lo alto de aquel monte donde se transfiguró. A partir de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo, son muchos los que lo “han visto”. Los que lo “vemos” cada día, por la Gracia de Dios. Y los que lo “verán” en tiempos futuros. Allí donde haya un creyente cristiano que proclame el Evangelio del Jesús muerto y resucitado, es decir, la buena nueva de salvación, liberación y dignificación del ser humano, se podrá “ver” el reino. Ver y vivir, sean cuales fueren los lugares, momentos o circunstancias que se atraviesen.
La Iglesia está llamada a proclamar no solo un reino que ha de venir, sino un reino que ya ha venido, que está aquí, que está con nosotros, en nosotros y por nosotros para todos los demás.