Posted On 01/08/2014 By In Opinión, Pastoral, Teología With 2133 Views

El seguimiento de Jesús como alternativa

Una de las cosas que más sorprenden al leer los evangelios es como Jesús, que protagonizó serios conflictos con los dirigentes religiosos (sacerdotes del templo y teólogos) de su tiempo, es, simultáneamente, un hombre de una profunda espiritualidad.

Jesús fue muy espiritual en el sentido de búsqueda y apertura al Misterio, al Trascendente… al que percibe cercano y personal y al que se dirige como Abbá. Hablaba de Dios como Padre compasivo y amoroso que quiere la felicidad de todos sus hijos. Oraba a Dios con intensidad. Su espiritualidad, junto a esta dimensión vertical, tenía una fuerte dimensión horizontal; su compasión y cercanía a los últimos del sistema (enfermos, pobres, mujeres, niños…) así lo evidencia.

A la vez, era muy poco religioso en el sentido de no someterse a una estructura tan poco flexible y tan pesada (en el plano vital o existencial de la persona) como la del judaísmo que conoció y en el que creció. Sistema religioso que, al alejarse de su espíritu original y a golpe de normas inmisericordes, terminaba por ahogar la verdadera espiritualidad de las personas y acrecentar sus sentimientos de inadecuación y de culpa.

Jesús no fue una persona religiosa en el sentido convencional del término. Ni él ni sus seguidores practicaban largos ayunos ni cumplían siempre con el reposo sabático o con los rituales de purificación previos a las comidas. Jesús denunció frecuentemente la incapacidad de la religión oficial para atender los verdaderos problemas y necesidades de las personas y criticó la hipocresía de muchos de sus dirigentes.

El cristianismo, en sus orígenes, tenía más de camino espiritual que de estructura religiosa. El cristianismo inicial, como bien describe el pastor y teólogo protestante Gerd Theissen, fue (como movimiento de seguimiento a Jesús) una corriente de renovación en el seno del judaísmo hasta constituirse como una nueva forma de religiosidad. Estaba constituido por discípulos “sedentarios” que vivían inicialmente en los pueblos de Palestina, constituyendo familias creyentes, y por discípulos “itinerantes” que predicaban y enseñaban las buenas nuevas de Jesús de Nazaret. Entre los discípulos itinerantes y sedentarios se dio una relación de complementariedad. Las comunidades establecidas por las casas necesitaban que les llegasen las enseñanzas de Jesús en formas orales y escritas y los discípulos itinerantes necesitaban el soporte material de las comunidades para continuar su periplo.

Pero, con el paso del tiempo, aquel movimiento espiritual con muy poca organización formal va alejándose de su espontaneidad, va estructurándose y transformándose en religión. Con el emperador Constantino el cristianismo se convierte en la religión oficial del imperio romano. El movimiento inicial de seguimiento a la persona del Cristo deviene una organización que la aleja de la naturalidad de los primero años. Y así hasta hoy, a pesar de todos los intentos de retorno a los orígenes que se han producido a lo largo de la historia del cristianismo y que han terminado cristalizándose en nuevas realidades institucionalizadas.

El ser humano, como refleja la revelación bíblica y ponen de manifiesto la antropología y la psicología, posee una dimensión espiritual que le permite trascender su realidad y preguntarse por el sentido de la vida; ejercitar prácticas para desarrollar esta dimensión inmaterial de su ser (oración, meditación…); orientarse al misterio de Dios… Ahora bien, aun siendo la espiritualidad una dimensión individual, acostumbramos a vivirla comunitariamente. En nuestro caso, el seguimiento a Jesús requiere de la iglesia, no tanto como estructura arquitectónica u organización religiosa que con frecuencia termina condicionando el seguimiento, sino como familia de la fe que potencia la espiritualidad personal.

La práctica religiosa, en el seno de la iglesia-institución, comporta el riesgo de que la estructura sociocultural termine ahogando la espiritualidad del individuo. La confesión de fe, reducida a una serie de postulados más cercanos al posicionamiento confesional que a la riqueza y pluralidad de la revelación bíblica; aquello que los dirigentes de la comunidad entienden sesgadamente como “sana doctrina”, ignorando muchas veces la herencia de los veinte siglos de historia de la iglesia y de su teología (patrística, medioevo, Reforma del siglo XVI, exégesis crítica…); la ortodoxia excluyente de toda forma de entender diferencialmente el texto bíblico, propia de los entornos fundamentalistas… pueden llegar a prevalecer sobre criterios y sentimientos personales del creyente, que puede llegar a asumir (por el imperativo psicológico de la presión grupal) una dogmática en la que no se siente identificado, sea total o parcialmente.

La ética en blanco y negro, sin matices; el listado de aquello que es permitido o prohibido; los nuevos legalismos… van configurando una reducción de la libertad que la gracia de Dios otorga al creyente, alimentado, a la vez, sentimientos de culpa disfuncionales de los cuales no siempre es fácil sustraerse. No son pocos los cristianos que viven abrumados por su conciencia.

La presencia física en los servicios y actividades de la iglesia como criterio de evaluación de la espiritualidad personal cuando todos sabemos que no siempre hay correlación entre la práctica religiosa y el vivir de modo coherente con los valores del Reino de Dios. Esta falta de coherencia fue la denuncia continuada de los profetas del Antiguo Testamento.

Estructuras pesadas (modelo organizativo, normas, reglamentos…) pueden provocar que acabemos integrados en ella, absorbidos y trabajando para la misma, invirtiendo tiempo en cuestiones improductivas desde una vertiente espiritual y descuidando las dimensiones y valores de una espiritualidad genuina. El ser humano es espiritual, pero la estructura puede llegar a convertirlo en religioso, en el sentido más sociológico y cultural del término.

Debemos recuperar la espiritualidad de los inicios del cristianismo, lo que comporta menos religiosidad formal y más seguimiento a la persona de Jesús. Lo verdaderamente importante es nuestra fidelidad a Dios, aunque ello pudiese comportar un cierto distanciamiento o postura crítica frente a las estructuras religiosas cuando estas entran en contradicción con la axiología del reino de Dios. Como tantos profetas del primer testamento, como Jesús en su tiempo histórico, como tantos reformadores a lo largo de la historia de la iglesia.

Son muchos los creyentes conscientes de que las mediaciones propias de toda praxis religiosa (teología, organización eclesial, diversas formas de culto, lenguaje, símbolos…) reclaman su actualización cuando varía el entorno sociocultural. Y cuando las comunidades de pertenencia mantienen los viejos paradigmas, son muchos también los creyentes que inician la búsqueda de nuevos espacios en los que poder vivir y expresar su espiritualidad sin los corsés de sus espacios y presupuestos de partida. El actual trasvase de creyentes entre diferentes iglesias tiene bastante que ver con todo ello.

Por aquello de la dialéctica hegeliana, hay comunidades que han iniciado cambios que al ser analizados se constata que su naturaleza es, en bastantes ocasiones, más estética que paradigmática. Quizá por ello, el silencio que permite la introspección, la quietud mental…; la música inspiradora, independiente del estilo; la liturgia (en muchos casos asignatura pendiente) bien elaborada que contribuyen a la paz interior, a la serenidad y a la apertura al Misterio son difíciles de hallar en más de una iglesia.

Quizá tendremos que retomar la radicalidad de Jesús cuando ponía de manifiesto y hacía patente que Dios y las estructuras de la religiosidad oficial estaban en conflicto con mucha frecuencia. Jesús desarrolló su espiritualidad más cerca de las necesidades de las personas que de los rituales del Templo. Como el Maestro de Nazaret, nuestra espiritualidad debería fundamentarse en la imagen del Dios amoroso que nos trasmitió y que no se halla tanto en las estructuras eclesiales o en las dogmáticas impersonales; sino en el acercamiento a los más débiles. Jesús desplazó el encuentro con Dios de la religión convencional a la calle, a la vida. El movimiento inverso que, paradójicamente, hacemos nosotros con demasiada frecuencia.

Jaume Triginé

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