Ya os lo he dicho antes (Mt. 24, 25 RVR60)
Cada vez que nos adentramos en el ciclo de Semana Santa, de suyo bien arraigado en el mundo cristiano, los creyentes que formamos parte de alguna de las llamadas “Iglesias históricas” estamos habituados a participar en los servicios religiosos especiales que tienen lugar en este período tan entrañable del año litúrgico, todos ellos orientados a recordar una vez más la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor, con todo lo que ello conlleva. Por esta razón, las exposiciones de la Palabra que tienen lugar durante estos días, suelen centrarse en esos preciosos textos de los Evangelios en los que se narran tales eventos.
Nuestra reflexión en esta ocasión también se centra en ciertos sucesos, o mejor dicho, en ciertas palabras pronunciadas por Jesús en lo que debió ser su última semana de vida, ese gran Discurso Escatológico conservado fundamentalmente en los tres Evangelios Sinópticos; muy especialmente, en una particular advertencia dirigida a los discípulos —vale decir, a la Iglesia— en relación con la profusión de falsos cristos y falsos profetas que surgirían, conforme a su declaración, para engañar a muchos (¡incluso a los escogidos de Dios, si ello fuere posible!) por medio de grandes señales y prodigios cuando les fuere dado realizarlos. Mateo 24, Marcos 13 y en mucha menor medida Lucas 21 refieren estas palabras del Señor con absoluta claridad, sin posibilidades de equivocarnos al leerlas.
Que la tradición sinóptica sea unánime en presentar declaraciones semejantes, ubicándolas en la semana de la pasión a muy pocas horas de distancia de los últimos eventos de la vida y ministerio de Jesús, nos hace pensar que el problema de los falsos cristos y falsos profetas era algo que preocupaba especialmente al Redentor, una desazón que no lo abandonó ni siquiera ante los graves acontecimientos que le esperaban y de los que era plenamente consciente. Había una poderosa razón para ello: la constatación de la existencia de falsos profetas en el pueblo de Israel venía de lejos, como habían dejado constancia las propias Escrituras. En efecto, no hay más que leer las advertencias de Dt. 18, 20-22 o recordar nombres propios como los de Sedequías hijo de Quenaana (1 R. 22, 11), Noadías (Neh. 6, 14), Hananías (Jer. 28, 1-4.15-17), y tantas otras menciones que hallamos en el Antiguo Testamento de la existencia de esta clase de personas, que engañaban deliberadamente al pueblo hablando en nombre de Dios, pero sin haber sido comisionados por él, para percatarnos de aquella triste realidad que había sacudido al antiguo pueblo de Dios durante siglos.
La inquietud de Jesús estaba, por tanto, más que justificada. Preveía con meridiana claridad la presencia de elementos similares en el devenir de la Iglesia, gentes capaces de simular con total maestría una particular unción divina, en ocasiones hasta con prodigios, fenómenos paranormales y milagros a la carta, y, por ende, con notoria influencia en grupos numerosos de personas que serían literalmente arrastrados lejos del redil de Cristo, con las nefastas consecuencias subsiguientes para sus propias vidas. Y ahí está la historia de la Iglesia Cristiana para corroborarlo. Desde la Jezabel de Ap. 2, 20 hasta los supuestos profetas (¡y cristos!) de nuestros días, muchos de los cuales se manifiestan sin empacho alguno —y con grandes aplausos— en las redes sociales, refulge toda una pléyade de nombres, algunos más conocidos que otros, que en su momento arrastraron (y arrastran) grupos de personas en mayor o menor número, a veces naciones enteras, y que entran dentro de esta categoría: Mani (también llamado Manes en algunos libros y artículos), Mahoma, Joseph Smith, Brigham Young, Ellen White, Charles Taze Russell, Moisés David, David Koresh, Joseph Kibwetere, y suma y sigue. ¿Cuál es su denominador común?, cabría preguntarse. O dicho de otra manera: ¿por qué podemos incluir a tantos nombres tan dispares, de lugares y épocas diferentes, en la categoría de falsos cristos y/o falsos profetas sin temor a equivocarnos? Por un lado, debido a su pretendida vinculación con Cristo, con el cual se identifican de manera directa o de quien dicen ser testigos especiales y continuadores (¡y hasta superadores en algunos casos!), lo acepten o no realmente como Señor y Salvador conforme a la enseñanza del Nuevo Testamento; y por el otro, a causa de un tipo de enseñanzas, no siempre concordes entre sí, que en ocasiones hasta podrían parecer muy bíblicas y muy ortodoxas, pero que en realidad anulan todas ellas por completo la persona y el mensaje redentor de Cristo, o bien haciendo hincapié en temas y pasajes de las Escrituras muy secundarios en relación con el evangelio, o bien tiñéndolo todo de una atmósfera de nueva y definitiva revelación que disimula mal ciertos legalismos monstruosos hasta alcanzar tintes de inhumanidad en casos concretos.
Lo dicho: no tiene nada de extraño que Nuestro Señor mencionara este asunto a escasas horas o días de su prendimiento, muerte y resurrección. Es completamente lógico que deseara advertir, poner en guardia a sus discípulos contra la avalancha de falsos testigos de Dios y del evangelio que el mundo y la Iglesia habrían de conocer y soportar en el decurso de los tiempos.
La proclamación de los eventos pascuales, como se los designa en ciertos trabajos teológicos de altura, es lo que ha marcado, marca y marcará, no sólo la predicación o la evangelización, sino la propia existencia de la Iglesia como tal. Nuestra finalidad como cristianos y discípulos de Jesús de Nazaret no es otra que mostrar a las naciones y los pueblos de la vieja y querida Tierra la realidad de la Redención. No sólo enseñarla o divulgarla de palabra. También vivirla. Sobre todo vivirla y vivirla dignamente. El testimonio del creyente no puede limitarse a expresar oralmente que somos salvos por la Gracia del Dios revelado en Cristo; ha de verse. De poco valor resultará una predicación sobre la liberación y la re-dignificación de la persona humana realizada por Cristo Jesús, por mucho aparato mediático con que se presente, si quienes ejecutan esa proclama no están ellos mismos liberados —no acaban de creérselo del todo— o no son conscientes de esa dignidad que Jesús les ha devuelto, quizás por estar demasiado centrados en sí mismos y no en él. La fuerza de una convicción es algo que se palpa. Lo contrario también.
De ahí que, por un lado, en la Iglesia de Cristo no pueda haber lugar para una centralidad de proclamas espurias sobre asuntos secundarios, por muy bíblicos que puedan parecer o por muy interesantes y llamativos que resulten en sí mismos. La comunidad cristiana no está instituida por Dios para restaurar prácticas judaicas de otro mundo y otra época, ya superadas por la cruz, ni tampoco para hacerse eco de “nuevas revelaciones” en relación con los tiempos finales o con cualquier otro asunto. Cuanto Dios ha querido que sepamos en relación con él o con su restauración de nuestra especie, ya está todo ello ofrecido y presentado de una vez por todas en Cristo. No vendrán nuevos mesías ni tampoco nuevos profetas genuinos para desvelarnos misteriosos arcanos sobre este mundo o el venidero. En Cristo todo está completo.
Y por otro, la Iglesia de Cristo ha de abrir de par en par las puertas del Reino de Dios a cuantos sean llamados a formar parte de él, sin otro requisito que la aceptación implícita y explícita del señorío de Jesús. Vale decir, que en ella han de tener lugar gentes de todas las razas, clases y condiciones, sin distinción alguna, necesitadas de redención. No puede, por tanto, constituirse la Iglesia en una institución de y para seres perfectos, sino más bien perfectibles. Quien se acerca a la Iglesia, al cuerpo de Cristo, ha de hacerlo tal como es, en toda su humana miseria, sabiendo que allí será bien recibido. Por eso, en la Iglesia no puede haber trabas ni discriminación alguna para cualquiera que desee entrar en ella, sea cual fuere el color de su piel, sexo o edad, su situación personal o laboral, su estado civil, su condición sexual o su posición en la sociedad. De ahí que, pese a la imagen de conservadurismo radical que pudieran transmitir ciertas ceremonias cúlticas o el mantenimiento de liturgias antiguas que constituyen parte nada desdeñable de su identidad, la Iglesia resulte una entidad totalmente revolucionaria y contestataria del orden impuesto por este mundo, de suyo inhumano e injusto en demasiadas ocasiones. Tal es la razón por la que la Iglesia, debido a su propia esencia y a Aquél que es su cabeza, no ha de escuchar ni atender jamás las exigencias de quienes se creen divinamente comisionados para constituir comunidades de círculos cerrados, siempre “remanentes santos”, sólo para gentes selectas material o “espiritualmente” hablando. La Iglesia no tiene “numerus clausus” porque el Salvador que la ha constituido ha dado su vida por todos.
Jesús lo advirtió con claridad: Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán señales y prodigios, para engañar, si fuese posible, aun a los escogidos. MAS VOSOTROS MIRAD; OS LO HE DICHO TODO ANTES. (Mc. 13, 22-23. RVR60. El destacado es nuestro)
Ningún lector del Nuevo Testamento podrá jamás alegar que no lo sabía.