Leyendo un artículo que resaltaba los beneficios de tomar productos lácteos, recordé a mi amiga Isidra. Lo que son las cosas, ella arrojaba las monedas que le sobraban de comprar la leche dentro del recipiente. Ese era el truco para no perderlas cuando volvíamos de la vaquería de Cristóbal, con la lechera en una mano y nuestros seis o siete años de inocencia en la otra.
Un día le pregunté si la leche no se envenenaba con tantos microbios. Mirándome muy seria a la cara, como la que dice y no dice “hija, pareces tonta”, respondió que no, que su madre la hervía tres veces, que los bichos no soportaban tanto calor y se morían. Fue Isidra quien me enseñó que la leche de vaca no es tan limpia como la materna, que la leche de vaca lo admite todo.
Isidra era una niña con mucha ciencia y poco cuerpo. Yo la admiraba. Con aquella edad pensar resultaba agotador y me encantaba oír las explicaciones tan claras que sabía dar a mis preguntas insulsas. Para aprender de ella, procuraba imitar sus hábitos, hasta que mi madre me los echaba por tierra sin ningún escrúpulo.
En aquel tiempo, las dos íbamos a catequesis. Nos preparábamos para hacer la primera comunión. Durante una sesión la maestra nos habló de las ventajas del arrepentimiento y la práctica de la confesión. Yo, que ese día andaba espabilada gracias a que se nos había acabado la cebada (o la malta, como ustedes quieran) y tuve que merendar café con cafeína y leche, atrapé la idea al vuelo, y quise mentalmente comparar aquella enseñanza con el proceso de desinfección de la madre de Isidra. Esto es lo mismo, me dije.
Pues bien, en mis lucubraciones infantiles, mi cuerpo era la lechera; mi espíritu la leche; las monedas los pecados; el hervor la confesión; y las tres veces que su madre repetía el calentón, las Avemarías que el sacerdote solía poner de multa cuando, en confesión, le contabas lo que habías hecho y le asegurabas estar arrepentida. (Por cierto, nunca entendí porqué había que rezar a María, cuando se ofendía Jesús. Era como pagar una deuda a quien no se la debías). Como iba diciendo, con esta solución tan sencilla le perdí el miedo a las infecciones por microbios. Llegó un momento que no me importaba en absoluto acumular pecados en mi leche. ¡Que los hierva el cura, que para eso está disponible en su cocinilla-confesionario un rato antes de misa y no paga butano!
Sin embargo, desde que soy una mujer adulta y me confieso directamente con Dios, sin hombres que hagan de intermediarios, desde que hace años comprendí el sacrificio de Cristo en la cruz, desde que sé que es él quien de verdad hace hervir mis pecados y limpia mi espíritu, desde que acepté lo que tuvo que sufrir para hacer desaparecer mis infecciones, desde entonces, cada vez que le ofendo, un sentimiento de culpa me agría por dentro.
De Isidra les digo que se quedó pequeñita, pequeñita. Vaya usted a saber si fueron las bacterias. Todo se paga.
Publicado en Protestante Digital en febrero de 2006
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