“Ulises se pasaba los días sentado en las rocas, a la orilla del mar, consumiéndose a fuerza de llanto, suspiros y penas, fijando sus ojos en el mar estéril, llorando incansablemente…” (Odisea, canto V, 150).
El síndrome de Ulises fue enunciado por el psiquiatra Joseba Achotegui para describir el también llamado duelo migratorio o estado emocional de las personas que han tenido que abandonar, por diversas circunstancias, sus países de origen. Tiene que ver con los sentimientos de pérdida resultado de haber dejado, en muchos casos, parte de la familia; cultura, lengua, costumbres; amigos; estatus social…
Toma como referente la historia de Ulises que narra su separación de su entorno, especialmente de su esposa Penélope y de su hijo Telémaco, durante veinte años (ocupado en la guerra de Troya y en su regreso a Ítaca). Ni sus victorias ni sus dificultades evitaron que sus pensamientos nostálgicos surgieran en su mente en forma de añoranza.
La persona que emigra toma su decisión desde la motivación de lograr alcanzar unas condiciones de vida mejores que las de su situación presente. Es por ello que emplea recursos y asume los riesgos de un viaje no siempre en las mejores condiciones. Al final del periplo: otra tierra, otra lengua, otras costumbres. Soledad. Precariedad. Rechazo. Por no hablar de muros, alambradas, campos de refugiados…
Esta es la experiencia de millones de personas a lo largo y ancho del planeta que se manifiesta con sentimientos de soledad, fracaso, culpa, pérdida, nostalgia, incertidumbre, inseguridad. Con trastornos psicopatológicos como depresión, ansiedad, irritabilidad, problemas psicosomáticos. También con baja autoestima, marginación…
Pero, ¿es factible la aparición del síndrome en la propia tierra? ¿Es posible sentirse en tierra extraña en el lugar de nacimiento y entre quienes se comparte cultura, lengua, costumbres…? ¿Qué ocurre cuando las dinámicas de cambio no pueden ser asumidas desde una perspectiva axiológica, ética o deontológica? ¿Qué decir de la emergencia de nuevos paradigmas cuando entran en contradicción con aspectos existenciales o de sentido vital?
Sin necesidad de cruzar fronteras, es posible que muchas personas nos sintamos como Ulises ante la política convertida en un juego de intereses, la reducción de libertades personales y sociales, la pérdida de valores humanos en aras del pragmatismo, el crecimiento de populismos, la superficialidad ideológica, la banalidad del circo mediático, la corrupción generalizada…
Este extrañamiento puede darse en cualquier contexto en el que nos desenvolvamos; también en la iglesia. ¿Cómo no sentirse en tierra extraña cuando, con demasiada frecuencia, el relato mítico (propio del lenguaje de la fe) es presentado como si de historia objetiva se tratase? ¿Cómo no llorar, como Ulises, frente a las hermenéuticas literales que entran en contradicción con los postulados empíricos de las ciencias como ocurre con el creacionismo y la negación de la evolución? ¿Cómo, a semejanza del héroe de la mitología griega, no consumirse a fuerza de llanto, suspiros y penas al constatar el crecimiento de los postulados fundamentalistas?
¿Cómo no sentirse en tierra extraña cuando en el mundo académico, profesional, político… la mujer puede ocupar una cátedra, ejercer cualquier profesión, dirigir una empresa o ejercer la presidencia de su país y, en demasiadas iglesias, no puede desarrollar determinados ministerios y es relegada al silencio y al ostracismo? ¿No es insólito, en nuestro contexto occidental de plena equidad en cuestiones de género, el mantenimiento de un estado de subordinación de la mujer con respecto al hombre?
Sin pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor y alejados de nostalgias propias de quienes tienen dificultades para adaptarse a nuevas realidades, se ha instalado en muchos el sentimiento de pérdida de la centralidad que antaño tenía la Palabra de Dios en el culto reformado, desplazada por espacios orientados a la búsqueda de experiencias emocionales a través de “mantras” repetitivos de canciones de contenido teológico de mínimos. Así, la adoración a Dios, que tiene que ver con una forma de vida, parece circunscribirse a un tiempo específico presidido por, en mayor o menor grado, los decibelios.
Cierto que la fe, entendida en su dimensión conceptual, si no está acompañada de la experiencia personal, está más cerca de una ideología que de una expresión de religiosidad. Pero la experiencia sin una base doctrinal, sin un marco de referencia conduce a la subjetividad. La experiencia sin compromiso puede estar más cerca del narcisismo que del verdadero seguimiento al Maestro de Nazaret.
Quizá todo ello explica el sincero deseo de muchos de regresar a Ítaca como Ulises. El trasiego de creyentes entre las iglesias, ¿no puede ser el deseo, en algunos casos, de encontrar la tierra prometida de una iglesia más en consonancia con la praxis fundante de los albores del cristianismo? ¿No se requiere, asimismo, recuperar y actualizar los rasgos propios del protestantismo histórico? ¿No se hace imprescindible equilibrar las facetas individuales y colectivas; la teoría y la práctica; la dimensión cognitiva y emocional de la fe?
La libertad de las iglesias en el ámbito del protestantismo, como cualquier otra realidad, comporta luces y sombras. En ausencia de directrices jerárquicas externas, se hace necesario tener presente el marco normativo de la Palabra de Dios a través de una hermenéutica rigurosa que contemple los registros del lenguaje, el contexto histórico, social y cultural del momento en el que fueros escritos los textos y las aportaciones científicas que pueden ayudar a clarificar los escritos bíblicos.
Sin este esfuerzo, nos tememos que muchos Ulises continuaran fijando sus ojos en el mar estéril, llorando incansablemente…; sintiéndose extraños en su propia tierra.
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