Jesús de Nazaret parece profesar una querencia especial por los escritos del profeta Isaías[1]. No en vano, basa la reflexión con la que inicia su ministerio público en Nazaret abriendo en la sinagoga el rollo de ese libro, e invitando a sus vecinos de toda la vida a reconocer la presencia salvadora de Dios entre todos los seres humanos, también entre los malditos por la enfermedad, entre los pobres, los cautivos, supuestos signos del repudio divino:
El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el tiempo de gracia del Señor (Lucas 4, 16-30).
El texto que cita Jesús es el de Isaías 61, 1-2a. Es interesante la utilización selectiva que él hace de este pasaje del Antiguo Testamento. Porque esta profecía continúa: “…y el día de la venganza del Dios nuestro” (v. 2b). Y unas frases más tarde, el profeta sigue clamando: “Y extranjeros apacentarán vuestras ovejas, y los extraños serán vuestros labradores y vuestros viñadores… comeréis las riquezas de las naciones, y con su gloria seréis sublimes” (vv. 5-6).
Este especial uso de la Escritura parece indicar que Jesús no percibe la inspiración divina de la Biblia como algo estático, inamovible, sino como algo dinámico, orgánico, adaptable a la concreta situación que se vive. Jesús no quiere hablar, en ese momento, de la venganza de Dios, ni de extranjeros esclavizados por un pueblo de Israel triunfante y dominador, y detiene su lectura. El evangelista lo narra de una forma muy gráfica: “Y enrollando el libro, lo dio al ministro y se sentó” (Lucas 4, 20).
Los asistentes esperan, probablemente, que el maestro siga leyendo, y reivindique el poderío secular al que el pueblo judío está supuestamente destinado. Pero Jesús se siente libre de parar su lectura donde él quiere, y de centrar la atención de ellos en el paternal trato que Dios está dispuesto a dar a los más débiles y marginados de la sociedad: “Hoy se está cumpliendo esta palabra entre vosotros” (Lucas 4, 21). El maestro parece estar diciéndoles que la alegría de unos no tiene por qué estar basada en el sufrimiento de los otros.
La reacción de los presentes, intentando matarlo despeñándolo montaña abajo, será el anticipo de lo que ocurrirá tres años más tarde. El libro de Isaías puede leerse, ciertamente, con una mirada revolucionaria de paz y compasión[2].
Por ello, desde el comienzo de su vida pública, Jesús se compromete con lo más bajo del espacio social, allí donde confluyen todos los arroyos de la miseria humana: los pobres de pan y de cultura, los enfermos de cuerpo y de espíritu, los despreciados por la religión y la sociedad. Dios, en su Hijo-Profeta Jesús, quiere estar cerca de la miseria humana. De toda clase de miseria humana: de la angustia del ser humano frente a la fuerza ciega de las catástrofes naturales, como cuando los discípulos se ven sorprendidos por una tormenta, dentro de una pequeña barca de pesca sin defensa; del dolor de una madre por la muerte de su único hijo; del desamparo de la viuda, de la que todos abusan; de la desesperación del amigo asesinado por absurdos motivos políticos; de la soledad hiriente de todos los excluidos por la sociedad; del dolor físico en todas sus formas y grados de crueldad; del hambre, de la sed, del desamparo; del desprecio social más rudo, o del más refinado, en sus formas políticas, culturales o religiosas.
Frente al problema del mal, Jesús se coloca incondicionalmente del lado de las víctimas. Su vida profética es, en esencia, oposición a las fuerzas del mal, y la confirmación de que Dios está presente, con su amor y con su poder, para salvar a todos. A todos sin excepción; primeramente, a los pobres, a los anawim, que son los que piden a las puertas de las casas (como Lázaro en la parábola que aparece en Lucas 16, 19-31), y dependen siempre de otro para la mera subsistencia. Pero también a los ricos, amos y esclavos a la vez, pues las cadenas que los atan a sus riquezas, y los inmovilizan y paralizan, son muy difíciles de romper. En Jesús, Dios se hace presente para todos a través de su Reinado que viene[3].
[1] Según los evangelios sinópticos, Jesús cita al profeta Isaías unas cuarenta veces.
[2] Esta compasión divina, y la paz que produce en el creyente, hacen que las propuestas de Isaías no se contenten con presentar a Dios como un padre, sino algo mucho más revolucionario y radical, sobre todo para una sociedad patriarcal como la del profeta del Antiguo Testamento y la de Jesús. Isaías se atreve a presentar a Dios como una madre: “Porque así dice Jehová: He aquí yo extiendo sobre ella paz como un río, y la gloria de las naciones como torrente que desborda; y mamaréis, y en los brazos seréis traídos, y sobre las rodillas seréis mimados. Como aquél a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo” (Isaías 66, 12-13).
[3] TORRES QUEIRUGA, A. (1995): Recuperar la salvación. Para una interpretación liberadora de la experiencia humana. Ed. Sal Terrae, Santander, p. 129-130.
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