La juventud lucha por conseguir espacios de libertad, tanto en la sociedad como en las iglesias.
Los estados, al igual que las iglesias, se hacen grandes cuando hacen suyas las palabras del filósofo del siglo XVII, Baruch Spinoza (1632-1677): “Se hace ver que en un Estado libre es lícito a cada uno no sólo pensar lo que quiera, sino decir aquello que piensa”.
La libertad de pensamiento, que es fruto de vivir en un ámbito desprovisto de miedo a la represión, es el único caldo de cultivo para crear sociedades, o iglesias en su caso, integradas por seres capaces de desarrollar todas sus facultades y hacer aportes valiosos al bienestar general. Si uno de los fines más valiosos del Estado es garantizar la libertad de todos sus ciudadanos, el de la Iglesia es contribuir a crear seres verdaderamente libres, tal y como preconiza el Evangelio: mediante el conocimiento de la verdad. Aprender a pensar por uno mismo y, como matiza Spinoza, tener la libertad de poder expresarse libremente, es algo que dignifica a quienes son capaces de fomentar y defender la existencia de tales espacios de convivencia.
Una de las peores plagas que puede sufrir una sociedad, consecuencia de que se coarte la libertad de pensamiento o se le prive de la posibilidad de desarrollar sus facultades, es el destierro o la condena al silencio de sus “cerebros”. Ese es el peligro que amenaza a la sociedad española a causa de la crisis actual, crisis no solamente financiera sino de ideas, permitiendo que los jóvenes ingenieros, economistas, médicos, arquitectos, etc., tengan que buscar en el desván la vieja maleta de madera de los abuelos, para ir a buscarse la vida a Alemania, Inglaterra, tal vez China u otros destinos lejanos, en los que dejarán el fruto de aquello que fuera cultivado en su tierra de origen.
Ese mismo fenómeno se produce, por causas diferentes, en algunas iglesias, frecuentemente causado por la escasa visión de determinados dirigentes, que reducen de tal forma el espacio de las libertades, condicionan hasta tal punto la capacidad de pensar por si mismos de los fieles y, mucho más, la libertad de decir lo que piensan, o simplemente son incapaces de habilitar espacios de convivencia y desarrollo lo suficientemente extensos para las nuevas generaciones, que consiguen ir expulsando del recinto eclesial a todos cuantos superan la cota de su propia mediocridad, fuera por lo tanto del dominio y control de la autoridad establecida.
El culto a la libertad es absolutamente imparable en los tiempos que corren. Ahí tenemos, como ejemplo cercano, la “revolución” que se vive en estos días en los países del norte de África y pueblos colindantes del Medio Oriente; en algunos de ellos, como en Túnez y Egipto, una revolución triunfante prácticamente incruenta, aunque por el momento no sepamos ni podamos prever cual será su resultado final. Y algo digno de destacar, superadas las barreras religiosas de sus mayores, los jóvenes “rebeldes” no exponen sus vidas tanto por imponer una determinada ideología sino por conquistar la libertad de ser y pensar por sí mismos. Las nuevas generaciones reniegan de los sátrapas y de los dictadores y buscan espacios de libertad en los que poder pensar y expresarse con libertad; y ganarse la vida, que no es poco. Y esos jóvenes son los mismos que luego asistirán a sus iglesias, mezquitas o sinagogas, donde a veces, sin ser capaces de verbalizarlo como consecuencia de la opresión ancestral, se sienten comprimidos y buscan igualmente poder desarrollar sus potencialidades espirituales e intelectuales en un clima de libertad, que con frecuencia se les niega.
Es hora de abrir los ojos y ver qué está ocurriendo a nuestro alrededor; tanto en la sociedad como en las iglesias que, al fin y al cabo, son una prolongación de aquella. Tener plena conciencia del mundo en el que nos movemos será la única forma de conocer los procesos de cambio que vivimos a los que, necesariamente, debe ajustar la Iglesia su mensaje y su conducta; el gran pecado de muchos dirigentes religiosos es vivir de espaldas a los procesos de cambio social. Una vez que conocemos la realidad que nos circunda, el mundo en el que vivimos, no el de nuestros antepasados cercanos o remotos, por muy venerables que sean, estaremos en condiciones de actuar responsablemente, buscando y aplicando los recursos necesarios. Ver, juzgar y actuar sigue siendo una buena herramienta para llevar a buen puerto nuestros compromisos sociales y religiosos ya que, al fin y al cabo, no podemos disociar nuestra condición de ciudadanos de este mundo con la de aspirantes a ocupar una plaza en Reino de los Cielos.
Febrero de 2011