A mi mujer Miriam y a mí nos encanta viajar, todos los que nos conocéis lo sabéis. Hacer kilómetros en la carretera no es nada difícil para nosotros. Nuestras tres niñas -tengo que reconocer que son extraordinarias- se han acostumbrado desde el primer momento a acompañarnos en los viajes, que en muchas ocasiones son de más de veinticuatro horas, y han aprendido a disfrutar de todo lo que ven; de las conversaciones, de los juegos, de las comidas con amigos y las noches durmiendo en cada casa diferente… Han crecido disfrutando de mil y una cosas divertidas que encontramos en cada viaje.
Seguro que muchos de los que estéis leyendo este artículo estaréis pensando que lo nuestro es casi un “milagro”. Lo normal es que los niños se cansen, se aburran y terminen peleando por cualquier cosa. “No me deja sitio” “Me ha tocado” “No me deja dormir” «No quiere jugar conmigo” y hasta “me está mirando mal” suelen ser algunas de las frases preferidas de los niños durante el viaje, elevando el nivel de frustración de los padres hasta límites insospechados. «Quiero que cierre la ventanilla» o «Quiero que abra la ventanilla» suele ser el paso intermedio hasta llegar a la tan temida pregunta que se repite una y otra vez: “¿Papá, cuanto falta para llegar a casa?”
Conforme va pasando el tiempo ya no sabemos quién tiene más ganas de llegar, si los niños o nosotros. Sea cual sea la longitud del viaje, todas esas discusiones hacen que acabe pareciendo mucho más largo y desde luego aburrido y frustrante. Esa quizás es la razón principal por la que cuando la familia llega a casa, los padres suelen decir: “Niños, por fin llegamos, ya podéis dejar de pelear”
Cuando pensamos en esas situaciones, todos los padres sabemos que las peleas de los niños son pequeñas luchas de poder. Quieren demostrar que mandan más que sus hermanos, sus familiares, sus amigos, e incluso que pueden llegar a dominar a sus propios padres si se dejan.
A mí me encantan las historias, y estoy completamente “enamorado” de la manera en la que el Señor Jesús enseñaba: Siempre sabía explicar una parábola, una historia o un ejemplo llegando al corazón de la gente. De hecho, ningún otro maestro en toda la historia de la humanidad es tan admirado como Él. Enseguida sabrás a dónde quiero llegar, porque cada vez que salgo de viaje pienso en nuestra propia vida. La Biblia dice que es como un peregrinar constante, y no está de más recordar que se pasa mucho más rápido de lo que pensamos.
Conozco a bastantes personas que no son capaces de disfrutar en ese viaje. Pueden existir cientos de razones diferentes para ello: aburrimiento, excesivo control, tristeza, soledad, frustración, envidia, falta de entusiasmo, amargura… Para decirlo de una manera muy sencilla: El problema es siempre no saber disfrutar de Dios y de todas las cosas que Él hace, y no estar contentos con nosotros mismos. Por mucho que algunos tengan o alcancen, parece que vivan casi siempre de mal humor.
Mencionaba lo de los niños, porque en los últimos años hemos conocido problemas en diferentes familias, iglesias, denominaciones y organizaciones evangélicas. Perdóname que hable de esta manera, porque jamás querré juzgar (sólo Dios puede hacerlo) quién tiene razón o quién no. Y tampoco quiero enseñar cuál debe ser nuestra actitud o nuestras motivaciones… Todos podemos llegar a estar equivocados en muchos momentos de nuestra vida, más vale recordarlo.
De la misma manera que necesitamos recordar siempre que el Señor Jesús dijo que todos nos conocerían por el amor que tenemos y demostramos unos a otros.
El «punto sin retorno» lo traspasamos cuando las personas comienzan a hablar en sus conversaciones (¡y en sus discusiones!) de «nosotros» y «ellos». A partir de ese momento, cualquier problema, por muy sencillo que pueda parecer, ya no tiene remedio. Y vuelvo a repetir que no quiero juzgar a nadie, porque al final todos tienen razón. Puedes hablar hasta con cinco grupos diferentes enfrentados en la misma Iglesia y todos te darán razones “espirituales” para hacer lo que están haciendo.
Perdóname que escriba de una manera tan personal. Estoy de acuerdo en que quizás tengo poco derecho a hacerlo, pero si realmente queremos hacer todas las cosas de una manera espiritual (es decir, de acuerdo al Espíritu de Dios) deberíamos recordar lo que está escrito en la Biblia para aplicarlo en muchas de estas situaciones:
“Porque donde hay celos y ambición personal, allí hay confusión y toda cosa mala. Pero la sabiduría de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, condescendiente, llena de misericordia y de buenos frutos, sin vacilación, sin hipocresía. Y la semilla cuyo fruto es la justicia se siembra en paz por aquellos que hacen la paz”. (Cf. Santiago 3:16-18)
Dios nos ha regalado el derecho a pensar de una manera diferente en los detalles, ¡Incluso podemos llegar a tomar decisiones diferentes y a veces casi contradictorias! Lo hace básicamente por la misma razón por la que a nosotros nos encanta que nuestros hijos sean diferentes.
Lo que a Dios le desagrada profundamente es que vivamos enfrentados por esas pequeñas diferencias. Él espera que seamos capaces de derrochar hacia los demás la misma Gracia y el mismo Amor que Él puso en nuestro corazón. De esta manera los que nos rodean podrán comprobar que somos hijos suyos. No tanto por lo que «decimos» que creemos, sino por nuestra manera de vivir en la misma gracia con la que Dios nos trata a nosotros. Vivir tan adentro del Señor Jesús, que nos lleguen a confundir con El. Eso es el cristianismo.
Dios sabe que los problemas se pueden resolver en una paz sembrada por todos los que hacen la paz. Esa es la razón por la que llama hijos suyos a los pacificadores. Y su Iglesia es el único “organismo” en el que las personas pueden, deben y saben vivir en paz, sobre todo cuando aparecen las diferencias. Porque al final, todos los que le amamos a Él somos parte de esa misma Iglesia. Y lo somos, no porque a nosotros se nos hubiera ocurrido, o nuestra vida lo merezca, sino porque nuestro Padre lo quiso.
Al final, parece que olvidamos lo que ocurre con nuestros hijos: Todas las luchas tienen que ver con el poder, con querer mandar más que nuestros hermanos y ¡Si nos dejaran! llegar a tener más poder que nuestro propio Padre Celestial. Desgraciadamente este no es un descubrimiento del Siglo XXI; siempre tenemos que recordar que lo que más les preocupó a los discípulos cuando estuvieron con el Señor, fue aquella famosa pregunta:
«¿Quién es el mayor?»
Nosotros no somos mejores que los discípulos. Recientemente, en medio de una de estas discusiones «eclesiales» alguien teóricamente conocedor de la Biblia dijo refiriéndose a «los otros»: «Tienen que recibir lo que merecen”. Parece que lo más importante de todo era que “ellos” sufrieran las consecuencias de lo que teóricamente habían hecho.
Cuando volví a casa y pensé en la frase, me asusté.
Si realmente tuviéramos lo que merecemos, TODOS estaríamos muertos. No importa lo buenos que creamos ser o todo lo que «hayamos hecho para el Señor» en nuestra vida. Gracias a Dios (¡y nunca mejor dicha esta frase!) Él nos regaló su Gracia para que disfrutemos PARA SIEMPRE de lo que jamás hubiésemos merecido NI POR UN SÓLO MOMENTO.
Por favor, no quiero que estas palabras parezcan una lección espiritual ni un «sermón» dirigido a los «carnales», porque todos sin excepción estamos en el mismo barco, como decimos aquí en mi tierra…
A veces me imagino el momento en el que lleguemos a la presencia de Dios después de terminar nuestro viaje. Hablando de una manera “corporal”, creo que todos abriremos nuestros ojos asombrados por lo que vemos; inmensamente felices por encontrarnos allí, sin poder reprimir nuestras lágrimas de alegría contemplando el lugar al que hemos llegado, comprobando que todo nuestro dolor y sufrimiento pasó, y jamás va a volver. Nos arrodillaremos a los pies del Señor porque no sabremos cómo agradecerle que nos haya invitado a Su Casa y que además quiera que vivamos permanentemente con Él, como herederos de los cielos nuevos y la tierra nueva.
Es curioso, pero nos sentiremos más indignos que nunca, y más felices que nunca… ¡Al mismo tiempo!
Sonreiremos una y otra vez y abrazaremos a todos sin distinción, porque a partir de ese mismo momento ya no existirán personas desconocidas. Buscaremos a aquellos a quienes amamos y que quizás hace mucho tiempo que no habíamos visto para comenzar a darnos cuenta de que tendremos «toda una eternidad» para estar juntos sin tener que separarnos nunca más.
Estoy completamente seguro de que todos vamos a llorar de emoción y abrazar sinceramente a aquellas personas que no fueron capaces de perdonarnos antes… y a otros a los que nosotros (a pesar de todo) tampoco habíamos perdonado.
Lo único que “temo” es que la primera frase que nuestro Padre Celestial tenga que decirnos cuando todos estemos juntos allí, sea:
“¡Bienvenidos a casa, hijos míos….! Ya podéis dejar de pelear”.
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