Posted On 30/04/2013 By In Opinión With 3442 Views

Emilio Castro

Hace poco más de dos semanas Emilio Castro dejó de estar con nosotros. Su vida puede ser comprendida como una serie de luchas constantes. Nunca bajó la guardia, fuesen cuales fuesen los que se le oponían. Las fuerzas que actúan en sentido contrario al Reino de Dios, las que se muestran arrogantes y decididas a mostrar su adhesión a la injusticia y al egoísmo no pudieron doblegar al Pastor Castro. Cuando llegó al final de su vida tuvo la alegría de los que vencen: fueron legión quienes lo acompañaron. Han de formar nuevas legiones aquéllos que estarán a su lado cuando sus cenizas encuentren lugar junto a las de Gladys, su amada compañera.

Estábamos en Montevideo con mi esposa Violaine, ya casi con un pie en el avión para emprender nuestro regreso a Suiza, cuando sin que lo esperáramos, Emilio apareció en el aeropuerto para darnos un abrazo, que fue el de nuestro adiós. He pensado antes y después de su partida definitiva que hay personas que, gracias a la entereza de su vida dejan la marca del paso de su ser, graban el sello de su espíritu, aunque puedan cambiar las circunstancias en las que se encuentren, pasar por peripecias muy dramáticas. Llegamos a registrar cómo se transforman, dejando rastro de cómo se confirma su temperamento. Éste adquiere a lo largo del proceso de la existencia de estas personas una fibra que permanece y perdura. Es propio de una manera de ser que revela una identidad que se transparenta con diafanidad. Pocos son aquellos que se exponen a las exigencias de la transparencia. Diciéndolo con otras palabras: los que son de una sola pieza tienen el coraje de actuar de manera íntegra. Es a ellos a quienes podemos aplicar el dicho español: “Genio y figura hasta la sepultura”.

Recordaremos siempre a Emilio como uno de los que han dado garantía y validez a este modo de ser. Desde pequeño consiguió destacarse, Comenzó a visitar la Iglesia Metodista del barrio de La Aguada, y a asistir a su escuela dominical. Fueron diez hermanos y hermanas que para poder asistir a clase debían trabajar. Cuando terminó sus estudios preuniversitarios, decidió continuar su formación en teología, motivo por el que se trasladó a Buenos Aires, obteniendo una beca para estudiar en la Facultad Evangélica de Teología. Al terminar la primera fase de sus estudios teológicos se casó con Gladys Nieves. Fue entonces cuando la Iglesia Metodista lo designó para ser pastor de la Iglesia de Trinidad, una pequeña ciudad situada en el centro del país. Poco tiempo después las autoridades metodistas tomaron la decisión de enviarlo a Basilea, donde enseñaba Karl Barth, que era el gran teólogo de aquellos tiempos. Castro pudo aprovechar de la sabiduría del profesor de Basilea, donde brillaban otros docentes como Oscar Cullmann, Edouard Thurneysen, Wilhelm Vischer, y otros. En la universidad renana también daba aulas de filosofía Karl Jaspers. En los debates que tocaban temas relativos a la vida de la iglesia, el nombre de Dietrich Bonhoeffer era citado cada vez con mayor frecuencia.

Luego de dos años de estudios de maestría, los responsables de la Iglesia Metodista del Río de la Plata nombraron a Castro y a su esposa para ejercer su ministerio en la Iglesia de La Paz, Bolivia. Los desafíos que planteaba la situación boliviana eran muy grandes: pocos años antes el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) había ganado las elecciones nacionales. Víctor Paz Estenssoro ocupó la presidencia durante un período de cuatro años, continuando Siles Suazo el gobierno. Si bien la obra metodista no era muy importante en lo institucional, sus dirigentes -entre los que Emilio Castro era una de las personalidades más destacadas- descollaban en el país del altiplano. Castro quedó en Bolivia poco más de dos años, llegando a destacarse como educador y -sobre todo- como uno de los teólogos latinoamericanos de mayor enjundia. De Karl Barth aprendió que la autoridad de la Biblia es de la mayor importancia en la vida de la Iglesia; a partir del mensaje bíblico que habla al creyente actual, los evangélicos renuevan el mensaje y el conocimiento espiritual constantemente. Castro, como también lo hicieron otros teólogos latinoamericanos jóvenes, dejó claro en su predicación que Dios, el Padre de Jesús, es Señor de la historia. Por lo tanto, reflexionar teológicamente de manera vital exige pensar teniendo en cuenta al Señorío de Dios en los procesos que nos corresponde vivir. Castro insistió que hacer esto sólo es posible cuando tomamos en cuenta la Palabra de Dios viva, relacionada con los acontecimientos que vivimos. Los teólogos tiene que hacer claros, significativos, los símbolos de la fe. Por un lado, confrontan a los seres humanos el misterio de Dios. Por otro lado, la Palabra de Dios abre la puerta para entender ese misterio. Como tal, es la fuente que nos indica cómo podemos llegar a comprender a Dios, qué debemos hacer y por qué. Así, cuando hacemos teología, intentamos interpretar el mensaje de la Palabra de Dios. Dios ha hablado, y sigue hablando. En muchos momentos, ese mensaje nos sorprende. Por eso, el teólogo tiene que mantener vivo, despierto, el servicio de ser embajadores de Dios.

La predicación de Emilio Castro cumplió con esta exigencia. Fuimos miembros de la Iglesia Central de Montevideo, y tuvimos siempre la gracia de recibir un mensaje vital, actual, cuando asistíamos a sus cursos y Emilio Castro tenía la responsabilidad de predicar. Fue una experiencia que muchas veces nos hizo recordar algunas páginas de Blas Pascal, en las que nos comunica que el estudio y la explicación de la Palabra de Dios son como una lucha en la que nos confrontamos con el misterio divino. Emilio Castro nos llevó a comprender que el estudio de la Biblia, cuando se reconoce y respeta el misterio divino, es camino que conduce a Dios. Como lo decía el pensador francés: “¡Fuego! Dios es Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob! Dios de vivos y no de muertos”. Emilio siempre insistió en que el estudio de la Biblia es una lid.

En la Epístola a los Hebreos leemos un texto que explicita esta función del mensaje bíblico: “Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras del alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta” (Heb. 4.12-13). Tengo la convicción de que la predicación de la Palabra llega a quien la escucha y tiene lugar cuando el predicador, que posee el don para compartir el sentido del mensaje con aquellos que se reúnen en asamblea, transforma ese momento en una verdadera experiencia espiritual. El predicador entiende lo que la comunidad quiere plantearle. Muchas veces los parroquianos, y quienes van al culto dispuestos a recibir orientación para su vida, no necesitan de explicaciones muy detalladas de sus problemas. Anhelan palabras que les puedan guiar, confirmarles su fe y que puedan brindarles ayuda en su vida diaria.

El predicador puede llegar a ser un heraldo de Dios si busca, de manera primordial, ofrecer un mensaje que presente y desafíe a la asamblea de creyentes proclamando la misión de Dios. Emilio Castro, pese a su corta experiencia boliviana, se puso al servicio de los aymaras, de los quechuas y otras etnias del Altiplano, y aprendió a responder a los retos del pueblo boliviano. Ese bagaje ganado en Bolivia le fue de gran ayuda al ser responsable de la Iglesia Metodista Central de Montevideo; el impacto de la misma en varios sectores de la ciudad creció constantemente mientras Castro fue predicador en la comunidad central. Cuando los recuerdos de aquellos años vuelven a mi mente, siento —junto con otras hermanas y hermanos con quienes tuve el privilegio de escuchar a Emilio cada domingo— que tuve una intensa experiencia de renovación de mi fe individual. Fue una vivencia que trascendió lo personal, pues llegó a otras dimensiones socio-culturales de la vida del pueblo metodista.

Debo decir que la Iglesia Metodista en el Río de la Plata (sólo a partir de la mitad de la década de los años1950 se puede comenzar a indicar de modo propio la existencia de la Iglesia Metodista del Uruguay) recibió la influencia de un estilo de vida pietista. No podía ser de otra manera; la renovación de la Iglesia de Inglaterra (Anglicana) tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XVIII cuando un grupo de jóvenes estudiantes de teología, preocupados por la vacuidad de la vida cristiana que constataban en la Iglesia oficial, decidieron transformarla, para lo cual crearon “los grupos de 10”, llamados “sociedades metodistas”. En ese grupúsculo estaban Juan y Carlos Wesley, Whitfield, y otros que se sentían atraídos por la espiritualidad de la Iglesia Morava. Los Wesley no quisieron fundar una nueva iglesia. Fue en el transcurso de finales del siglo XVIII que en Estados Unidos surgió la Iglesia Metodista.

Como se ha dicho previamente, la teología metodista recibió una fuerte influencia de la Iglesia Morava: una espiritualidad pietista y una moral puritana. Estas tendencias predominaron en la Iglesia Metodista del Río de la Plata, sobre todo gracias a la predicación de misioneros estadounidenses y británicos. La situación comenzó a cambiar cuando terminó la Segunda Guerra Mundial. En América Latina, poco antes de la mitad del siglo XX, se fueron gestando ideologías populistas y nacionalistas, que influyeron en sectores de la juventud y laicos de las iglesias y que contribuyeron a que el pensamiento y acción del metodismo iniciara un proceso de cambios. Luego de un período que puede ser caracterizado por tendencias espiritualistas pietistas, individualistas, y una moral puritana (el libro de John Bunyan es un clásico de la literatura producida y apreciada por quienes aún sostienen este tipo de pensamiento), fue surgiendo una generación de teólogos y laicos jóvenes que, al mismo tiempo que se interesó por los progresos del movimiento ecuménico, señalaba inequívocamente que la misión no es nuestra, que de acuerdo al pensamiento bíblico la misión es de Dios, y que exige “estar y ser en el mundo, sin ser del mundo”. Entre quienes fueron tomando conciencia que la misión es de Dios, encarnada en Jesucristo, y que se cumple cuando la Iglesia da prioridad al testimonio del evangelio del Reino de Dios, como lo hizo Jesús, hubo un grupo de teólogos que tomaron conciencia que la tarea misionera es de Dios. Emilio Castro formó parte de esa comunidad, al igual que José Míguez Bonino, Federico Pagura, Miguel Ángel Brun, Wilfrido Artús y ya no volvieron a hablar de una “misión metodista”, o “bautista”, o “católico romana”, etcétera. La misión no es propiedad de ninguna institución eclesiástica. La misión de Dios se refiere al don divino y a la buena nueva de la gracia, a la fe que nos permite tener el coraje de creer, al amor que nos permite entender a Dios. Teniendo en cuenta la misión de Dios y su misterio reconocemos que Dios se dirige a personas, mujeres y hombres, de todas las culturas.

La misión de Dios tiene lugar para todas y todos. El puritanismo y el pietismo individualista desean no correr riesgos; les motiva un tipo de comportamiento que evita una actitud como la que Jesús mostró en el camino que lo llevó a la cruz. La ética puritana y la espiritualidad pietista manifiestan una posición defensiva: se caracterizan por negar las oportunidades que Dios nos ofrece. En cambio, la renovación de la mente a la que nos invita el evangelio no evita peligros que pueden amenazar a los creyentes. Esta disposición puede hacernos caer en apuros, pero muchas veces es necesaria para hacer patente las señales del reino de Dios que viene. La misión de Dios señala que lo que ocurre en la historia apela la atención de Dios. Como se decía cuando comenzamos a hablar de “misión de Dios”: debemos vivir con la Biblia en una mano y el periódico en la otra. La misión de Dios nos hace entender que los acontecimientos que nos ocurren interesan a Dios: debemos hacer frente a algunos de ellos, y afirmar otros que nos acercan el reino de Dios.

Hemos dicho antes que esta concepción de la misión nos llama a la unidad. Fue la convicción de Emilio Castro. Es una posición de apertura al misterio de Dios en la historia. Es uno de los primeros anuncios de Jesús según el Evangelio de Marcos, donde el evangelista registró que “Después que Juan fue entregado, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: “el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc. 1.15). Castro fue un lector atento y cuidadoso de los procesos de nuestra época. Tomó en consideración que el anuncio de “las buenas nuevas” exige examinar la historia de nuestro tiempo, y que tenemos que estar dispuestos a participar en lo que ocurre. El Reino de Dios está próximo; por lo tanto necesitamos decidir si vamos a servir el Reino o no. Cuando nos damos cuenta de que no andamos por la senda que Dios nos indica, es bueno arrepentirnos. Los cambios y las transformaciones son necesarios; creer en el Evangelio, en “las Buenas Nuevas” nos transforma en colaboradores de Dios. Llegar a serlo es propio de un momento de fe, de coraje.

Quiero recordar brevemente momentos de la vida de Emilio Castro cuando no sólo fue inspirador, un mentor que ayudó a otros a participar, sino además fue un actor de primer plano. Llevó a otros a pensar y además, pensó junto con otros. Estaba dispuesto a aceptar posiciones de quienes no compartían sus opiniones. Esta práctica de la tolerancia y de actitud constante de diálogo, llegó a ser difícil, dura de mantener en Uruguay, donde poco a poco, debido a los hechos que ocurrieron entre 1958 y el fin de la década de los años 1970, la población fue inducida al fanatismo y el dogmatismo. Para un cristiano como el Pastor Castro, la cuestión era: Cómo mantener vivo el espíritu de reconciliación (2 Cor. 5:11-6:13). A medida que los hechos iban agravando la situación, era cada vez más difícil mantener vivo el ministerio de reconciliación. Las fuerzas de la reacción recurrieron a medios cada vez más violentos para acallar las voces, como la de Emilio Castro, que buscaban justicia y paz, señales del Reino de Dios. Durante los años 1960-1972 las posiciones de derechas se reforzaron. Fue difícil defender los derechos humanos y las libertades del pueblo. Uruguay no fue una excepción: Brasil, Chile, Bolivia, Argentina y otras naciones latinoamericanas sufrieron el asalto de la reacción. Emilio Castro, a pesar de su firme actitud no violenta, fue atacado por grupos antidemocráticos. La tortura fue aplicada en forma creciente. Hubo desaparecidos. Los templos de algunas comunidades evangélicas fueron dañados por aquellos que rechazaban la libertad y la justicia.

En 1973, las amenazas a Emilio Castro y a su familia llegaron a situaciones muy peligrosas, insoportables. El pastor Castro tuvo que exiliarse con los suyos. El Consejo Mundial de Iglesias, que lo había invitado reiteradamente a formar parte de su personal ejecutivo, lo designó director de la Comisión de Misión Mundial y Evangelización. Philip Potter, que fue el antecesor de Emilio Castro, fue elegido para la Secretaría General del CMI. La orientación que ambos —Potter y Castro— dieron a los programas sobre la misión combinó el testimonio evangélico con el mensaje liberador de defensa y promoción de los derechos humanos y la justicia. Emilio Castro y Philip Potter fueron apasionados protagonistas del movimiento ecuménico. Potter (1921), refiriéndose a la misión, recordó palabras que siempre tuvieron eco favorable en el pensamiento de Emilio Castro. Recordó el inicio del Salmo 24: “De Dios es la tierra y cuanto hay en ella, el orbe y los que en él habitan”. Es una convicción fundamental sobre la misión, que pone de relieve la acción ecuménica. El ecumenismo y la misión buscan el diálogo y la comunión entre las iglesias, las diferentes religiones y las naciones.

Emilio Castro dio testimonio de esta orientación de su espíritu a través de modos concretos y diversos: durante sus años mozos fue dirigente de movimientos ecuménicos. Al volver a Montevideo, después de haber servido en Trinidad y La Paz, ocupó la presidencia de la Fraternidad de Cristianos y Judíos (1957-1966). Entre las varias responsabilidades que asumió a nivel internacional, debemos mencionar la vicepresidencia de la Conferencia Cristiana por la Paz, además de haber sido miembro de su Comité de Trabajo. En América Latina fue asesor de la Federación Mundial Cristiana de Estudiantes (FUMEC). En 1964 fue designado Secretario General de Unelam (Comité por la Unidad Evangélica Latinoamericana), posición que tuvo en Montevideo hasta la fecha de su exilio en Ginebra en 1973. No es posible dejar de tener en cuenta la función que desempeñó a través de todo el proceso que llevó a la creación del Consejo Latino Americano de Iglesias (CLAI). Estuvo involucrado en muchas otras entidades ecuménicas: ya hemos mencionado su responsabilidad de director de la Comisión de Misión y Evangelización del Consejo Mundial de Iglesias (1973-1984).

En 1985 fue elegido Secretario General del Consejo (CMI), y permaneció en ese cargo hasta 1993. Siempre, a través de esta trayectoria, consiguió expresar su espíritu ecuménico, su entrega a la reconciliación, su pasión por la defensa y la promoción de los derechos humanos, su amor a la libertad.

Hay muchas otras expresiones de los dones que Emilio Castro recibió de Dios. Entre ellas, hay una que sobresale: su interés permanente y su compromiso por que se reconociese y valorase el trabajo y el papel de las mujeres en la vida de la Iglesia, particularmente en el movimiento ecuménico y en la sociedad. Esta atención de Emilio Castro se manifestó en América Latina. Aun recuerdo que, con ocasión de la reunión conjunta de organizaciones ecuménicas que tuvo lugar en Piriápolis, Uruguay (Diciembre 1967: Ulaje, Celadec, el sector femenino de Unelam e ISAL): invitó a participar a Brigalia Bam, que dirigía el trabajo sobre “Mujeres en la vida de la Iglesia” del Consejo Ecuménico. Y esa actitud fue una constante en su trabajo: abrir el espacio para las mujeres.

El 6 de abril de 2013, Óscar Bolioli, Presidente de la Iglesia Metodista en Uruguay, me llamó por teléfono para compartir la triste noticia de la muerte de Emilio Castro. La presencia física del amigo y pastor ya no nos acompaña. Guardamos su preciosa memoria, que continúa desafiándonos a comprometernos siempre más en la misión de Dios, en el movimiento ecuménico, con un sentido de justicia, paz y libertad. Emilio fue siempre el mismo: “Genio y figura, hasta la sepultura”.

Julio de Santa Ana
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