5 de febrero, 2021
“Ahora, en efecto, nuestro saber es limitado, limitada nuestra capacidad de hablar en nombre de Dios… Ahora vemos confusamente, como por medio de un espejo; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco sólo de forma limitada; entonces conoceré del todo, como Dios mismo me conoce” (1 Cor. 13:9, 12 BTI)
Cuando hablamos de Dios, hablamos a tientas. Y ello, a pesar de su manifestación a través de la carne de Jesús de Nazaret. Seguimos conociendo de forma limitada, todavía no vemos a Dios cara a cara, nos enseñará Pablo (1 Cor. 13:12). De ahí que debamos ser muy cuidadosos a la hora de hablar de Él. Y si lo hacemos, debemos hacerlo con temor y temblor.
Con temor y temblor afirmamos que debemos dejar conducirnos por el criterio del amor, y no por el criterio de la ira y la venganza. En las Escrituras hallamos dos clases de textos: los que expresan ira y venganza, y los que expresan el amor de Dios hacia la humanidad. No debemos fijar nuestra vista y atención en los textos de la ira, sino en los textos del amor de Dios hacia los hombres y mujeres que pueblan nuestro mundo. Dependiendo de donde pongamos nuestro entendimiento espiritual, así hablaremos de Dios y lo manifestaremos, en su gracia, a través de nuestra vida personal y/o comunitaria.
¡Equilibrio! Nos vocearán algunos. Pero hemos decir que el amor siempre -y digo siempre- debe ahogar la ira. No al contrario. Es algo que permea todas las Escrituras. En el Dios de Jesús existe un desequilibrio a favor del amor: «Tanto amó Dios al mundo, que no dudó en entregarle a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo para dictar sentencia de condenación contra el mundo, sino para que por medio de él se salve el mundo» (Jn. 3:16-17 BTI).
En medio de un mundo donde reina el caos y el sufrimiento, Dios, como antaño en Israel, nos habla en el lenguaje de la cruz, y no de la ira. No significa que a Dios le traiga sin cuidado el mal y la injusticia, más bien al contrario. Porque le preocupa el mal reinante en nuestro mundo, desea que las gentes sean salvas de este modelo de sociedad, y envía a su Hijo a fin de salvar, y no condenar a las gentes. Escribiría Pablo, «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los seres humanos sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:19-21 RVR1960). Y
También la voz del profeta Isaías (Isaías 54:1-10) camina por el derrotero del amor. La voz del profeta es la voz de Dios, y viceversa, cuando escribe: «en un arrebato de cólera te oculté por un momento mi rostro, pero te quiero con amor eterno dice tu redentor, el Señor» (Isa. 54:8 BTI). ¡Dios jura no volver a encolerizarse, ni a apelar a la amenaza! Podemos, debemos indignarnos por el escenario que ofrece nuestro mundo, pero nunca debemos habitar en la indignación constante, sino en la fe que obra a través del amor (Gál. 5:6). No hay otro camino, el camino del amor (1 Cor. 13) para las personas que pretendemos seguir a Jesús de Nazaret. Ese es el camino que constantemente nos señala Dios, a fin de que lo transitemos.
Acabo, porque debo finalizar, apelando a la Palabra que nos sale al encuentro a través del texto que afirma de forma categórica: «Me ocurre como en tiempos de Noé, cuando juré que las aguas del diluvio no inundarían otra vez la tierra: juro ahora no encolerizarme ni volver de nuevo a amenazarte. Aunque se muevan las montañas y se vengan abajo las colinas, mi cariño por ti no menguará, mi alianza de paz se mantendrá dice el Señor, que te quiere» (Isa. 54:9-10 BTI). Una esperanzadora posdata de la carta escrita en la carne de Jesús, nuestro Mesías, Señor y Maestro. Dios condena a la humanidad, sino que la salva en Jesucristo. Y para experimentar esa salvación aquí y ahora uno debe fijar su vista en aquel hombre que fue levantado en una cruz. El que lo mirare, creyendo, disfrutará desde ya una vida que trascenderá la muerte. Nada más, ni nada menos.
Sola Gracia
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