En el contexto de la crisis entre Estados Unidos y Siria, repetidamente me preguntan sobre temas escatológicos. Por ejemplo, sobre el cumplimiento de las profecías bíblicas, la destrucción de Damasco, y la gran batalla del Armagedón. Además, en estos días desde Jerusalén he estado en varios medios de comunicación, respondiendo a inquietudes y afirmando la importancia de la paz en el mundo, particularmente en el Oriente Medio.
En medio de esos diálogos, sale con insistencia el tema de la religión, particularmente su importancia y contribuciones en momentos críticos y determinantes de la historia de los pueblos. La religión, que debe ser fuente de paz, seguridad y justicia, se ha usado como agente de disputa y como parte del conflicto en esta distante región del mundo.
Respecto a estos asuntos, debo indicar con claridad lo siguiente: Los problemas en el Oriente Medio no son religiosos, sino políticos. Y aunque reconocemos que el Islam juega un papel protagonista en esta región convulsionada del mundo, la verdad es que las dificultades se relacionan con los sistemas de gobierno dictatoriales, las injusticias sociales y económicas que han vivido esas comunidades durante siglos y, entre otras, las influencias de Occidente en esos gobiernos despóticos, que se han llevado una considerable parte de sus recursos naturales (p.ej., el petróleo).
La religión ciertamente es muy importante en estas sociedades, pero el corazón de los conflictos no es teológico, sino político: Por ejemplo, la distribución de las tierras y las aguas, las ocupaciones militares, la indefinición de las fronteras, la hegemonía regional, y la insurrección y los conflictos entre diversos grupos islámicos. Y en medio de estas inestabilidades, están los grupos cristianos que se ven heridos continuamente por todas estas dinámicas de violencia.
En ese complejo mundo de política nacional e internacional, la religión debería jugar un papel positivo y liberador. La verdad es, sin embargo, que el extremismo religioso, lejos de contribuir al avance de las negociaciones responsables de paz, justicia y respeto a los derechos humanos, polariza los grupos armados y distancia los sectores diplomáticos. La religión, cuando se manifiesta en modalidades irracionales, complica los diálogos, hiere profundamente a los protagonistas de los conflictos, y disminuye las posibilidades de alcanzar acuerdos justos, perdurables y aceptables.
En esos ambientes socio-políticos tan complejos, la religión necesaria es la que se preocupa por el bienestar humano y por la dignidad de las personas, más que en las ceremonias y las declaraciones teológicas. No son pertinentes las religiones y teologías que enfatizan continuamente la maldad y las imperfecciones de la gente, pues son temas que afectan de forma muy profunda la autoestima individual y los valores nacionales. Aprecio, sin embargo, los grupos de fe que se dedican a destacar el potencial de restauración y la capacidad de recuperación que tienen las personas. Me alegran las manifestaciones de piedad que ponen claramente de manifiesto el poder restaurador y liberador de la fe.
La Tierra Santa y la humanidad no necesitan más guerras ni religiones irracionales que le den prioridad a la condenación de los infieles sobre la transformación de la gente. ¡No es el camino de la superstición religiosa el que lleva a la vida plena! Lo que mueve al disfrute de la convivencia pacífica, responsable y digna, es la espiritualidad saludable que respeta las diferencias, afirma las individualidades y reconoce los derechos humanos.
La religión pura y sin mácula es la que se preocupa por la gente cautiva, atiende a las comunidades en crisis, supera los prejuicios, se sobrepone a las discriminaciones, y entiende que el camino de la paz, en el Oriente Medio, la Tierra Santa, Europa y las Américas, es el que se fundamenta en la justicia.
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