“Los pobres han marcado el verdadero caminar de la Iglesia. Una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar desde los pobres las injusticias que con ellos se cometen no es verdadera Iglesia de Jesucristo… Y por eso la Iglesia sufre el destino de los pobres: la persecución. Se gloría nuestra Iglesia de haber mezclado su sangre de sacerdotes, de catequistas y de comunidades con las masacres del pueblo, y haber llevado siempre la marca de la persecución.” (Homilía de 17 de febrero de 1980, Arzobispo Óscar Arnulfo Romero)
El siglo guerrero[1]
En ocasión de celebrarse el primer centenario del premio Nobel de la Paz, en diciembre de 2001, en Oslo, Noruega, el eminente historiador británico Eric Hobsbawm dictó una conferencia bajo el título “Guerra y paz en el siglo veinte”.[2] A partir de sus observaciones, podemos llegar a las siguientes conclusiones:
- Las guerras del siglo veinte han sido las más mortíferas en la historia de la humanidad. Causaron, directa o indirectamente, aproximadamente 187 millones de muertes. Proliferaron las guerras de todo tipo y los impresionantes adelantos en la tecnología militar multiplicaron geométricamente sus consecuencias fatales.
- Se erosionó, en ese siglo veinte, la distinción, fundamental para las doctrinas clásicas de la guerra justa, entre combatientes y civiles. La guerra dejó de visualizarse como conflicto entre ejércitos y se convirtió en confrontación entre naciones. De Guernica a Hiroshima hay una fatal y trágica continuidad lógica, la cual prosigue en los bombardeos contra Bagdad y Belgrado, y culmina en las represiones masivas que los ejércitos centroamericanos ejecutaron contra indefensos poblados civiles en El Salvador y Guatemala. Si los cálculos de bajas civiles fueron de aproximadamente 5 por ciento en la primera guerra mundial, éstos se elevaron a 66 por ciento en la segunda. Hoy se estima que 80 a 90 por ciento de los afectados seriamente por ataques bélicos son civiles. La ciudad, eje de la vida social, pierde su inmunidad y se convierte en blanco privilegiado del bombardeo, laberinto del terror bélico, metáfora del infierno. Guernica, Dresden, Tokio, Hiroshima, Nagasaki son parábolas horrendas de un hades dantesco.
- A pesar de intensos esfuerzos por establecer un sistema de estructuras internacionales capaz de resolver conflictos políticos mediante procesos multilaterales de negociación, al final del siglo veinte la guerra persistió como recurso privilegiado para proseguir, como diría Clausewitz, la política por otros medios. El tratado Kellogg-Briand proclamó, en 1928, el fin de las guerras. Pronto valdría menos que el papel en que se redactó. El sombrío dilema, al culminar el segundo milenio, era: un sistema multilateral de consensos, relativamente inadecuado, o el unilateralismo de una súper potencia, querellante, fiscal y juez de conflictos mundiales. Estados Unidos ha utilizado la tragedia del 11 de septiembre de 2001 como catapulta para proclamar, como doctrina de seguridad nacional, la guerra preventiva del fuerte contra el débil. No le costó mucho esfuerzo al gobierno estadounidense desmantelar las frágiles estructuras internacionales de conciliación y asumir el rol tejano de sheriff autodesignado de gruesos asuntos que competen a toda la humanidad. Es una postura que en ocasiones, como en la invasión de Irak, hace caso omiso del derecho internacional.
Hobsbawm no destaca, sin embargo, tres elementos de ese mortífero siglo veinte que son cruciales para entender su obsesión bélica: la concentración de las guerras en las áreas más afligidas socialmente de la humanidad, la insensibilidad ante el dolor del “otro” y la pasión ideológica.
- Hubo, en el siglo veinte, una sucesión trágica de guerras menores, en ocasiones catalogadas de “baja intensidad”, pero de enorme costo humano y social para los pueblos involucrados. La llamada “guerra fría” se acompañó de innumerables conflictos bélicos que ensombrecieron buena parte del planeta. Corea, Vietnam, Camboya, Laos, Angola, Mozambique, Israel, Palestina, Jordania, El Líbano, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Colombia, Ruanda, Sierra Leona, Argelia, Liberia, Etiopía, Eritrea, Irak, Irán, Afganistán, India-Pakistán-Bangladesh, entre otros países, fueron escenarios de confrontaciones armadas que causaron graves daños a su población. El escalofriante escudo nuclear parecía preservar la paz únicamente para las naciones euroatlánticas incorporadas a los dos grandes pactos político-militares que a la sazón se repartían el dominio mundial. El resto de la humanidad, aquella que ya sufría el flagelo de la miseria social y económica, quedó libre para incontables guerras, incitadas por causas endógenas y exógenas, y alimentadas por una feroz competencia en la venta de armamentos. Tras el descalabro del bloque soviético y el pacto de Varsovia, la paz no prevaleció. Los empeños guerreros asumieron otros perfiles: las exclusiones nacionales, étnicas, culturales y religiosas. En Ruanda, Croacia, Bosnia, Kosovo, Armenia, Azerbaiyán, Georgia y Palestina las diferencias étnicas y culturales resucitaron rencores ancestrales. Los odios no amainaron, sólo mutaron sus matrices y disfraces.
- Al examinar la imagen que del “enemigo” se configura para incitar a la muerte masiva, se descubre, soterrado bajo el discurso de intereses vitales y seguridad nacional, un hondo desprecio hacia el dolor y la aflicción de quienes se distinguen por su raza, color, lengua o cultura. Al menospreciar las marcas visibles de su ser, se facilita su subyugación o su exterminio. Sólo así puede explicarse la atroz crueldad que seres humanos comunes perpetran contra quienes reconocen no como prójimos, sino como enemigos, por la diferencia en la pigmentación de su piel, sus formas de rezar, su idioma, su memoria nacional o sus tradiciones. Serbios, croatas y bosnios, hutus y tutsis, georgianos y abjasianos, judíos y palestinos, ladinos y mayas, irlandeses católicos y calvinistas, sudaneses cristianos e islámicos, turcos y curdos, rusos y chechenos, ladinos contra comunidades autóctonas en Centroamérica, la lista es interminable, se sumergen en un abismo de hostilidad que parece capturar sus corazones y mentes y que sirve de pretexto para acciones de inmensa crueldad. El Shoah es quizá su expresión mayor, pero no necesariamente la única, en la historia del siglo veinte o de la humanidad.[3]
- La pasión ideológica, en ese trágico siglo, fue todo un carnaval de convicciones homicidas. En nombre de la pureza racial y la supremacía nacional, de la igualdad social y la abolición de las clases, del control del partido o del proletariado, de la liberación nacional o de la hegemonía global del libre mercado y el capital, de la democracia y los derechos humanos y, finalmente, en honor de los dioses celosos y airados, pueblos y naciones se lanzaron con fervor y pasión a la tétrica empresa de matarse entre sí. El siglo de grandes adelantos científicos y técnicos fue también época de intensas pasiones homicidas. Sólo dos siglos después que la Ilustración europea proclamase el triunfo de la racionalidad ecuánime y serena y que Immanuel Kant pronosticase la paz cosmopolita y la conversión de la religiosidad en ética solidaria,[4] pasiones de sangre y suelo, dioses y cultos ensangrentaron la faz de la humanidad.
Ese sangriento siglo veinte, marcado por la memoria de Auschwitz, Hiroshima, el Gulag, dos guerras globales y centenares de sangrientos conflictos regionales puede resumirse, al fin de cuentas, en el famoso poema de W. B. Yeats, tan preñado de resonancias religiosas y apocalípticas, “The Second Coming”:
“Things fall apart; the centre cannot hold;
Mere anarchy is loosed upon the world,
The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere
The ceremony of innocence is drowned;
The best lack all convictions, while the worst
Are full of passionate intensity.”[5]
El terror en la mente de Dios
Lo curioso es que en ese siglo veinte se hizo innumerables veces la guerra con la pretensión de terminar con la guerra. Las declaraciones y acciones de guerra se acompañaban, indefectiblemente, con devotas proclamas de concordia universal. Desde la guerra ruso-japonesa de 1904 hasta la invasión a Irak, la masacre humana ha invocado sacrílegamente los ideales de la paz. Es la sisífica paradoja: hacer la guerra en aras de la paz.
Cada adelanto científico y tecnológico militar se justificó de esa manera, como un nuevo sacramento de la paz mundial, hasta culminar en el espeluznante sistema de destrucción nuclear de la civilización humana, erigido paradójicamente para protegerla. La amenaza de destrucción universal, se dijo, sería la garantía de la seguridad global. Una bipolaridad estratégica espantosa que, curiosamente, parodiaba el mito religioso según el cual el horror al infierno conduce al umbral del cielo. Potencial guerra absoluta como rito bautismal de la paz universal.[6]
Parecía inicialmente el siglo de la guerra secular, en el cual la pasión ideológica proclamaría la aurora de los dioses profanos: la supremacía de la nación, la sociedad igualitaria, la apocalíptica lucha de clases, la liberación nacional, la globalización del mercado, el reino del sufragio universal y secreto. Era la devoción profana a los altares irreverentes y heterodoxos de la secularización. Las tribulaciones religiosas parecían restringirse a los rincones íntimos del alma devota o a la quietud de los templos.
Sin embargo, los celosos e implacables dioses de antaño preparaban su retorno en espectaculares teomaquías. A fines de siglo, piadosos adoradores de Yahvé, Jesucristo y Alá proclamaron la cólera divina mediante la declaración de guerras santas, que desdicen las sosegadas normas intersubjetivas de la Ilustración y la modernidad. Se revivió el volcán de las pasiones religiosas, con nuevas generaciones de fundamentalismos.[7] Quienes creían que con la Paz de Westfalia (1648) nos habíamos librado de las guerras religiosas se muestran perplejos ante el retoñar de la belicosidad sagrada.
Muchos teóricos del secularismo y la modernidad se sorprenden por el resurgir de la pasión religiosa beligerante, el “desquite de Dios” como lo ha descrito un islamista francés.[8] Quienes estudiaban el auge, a mediados del siglo pasado, del nacionalismo árabe secular y socializante, quedan perplejos por el fuerte desafío que el integrismo islámico le presenta en la batalla por los espíritus. La yihad retoma sus matices más sombríos y avasalladores.[9] Algo similar acontece en el sionismo. Muchos abandonan su herencia socialista, democrática y plural y se adhieren a posturas dogmáticas sobre la promesa divina, inscrita en la Tanakh, de un Israel ampliado.[10] En el subcontinente indio, se revive la violencia entre hindúes y musulmanes, conmoviendo el paradigma nacionalista de Gandhi y Nehru de una sociedad tolerante y pluralista. En Sri Lanka, la guerra civil de dos décadas entre sinaleses y tamiles tiene como fondo ideológico no sólo sus diferencias étnicas y culturales, sino también el que los primeros son mayoritariamente budistas y los segundos hindúes.[11]
Aún el pacífico budismo puede convertirse en fuente de inspiración para el terror sagrado, como lo demostró el ataque con sustancias químicas al subterráneo de Tokio protagonizado por la secta japonesa Aum Shinrikyo, en 1995. En la fragmentada Yugoslavia, la fe de los ortodoxos serbios y macedonios, de los católicos croatas y de los musulmanes bosnios y albanos ha funcionado como criterio de exclusión y antagonismo.[12] El fundamentalismo estadounidense conjuga la idolatría de la letra sagrada, arcaicos milenarismos, la tradición nacional del “destino manifiesto” y la represión de la alteridad. A pesar de la opulencia económica y el poderío militar de su nación, la derecha fundamentalista norteamericana imagina con pavor diabólicos ejes de maldad cósmica. Es la paradoja de la violencia religiosa: la simultaneidad de la piedad y la crueldad, de la comunión entre los fieles y la hostilidad contra los infieles.[13] Como escribiese José Saramago en ocasión de los ataques del 11 de septiembre de 2001:
“Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de Dios.”[14]
En la época que algunos tildan de posmoderna, uno de cuyos pilares parecía ser la proclama nietzscheana de la “muerte de Dios”, renace por todas latitudes la pasión religiosa. La religión importa,[15] y de tal manera que muchos adeptos están dispuestos a matar y a morir por su fe. Como ha escrito el español Juan José Tamayo Acosta:
“El retorno de la religión se traduce con frecuencia en manifestaciones irracionales e intolerantes: dogmatismo e integrismo, fundamentalismo y fanatismo, rigorismo moral y disciplinar, discriminaciones de género, limpiezas étnico-religiosas, práctica del terrorismo en nombre de Dios, procesos inquisitoriales contra los creyentes heterodoxos…”[16]
Es asunto que ha sido estudiado por algunos autores. Mencionemos algunos de los más destacados.
- José Casanova, en su texto Public Religions in the Modern World,[17] ha radiografiado con mucha pericia esta irrupción vigorosa de la mentalidad religiosa en el ámbito público. Lo cataloga como la “desprivatización” de la religión; el rechazo del reclamo secular a restringir el credo religioso a la interioridad de las almas y los templos. En nombre de Dios, las instituciones religiosas entran con vigor en la palestra pública y pugnan por configurar los perfiles de la moralidad y la legalidad. Se niegan a acatar el paradigma secular de la modernidad. Teologías radicales de liberación, integrismos reaccionarios o teologías públicas reformistas: a pesar de sus hondas diferencias, se hermanan en su pretensión común de protagonismo político y social.
Casanova se percata de los riesgos de esa incursión en el debate político, pero también percibe en ella la crítica profética a los esfuerzos por estructurar la sociedad priorizando criterios de cálculos de beneficio económico establecidos por un mercado financiero que pretende excluir las consideraciones éticas de su horizonte conceptual. Restringe, sin embargo, su análisis a países con relativa estabilidad social. Además, su estudio se limita a iglesias y organizaciones cristianas, dejando fuera las versiones remozadas de las cruzadas contra los infieles. Quedan fuera de su mirada crítica los conflictos globales que provocan los “guerreros de Dios”. Las dimensiones potencialmente siniestras de la resacralización de la vida pública permanecen al margen de su horizonte analítico.
- Regina Schwartz publicó, en 1997, una aguda crítica, hermosamente escrita, a las dimensiones posesivas y excluyentes del monoteísmo de las tres grandes religiones originarias del cercano oriente: el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. Su libro – The Curse of Cain: The Violent Legacy of Monotheism – desvela el lado siniestro de la afirmación “mi dios es el único dios verdadero”.[18] La mirada irónica de Schwartz, cargada de densidad ética, analiza los riesgos que esa metafísica, de unidad y totalidad, con fundamentos teológicos en el monoteísmo semita, representa para quienes sustentan perspectivas religiosas diferentes a la esbozada en el shemá bíblico (Deuteronomio 6, 4: “Oye Israel, Yahvé nuestro Dios, uno es”). Es un cuestionamiento sugestivamente heterodoxo de las dimensiones potencialmente totalitarias y homicidas del monoteísmo semita, en el cual se inscribe la mayoría de los habitantes del planeta.
- The Battle for God, de Karen Armstrong,[19] es un análisis muy sugestivo de los integrismos actuales de las tres grandes religiones monoteístas nacidas en el cercano oriente. La beligerancia de integristas cristianos, judíos o musulmanes, según Armstrong, procede de su percepción apocalíptica de encontrarse en un momento decisivo de la historia: la confrontación final entre las huestes de la luz y las fuerzas de las tinieblas. Se reacciona contra diversos enemigos: los seculares que creen que las leyes dependen de consensos sociales y no de los textos sagrados; los correligionarios que promueven algún tipo de acomodo reformista que restrinja la piedad religiosa a la esfera subjetiva y privada; y, finalmente, los infieles, los devotos de las otras religiones, tildadas de parodias satánicas. Se trata, por consiguiente, de una dramática batalla por Dios, al borde, constantemente, de pasar de la hostilidad verbal a la guerra santa. También, añadamos de paso, se incrementa, invocando la sharia, la tora o las epístolas neotestamentarias, la represión de las mujeres y de quienes optan por estilos alternos de conducta sexual, como bien ha percibido la escritora egipcia Nawal El Saadawi.[20] Hay continuidad discursiva entre los integrismos dogmáticos, el enclaustramiento patriarcal de la mujer y la homofobia.
- Terror in the Mind of God: The Global Rise of Religious Violence, del profesor norteamericano Mark Juergensmeyer,[21] estudia los mecanismos mentales e ideológicos de esa transición a la guerra santa y su conversión en terrorismo religioso. Se da cuenta el autor que es un proceso que no se limita a los tres grandes monoteísmos que el imaginario mediterráneo ha privilegiado, sino que también se manifiesta en algunas religiones orientales, como el hinduismo y el budismo. Juergensmeyer ha viajado y entrevistado líderes de sectas militantes en distintos países – Estados Unidos, Israel, Palestina, India – y acumulado información clave sobre la universalidad de la violencia y el terrorismo religioso. Ilumina tres áreas claves de este proceso.
- La recuperación, en contextos de profundas crisis sociales y humillación comunitaria, de las imágenes y símbolos de violencia sagrada que se encuentran en muchas tradiciones religiosas: la cólera divina, la confrontación entre los hijos del bien y los del mal, la ejecución de los transgresores de la ley divina, la exclusión de infieles, idólatras, herejes, gentiles e impuros. La piedad, alimentada por los sagrados “textos de terror”,[22] se torna crueldad implacable contra los enemigos de la fe. Es la resurrección del sustrato tenebroso de la exclusividad religiosa. Los “guerreros de Dios” militarizan la fe. Los conflictos seculares sobre la posesión de la tierra se sacralizan; el enemigo es ahora agente satánico, a quien se debe no sólo derrotar, sino también exterminar.
- La acción contra los enemigos de la fe se transmuta en teatro del terror: en un performance dramático simbólico de una guerra cósmica trascendente. La violencia divina tiene sus rituales teatrales que se perciben como preludio detonador del pavoroso juicio final. Las imágenes míticas del Apocalipsis, y sus equivalentes en otros textos sagrados, se reviven en conflictos históricos concretos. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 son paradigmáticos, potenciada su resonancia, claro está, por la enorme capacidad de reproducción de los medios de comunicación y la inmensa retribución militar de los Estados Unidos. Es el símbolo dramático, de espeluznante teatralidad, de atacar, en nombre de la ira divina, los iconos económicos, militares y políticos de la infidelidad occidental. Esta teatralidad del terror religioso es lo definitorio de los eventos del 11 de septiembre, no la imputada intención de matar civiles.
- Estas sectas integristas religiosas reactivan a su modo la tradición del martirio redentor. La lucha contra el secularismo, la infidelidad y la herejía exige la disposición al sacrificio supremo: el de la vida propia. La sangre de los mártires es la matriz de la renovación escatológica de la creación. Timothy McVeigh, en los Estados Unidos, los militantes de Hamas, en Palestina, los sionistas ultra ortodoxos, en Israel, los guardaespaldas sijs que asesinaron a Indira Gandhi, en India, los jóvenes que estrellaron los aviones contra las torres gemelas neoyorquinas y los insurgentes que hoy hacen pagar cara la invasión de Irak asumen su muerte como un ritual de sacrificio, una consagración excelsa a la ira divina contra quienes contaminan la creación. Es el retorno del sacrificio humano, revestido del prestigio del martirio, que al engarzarse en imágenes de guerra santa se convierte en atroz suicidio homicida. No es el sacrificio tradicional que, de acuerdo a la teoría de la violencia sagrada de René Girard,[23] pretende restaurar el orden social y la armonía cósmica, sino aquel que desencadena el cataclismo universal final. Es, más bien, un testimonio/martirio de sangre que purifica el escenario cósmico para la hecatombe postrera.
En momentos en que la nación a la cual se entrega la lealtad patriótica se involucra en guerra, se disuelve la superficial fachada secular y en altares y púlpitos renacen las súplicas de victoria al “Dios de los ejércitos”, como con tan brillante ironía satirizase Mark Twain en su clásica Oración de guerra.[24] Por diversos lados, invocando distintas y opuestas deidades, se entonan variantes del lúgubre himno de la muerte y la desolación escatológica, el tétrico canto litúrgico del oficio de tinieblas:
Dies irae, dies illa
solvet saeclum in favilla…Quantus tremor est futurus,
quando judex est venturus,
cuncta stricte discussurus.
Entre el terror y la esperanza
Lo central, decisivo y definitorio, en las grandes tradiciones religiosas, es la reverencia ante lo sagrado, la afirmación de la vida humana en todas sus manifestaciones y la preservación de la naturaleza como creación divina y hogar humano. La genuina religiosidad tiende a re-ligar a los seres humanos con sus prójimos, los cercanos y los lejanos, que trazan su particular peregrinaje en la existencia, en busca esperanzada de un significado que les confiera dignidad perdurable a pesar de su ineludible fragilidad.
De ahí la simpatía recíproca tan natural entre almas profundamente espirituales como Isaías, el Jesús de los evangelios, Mahoma, Thomas Merton, Martin Luther King, Jr., Mahatma Gandhi, Óscar Alnulfo Romero, Desmond Tutu y el Dalai Lama, a pesar de sus grandes diferencias doctrinales y culturales. Convergen en ellas la ternura restauradora y la pasión profética. Si se mira con detenimiento estamos ante una sorprendente paradoja: Isaías, Jesús, Merton, Luther King, Jr. Gandhi, Tutu y el Dalai Lama, encarnan el afecto divino y reconciliador por la humanidad, con todas sus máculas y defectos, y, sin embargo, en ocasiones exclaman saturados de incontenible indignación profética:
“¡Ay de los que dictan leyes injustas
y prescriben tiranía,
para apartar del juicio a los pobres
y para privar de su derecho
a los afligidos de mi pueblo…!
¿Y qué haréis en el día del castigo?…
¿En dónde dejaréis vuestras riquezas?”
(Isaías 10: 1-3)
Se puede, sin duda, encontrar en las escrituras canónicas de las diversas religiones imágenes tenebrosas de repudio y violencia contra quienes contaminan la integridad de la identidad cúltica. Las guerras santas israelitas, las cruzadas cristianas, los yihad islámicos, las servidumbres opresivas, las jerarquías despóticas y las intolerancias de toda índole se han justificado aludiendo a textos sagrados. Así la Inquisición avaló la restricción a la libertad de culto, el patriarcado la subordinación de la mujer, los europeos el avasallamiento de tantos pueblos nativos, los blancos la esclavización de tantas comunidades africanas, y los fundamentalistas modernos sus prejuicios homofóbicos. La “palabra de Dios” se ha usado demasiadas veces para devastar solidaridades, conciencias y esperanzas. Pero, esos “textos del terror” no son los decisivos ni predominantes en las tradiciones religiosas que la humanidad ha forjado a lo largo de su historia, aunque en ocasiones cofradías represivas y excluyentes pretendan trasladarlas de las capillas periféricas al altar mayor.
El genuino pensamiento religioso, al reflexionar sobre el destino de la historia humana, nunca destaca los símbolos tenebrosos del armagedón y sus jinetes del terror, sino la esperanza de liberación y reconciliación universales.[26] Ciertamente, escritores de tenebrosa mentalidad apocalíptica, comoTim LaHaye y Jerry B. Jenkins, han explotado, la veta del terror eterno en una serie de novelas muy populares entre evangélicos fundamentalistas.[27] La mediocridad de esos artefactos pseudoteológicos y pseudoliterarios en nada compara, dicho sea de paso, con la sublime manera en que James Joyce describe el pavor ante las imágenes tradicionales del infierno eterno, en su clásico A Portrait of the Artist as a Young Man (1916). Lo que en el gran escritor irlandés es tragedia sublime, se reduce en los apocalipcistas estadounidenses a superficial farsa.
Lo central, en las imágenes transhistóricas de nuestras escrituras sagradas, no es el terror ni la violencia del Dios celoso y excluyente. Es más bien la visión de un “cielo nuevo y una tierra nueva” (Isaías 65 y Apocalipsis 21), donde los seres humanos puedan sembrar trigo y comer su pan en paz, cosechar uvas y tomar su vino con regocijo compartido, edificar casas y dormir con tranquilidad. La visión de una nueva era, un mundo inédito, en el que “el efecto de la justicia será la paz” (Isaías 32: 17), cuando se “convertirán las espadas en rejas de arado y las lanzas en hoces; y no alzará espada nación contra nación ni se adiestrarán más para la guerra” (Isaías 2: 4). Es una esperanza escatológica de reconciliación universal, que anuncia la llegada de un mesías “cabalgando sobre un asno… (que) proclamará la paz a las naciones” (Zacarías 9: 9-10).
Responde esa aspiración universal de paz y solidaridad a lo más genuino de la imaginación creadora religiosa. Es, ciertamente, una visión ardua de plasmar históricamente. Pero, es una expresión del diálogo perpetuo entre la razón y el corazón humanos, empeñados en forjar aproximaciones terrenales del mito genésico del paraíso y la aspiración apocalíptica de la nueva Jerusalén. En nuestras utopías terrenales e históricas palpitan, como bien apuntó el filósofo alemán Ernst Bloch,[28] las imágenes escatológicas escriturarias de la reconciliación final entre la divinidad, la humanidad y la naturaleza.
Conjugar la denuncia profética y el reclamo de reconciliación entre pueblos enemistados es tarea compleja, pero necesaria y posible, como han demostrado, en el entorno eclesiástico, los arzobispos Desmond Tutu y Óscar Arnulfo Romero, y, en el literario secular, la escritora india Arundhati Roy y la feminista egipcia Nawal El Saadawi.[29] No se comienza, afortunadamente, en cero. Hay un acopio considerable de reflexiones teóricas y estrategias de acción que vinculan la denuncia profética y la resistencia civil no violenta, que puede asumirse desde distintas ópticas políticas, filosóficas y teológicas.[30]
La tesis del “conflicto de civilizaciones”, de la hostilidad ineludible entre el occidente cristiano y el oriente musulmán, tan de boga en ciertos círculos noratlánticos tras su articulada exposición por Samuel Huntington[31] es una variante del anacrónico recelo contra el islam. Aunque percibe correctamente la importancia de las diferencias religiosas para los conflictos internacionales en la era posterior a la guerra fría, no logra deshacerse del prejuicio de la superioridad de la civilización occidental.[32] Intelectual y políticamente estéril, la tesis del conflicto entre el occidente cristiano y el mundo islámico no es sino el reverso del amargo antioccidentalismo de Osama bin Laden y Al Qaeda. Es irónico que, en ocasiones, el liderato político estadounidense, con sus alusiones constantes a la guerra total contra quienes tilda como encarnaciones de la maldad absoluta, reproduce la retórica cósmica maniquea de su enemigo. Tal confrontación se asemeja más bien a un “conflicto de fundamentalismos”, como sagazmente ha sugerido Tariq Ali.[33]
Tampoco pequemos de ingenuos. Ya Erasmo mostró con mucha agudeza, en el siglo dieciséis, que tras las proclamas piadosas de la guerra contra otomanos musulmanes, tildados de “enemigos de Cristo”, prevalecía en muchas ocasiones el afán de riquezas.[34] Por esos mismos años, Hernán Cortés revistió su saqueo de Tenochtitlán, la gran urbe azteca, de cruzada piadosa contra la idolatría.
“Cuánta solicitud… los naturales de esta parte tienen en la cultura y veneración de sus ídolos, de que a Dios Nuestro Señor se hace gran deservicio y el demonio, por la ceguedad y engaño en que los trae es de ellos muy venerado; y en los apartar de tanto error e idolatría, y en los reducir al conocimiento de nuestra santa fe católica… exhorto y ruego a todos los españoles que en mi compañía fueren a esta guerras… que su principal motivo e intención sea apartar y desarraigar de las dichas idolatrías a todos los naturales destas partes… y que sean reducidos al conocimiento de Dios y de su santa fe…”[35]
Quienes hoy hacen de la guerra preventiva un eje fundamental de la política exterior del país más poderoso del orbe utilizan en sus declaraciones públicas un lenguaje que tiende a identificar a los enemigos de la nación como adversarios de Dios.[36] De esa manera, conflictos muy terrenales adquieren dimensiones cósmicas: la perpetua confrontación entre los hijos de la luz y los de las tinieblas. Las épocas varían, pero la ambición de poder, prestigio y peculio sigue escudándose en la devoción religiosa.[37]
A pesar de tales persistentes signos ominosos y aunque algunos jerarcas cristianos, rabinos sionistas y e imanes islámicos no se hayan percatado, las cruzadas, las guerras santas y los yihads han perdido vigencia histórica. Los pueblos de tradición cristiana, en vez de acentuar la apología contra el islam, deben, por el contrario, diseñar instancias de comunicación, comprensión y diálogo. Sobre todo si tomamos en cuenta que aunque diversos líderes misioneros proclamaron, a inicios del siglo veinte, la mundialización del cristianismo, a su final el resultado fue un aumento mayor, absoluto y proporcional, del islam.[38] La compleja diversidad interna del islam contradice la caricaturesca imagen del enemigo musulmán que intentan proyectar ciertos apologistas de nuevas cruzadas.[39] Además, en sus tradiciones canónicas centrales, el islam comparte perspectivas éticas no muy diferentes a las de los seguidores de los evangelios o del talmud.
Despistada me parece también la tesis, esbozada recientemente por algunos autores cristianos, de que la diferencia notable entre el cristianismo y el islam radica en la ausencia de una lengua “sagrada” en el primero, mientras que los textos canónicos del segundo están indefectiblemente ligados al árabe.[40] De esa distinción deducen una diferencia esencial entre el cristianismo y el islam, atribuyendo a este último rigidez e inflexibilidad respecto a la diversidad cultural. Son subterfugios sofisticados que preservan la postura hostil hacia el islamismo que atraviesa fatalmente toda la historia del Occidente cristiano. Olvidan, además, estos apologistas la excesiva frecuencia con que, en el cristianismo y el judaísmo, la idolatría de la letra sagrada se ha tornado abominable para quienes no la comparten, algo que ya en el siglo diecisiete señaló atinadamente Baruch Spinoza,[41] el espléndido heterodoxo judío, estigmatizado por la iglesia y la sinagoga, de quien Jorge Luis Borges, con mucha admiración, escribiese:
“Alguien construye a Dios en la penumbra…
Es un judío
De tristes ojos y piel cetrina….
Desde su enfermedad, desde su nada,
Sigue erigiendo a Dios con la palabra.”[42]
La idolatría de la letra sagrada llevó, en ocasiones, en el cristianismo, a la ejecución de las mujeres consideradas hechiceras (Éxodo 22: 18: “A la hechicera no la dejarás con vida”)[43] o a las desposadas no vírgenes (Deuteronomio 22: 20-21). Hombres con poder social y almas violentas leyeron esos textos, con profunda devoción hacia ellos, antes de proceder a cegar atribuladas vidas femeninas. Hoy muchos creyentes dogmáticos se apoyan en textos canónicos para justificar el discrimen contra los homosexuales, con una lógica discursiva muy similar a la que sus antecesores esgrimieron contra la abolición de la esclavitud o la emancipación femenina.[44] Esa idolatría de la letra sagrada ha sido la inspiración de frecuentes guerras santas, cruzadas, yihads y pogromos. Incontables han sido los seres humanos sacrificados en el altar de dioses celosos, excluyentes e implacables.
Erróneas me parecen la posturas intolerantes como la que se manifiestan en Dominus Iesus (2000),[45] la declaración del Vaticano sobre la exclusividad soteriológica del cristianismo. Es un intento de atajar actitudes dialógicas en las fronteras de encuentro entre el cristianismo y las grandes religiosidades orientales, como las propuestas por algunos teólogos católicos como Jacques Dupuis, Raimon Panikkar, Aloysius Pieris y Michael Amaladoss,[46] las cuales podrían conducir a identidades híbridas, curtidas en el diálogo interreligioso e intercultural. En tiempos de incertidumbres, los centinelas de la pureza sienten pavor ante el cruce de fronteras. Como era de esperarse en un entorno global tan repleto de paradojas, Dominus Iesus fue aplaudida por los tradicionales adversarios de Roma: los evangelicals conservadores y fundamentalistas. En honor a la verdad, sin embargo, debe reconocerse la respetable y escéptica distancia que el Vaticano ha mantenido respecto a la política belicista del gobierno estadounidense y a las tendencias antiislámicas que la nutren.
Se impone como necesidad vital para la paz y el bienestar de la humanidad, promover el diálogo intercultural e interreligioso y silenciar las confrontaciones estridentes y degradantes. De no seguirse esa perspectiva dialógica intercultural e interreligiosa corremos el peligro de promover y sacralizar la globalización de la violencia sagrada. Es necesario forjar senderos de diálogo, reconocimiento mutuo y respeto recíproco y, sobre todo, de vínculos de solidaridad y misericordia, entre las distintas religiosidades históricas. No es cuestión de irenismo superficial y cortés, de salón. Nada menos que el futuro de la humanidad está en juego. De otra manera, como con su habitual gracia escribe Leonardo Boff, los humanos “podemos sufrir el destino de los dinosaurios”.[47]
Especial importancia tiene hoy propiciar el diálogo creador entre las tres grandes religiones monoteístas originadas en el cercano oriente y que consideran a la ciudad de Jerusalén como urbe sagrada. ¿Es demasiado utópico soñar que algún día Jerusalén, con su historia tan trágica y sangrienta, sea símbolo de convivencia en paz y armonía entre adoradores de distintas encarnaciones de lo sagrado? ¿Es viable imaginar que no lejos del muro de las lamentaciones se erija un día no muy lejano un monumento a la concordia entre cristianos, judíos e islámicos, que celebre el fin de las guerras santas, cruzadas, pogromos, y yihads? ¿Es acaso iluso pensar un futuro en el que finalmente Jerusalén, la ciudad sagrada que durante milenios ha presenciado tanta violencia y agresión, haga honor a la etimología de su nombre, “ciudad de paz”?[48]
Es el tiempo de forjar aquello que el teólogo católico Johann Baptist Metz catalogó de “ekumene de la compasión”, un proyecto inclusivo de solidaridad con el sufrimiento humano que trascienda las fronteras de la cristiandad.[49] Por compasión, aclaremos, se entiende aquí no la paternal indulgencia, sino el “padecer con”, la identificación y solidaridad con quienes sufren el pavoroso “misterio de la iniquidad” (II Tesalonicenses 2: 7). El vínculo de la urgencia profética por la justicia y la compasión por el dolor humano que se expresa intensamente en seres tan dispares y sin embargo tan hermanados como Isaías, Jesús, Mahoma y Gautama Buda constituye un sacramento de esperanza para un mundo atribulado todavía por la violencia, el despotismo, el discrimen nacional, étnico y cultural, el patriarcado androcéntrico y la homofobia. Este ecumenismo de la compasión puede nutrirse del viraje hacia la aflicción humana que se manifestó en variadas sensibilidades religiosas de fines del siglo veinte y que a la larga puede servir de contrapeso a la pasión homicida de los “guerreros de Dios”.[50] Se trata del mismo sentir y pensar que anidaba en el corazón y la mente del arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero cuando en una de sus más emotivas homilías proclamó,
“¡Ay de los poderosos… cuando se trata de torturar, de matar, de masacrar, para que se subyuguen los hombres al poder! ¡Qué tremenda idolatría que le están ofreciendo al dios poder, al dios dinero, tantas vidas, tantas sangres que Dios, el verdadero Dios… se lo va a cobrar bien caro a esos idólatras del poder!”[51]
Respecto a las diversas tradiciones culturales y religiosas, el desafío es superar la mera tolerancia y aprender a estimar y apreciar la “dignidad de la diferencia” , como la llama el rabino judío Jonathan Sacks.[52] La raíz latina del vocablo tolerancia sugiere que su alcance semántico se limita a soportar o sufrir la diversidad. De lo que hoy se trata es de valorarla y disfrutarla. Es la única manera de enterrar en el cementerio de las pesadillas al racismo moderno, cuya expresión más nefasta fue la célebre frase de Carl Schmitt, filósofo político e ideólogo del antisemitismo nazi: “No todos los que tienen rostro humano son seres humanos.”[53] Expresión de encomiable humildad y de reconocimiento sincero y genuino hacia quienes nos acompañan, de manera diversa y diferente pero no opuesta ni conflictiva, en la esperanza militante del reino de Dios de paz y justicia, es la siguiente confesión de Óscar Arnulfo Romero: “Hermanos, ¡cuánta bondad, cuánta verdad, cuánto bien hay más allá de las fronteras cristianas!”[54]
¿Qué tal ecumenismo de la compasión es un sueño, una utopía? Ciertamente, pero el ser humano se constituye por la nobleza y el arrojo de sus sueños, de sus aspiraciones utópicas. Por eso, siempre he preferido Utopía, de Tomás Moro, a El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, escritos ambos textos en el nacimiento de la modernidad occidental. Ante el pragmatismo mortífero de los realistas forjados en Maquiavelo, Hobbes y Clausewitz, por un lado, y las atrocidades apocalípticas de los fundamentalismos belicosos, por el otro, ¿no es acaso preferible soñar con el instante apasionadamente erótico en el que “la justicia y la paz se besen”, como reza el salmo bíblico (Salmo 86: 10)? Ya lo dijo el gran Lezama Lima, “sólo lo difícil es estimulante”.[55]
Quienes aspiran a ser cristianos, no deben olvidar que el Jesús de los evangelios nunca hizo de la adhesión a dogmas, jerarquías eclesiásticas o prescripciones rituales lo decisivo de su mensaje. Jesús fue siempre muy heterodoxo en sus predilecciones: prefería al solidario y compasivo samaritano sobre el piadoso levita o el devoto sacerdote (Lucas 10: 29-37). Su desafío radical conduce más bien a asumir plenamente la solidaridad y la compasión con quienes Franz Fanon llamó “los condenados de la tierra”.
Cuando un líder religioso proclama la guerra santa contra quienes tilda de “adversarios de Dios”, debemos recordar la sensata advertencia de John Locke: “quisiera saber cómo hemos de distinguir entre los engaños de Satanás y las inspiraciones del Espíritu Santo”.[56] En asuntos de diferencias doctrinales, es válida la norma que establece Umberto Eco en su ejemplar diálogo/debate con el cardenal Carlo Maria Martini: “en los conflictos de fe deberán prevalecer la Caridad y la Prudencia”.[57] Sólo así pueden los hombres y mujeres de fe poner límites a la voracidad de quienes pretenden continuar el legado de muerte y destrucción de la pasada centuria. Sólo así quienes viven entre el terror y la esperanza pueden entonar el tierno himno bíblico a la paz:“¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz!”(Isaías 52: 7ª).
La paz abrazada con la justicia, aquella que brotó como esperanza contra toda esperanza de los labios del arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero segundos antes que una bala asesina canonizara prematuramente su apostolado, cuando se aprestaba a consagrar el sacramento más excelso de la tradición cristiana…
«Que este Cuerpo inmolado y esta Sangre sacrificada por los hombres, nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo.”[58]
¿El martirio como posible fuente de la esperanza de una patria gravemente herida y cruelmente lacerada? Esa misteriosa esperanza, como misteriosos son siempre los senderos inéditos de la divinidad, fue la que afirmó el arzobispo Romero pocas semanas antes de ser asesinado, y con esas sus palabras, teñidas de dolida esperanza, concluyo,
“Estoy seguro de que tanta sangre derramada y tanto dolor causado… no será en vano. Es sangre y dolor que regará y fecundará nuevas y cada vez más numerosas semillas de salvadoreños que tomarán conciencia de la responsabilidad que tienen de construir una sociedad más justa y humana, y que fructificará en la realización de las reformas estructurales audaces, urgentes y radicales que necesita nuestra patria.”[59]
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[1] Conferencia leída el 25 de junio de 2014, en la Capilla de los Mártires de la Universidad Centroamericana (UCA), en El Salvador.
[2] Eric Hobsbawm, “War and Peace in the 20th Century,” London Review of Books, Vol. 24, No. 4, 21 February 2002, 16-18. Véase, además, su libro Age of Extremes: The Short Twentieth Century, 1914-1991 (London: Michael Joseph, 1994).
[3] Contrario a lo que opinó Primo Levi, quien insistió en la excepcionalidad del holocausto judío. If This Is a Man (London: Folio Society, 2000), 224.
[4]Immanuel Kant, La paz perpetua (Madrid: Espasa-Calpe, 1946, orig. 1795) y La religión dentro de los límites de la mera razón (Madrid: Alianza Editorial, 1991, orig. 1793).
[5] William Butler Yeats, “The Second Coming” (1919/1920), in The New Oxford Book of English Verse, 1250-1950, chosen and edited by Helen Gardner (Oxford: Oxford University Press, 1972), 820.
[6] Luis N Rivera Pagán, A la sombra del armagedón: reflexiones críticas sobre el desafío nuclear (Río Piedras, Puerto Rico: Editorial Edil, 1988) y “La religión nuclear: Hacia una teología de la paz”, Cuadernos de teología (Buenos Aires), Vol. IX, No. 1, 1988, 27-52.
[7] Aunque el fundamentalismo surgió a principios del siglo veinte entre protestantes conservadores estadounidenses que repudiaban la crítica bíblica y las tendencias teológicas modernistas y liberales, el concepto se ha ampliado para designar sectores ultra conservadores, integristas y militantes en diversas tradiciones religiosas. La American Academy of Arts and Sciences, de los Estados Unidos, auspició la publicación, por la Universidad de Chicago, de cinco gruesos volúmenes dedicados al estudio de los diversos fundamentalismos, editados por Martin E. Marty y R. Scott Appleby, Fundamentalisms Observed (1991); Fundamentalisms and Society: Reclaiming the Sciences, the Family, and Education (1993); Fundamentalisms and the State: Remaking Polities, Economies, and Militance (1993); Accounting for Fundamentalisms: The Dynamic Character of Movements (1994) y Fundamentalisms Comprehended (1995).
[8] Gilles Kepel, La Revanche de Dieu: Chrétiens, juifs et musulmans à la reconquête du monde (Paris: Seuil, 1991).
[9] Sin embargo, contrario a lo que a veces se piensa en Occidente, las alternativas en el entorno musulmán no se limitan al nacionalismo autocrático o el islamismo integrista. Como expone Raymond William Baker, en su libro Islam Without Fear: Egypt and the New Islamists (Cambridge: Harvard University Press, 2003), hay importantes eruditos islámicos que propugan el diálogo y la convergencia entre su fe religiosa y las aperturas democráticas modernas. Gilles Kepel ha predicho el declinar del integrismo islámico y el resurgir de un islam más pluralista y dialógico en su libro Jihad: The Trail of Political Islam (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2002). Véase también Anouar Majir, Freedom and Orthodoxy: Islam and Difference in the Post-Andalusian Age (Stanford: Stanford University Press, 2004) y Unveiling Traditions: Postcolonial Islam in a Polycentric World (Durham, NC: Duke University Press, 2000).
[10]Luis N. Rivera-Pagán, “Toward an Emancipatory Palestinian Theology: Hermeneutical Paradigms and Horizons.” En The Biblical text in the Context of Occupation: Towards a New Hermeneutics of Liberation, edited by Mitri Raheb (Bethlehem, Palestine: Diyar Publisher, 2012, 89-117, 399-408).
[11] Vimal Tirimanna, “Sri Lanka: el estallido de la violencia y la responsabilidad de las religiones”, Concilium, 272, septiembre de 1997, 649-658.
[12] Srdjan Urcan, “La religión y las iglesias en la guerra de la antigua Yugoslavia”, Concilium 262, diciembre de 1995, 1019-1030 y Vjekoslav Perica, Balkan Idols: Religion and Nationalism in Yugoslav States (Oxford & New York: Oxford University Press, 2002).
[13] David G. Bromley and J. Gordon Melton, Cults, Religion, and Violence (Cambridge, UK: Cambridge University Press, 2002).
[14] José Saramago, “O fator Deus”, Folha de São Paulo, 19 de setembro de 2001, E8.
[15] “Religion Matters”, es el título del segundo capítulo del libro de Oliver McTernan, Violence in God’s Name: Religion in an Age of Conflict (Maryknoll, NY: Orbis Books, 2003), 20-44.
[16] Juan José Tamayo Acosta, “Las religiones tras el 11 de septiembre”, Pasos (Departamento Ecuménico de Investigaciones, San José, Costa Rica), núm. 99, 2002, 7.
[17] José Casanova, Public Religions in the Modern World (Chicago and London: The University of Chicago Press, 1994) [Religiones públicas en el mundo moderno (Madrid: PPC, 2000)].
[18] Regina M. Schwartz, The Curse of Cain: The Violent Legacy of Monotheism (Chicago and London: The University of Chicago Press, 1997).
[19] Karen Armstrong, The Battle for God (New York: Knopf, 2000).
[20] Nawal El Saadawi, Walking Through Fire: A Life of Nawal El Saadawi (London: Zed Books, 2002), The Innocence of the Devil (Berkeley and Los Angeles: University of California Press, 1994), The Fall of the Imam (London: Saqi Books, 2002).
[21]Terror in the Mind of God: The Global Rise of Religious Violence (Berkeley and Los Angeles: University of California Press, 2000).
[22] Phyllis Trible, Texts of Terror (Philadelphia: Fortress Press, 1984).
[23] René Girard, Violence and the Sacred (Baltimore and London: The John Hopkins University Press, 1977).
[24] Mark Twain, The War Prayer (1923) (New York: Perennial, 2002).
[25] “Día de ira, aquel día, en que el mundo se disolverá en cenizas… ¡Qué terror prevalecerá, cuando el juez venga a juzgar a todos con severidad!” (mi traducción de este himno de la misa fúnebre latina).
[26] Véase João B. Libânio e Maria Clara L. Bingemer, Escatologia Cristã: O Novo Céu e a Nova Terra (Petrópolis, Brasil: Vozes, 1985), Jorge Pixley, La resurrección de Jesús, el Cristo: Una interpretación desde la lucha por la vida (Managua, Nicaragua: CIEETS, CEDEPCA & CCM, 1997) y Miroslav Volf, Exclusion and Embrace: A Theological Exploration of Identity, Otherness, and Reconciliation (Nashville: Abingdon Press, 1996).
[27] Los títulos de las novelas son: Left Behind, Tribulation Force, Nicolae, Soul Harvest, Apollyon, Assassins, The Indwelling, The Mark, Desecration, The Remnant, Armageddon, Glorious Appearing, publicadas entre 1995 y 2004 por Tyndale House Publishers, en Wheaton, Illinois.
[28] Ernst Bloch, Atheismus im Christentum: Zur Religion des Exodus und des Reichs (Frankfurt am Main: Suhrkamp Verlag, 1968). [El ateísmo en el cristianismo (Madrid: Taurus, 1983)].
[29] Desmond Tutu, No Future Without Forgiveness (New York: Doubleday, 1999), Arundhati Roy, Power Politics (2nd. ed.) (New York: South End Press, 2002) y Nawal El Saadawi, The Nawal El Saadawi Reader (London: Zed Books, 1997).
[30] Elise Boulding, Cultures of Peace: The Hidden Side of History (Syracuse, N.Y.: Syracuse University Press, 2000) y Anaida Pascual Morán, Acción civil noviolenta: fuerza de espíritu, fuerza de paz (Río Piedras, Puerto Rico: Publicaciones Puertorriqueñas, 2003).
[31] Samuel Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order (New York: Simon and Schuster, 1997) [El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Barcelona: Paidós, 1997)]. Véase la escrupulosa crítica a Huntington de Errol A. Henderson y Richard Tucker en su estudio, “Clear and Present Strangers: The Clash of Civilizations and International Conflict,” International Studies Quarterly, June 2001, vol. 45, no. 2, 317-338.
[32] Véase Edward Said, Orientalism (New York: Vintage Books, 1979) y Culture and Imperialism (New York: Vintage Books, 1994).
[33] Tariq Ali, The Clash of Fundamentalisms. Crusades, Jihads and Modernity (London: Verso, 2002).
[34] Erasmo, “Utilísima consulta acerca de la declaración de la guerra al turco”, en Obras escogidas (Madrid: Aguilar, 1964), 997-1027. Véase, además, su “Querella de la paz” (ibid., 965-994) obra clásica de literatura antibélica.
[35] Hernán Cortés, Documentos cortesianos, 1518-1528 (ed. José Luis Martínez) (México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México – Fondo de Cultura Económica, 1990), 165. Véase Gustavo Gutiérrez, Dios o el oro en las Indias (Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1989) y Luis N. Rivera Pagán, Entre el oro y la fe: El dilema de América (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995).
[36] Véase el capítulo titulado “The American Presidency and the Rise of the Religious Right,” de Kevin Phillips, American Dynasty: Aristocracy, Fortune, and the Politics of Deceit in the House of Bush (New York: Viking, 2004), 211-244 y Juan Stam, “El lenguaje religioso de George W. Bush: análisis semántico y teológico”, Signos de Vida (Consejo Latinoamericano de Iglesias), núm. 28, junio 2003, 2-6.
[37] Juan Antonio Estrada Díaz, “El Dios de la guerra: la manipulación política de lo religioso”, disponible en http://perso.wanadoo.es/laicos/2002/768T-violencia-y-religion.htm.
[38] El islam creció de casi 200,000,000 fieles, en el 1900, a cerca de 1,200,000,000, en el 2000; o, en otros términos, del 12.35 al 19.6 por ciento de la población mundial. David B. Barrett and Todd M. Johnson, “Status of Global Mission, 2004, in Context of 20th and 21st Centuries,” International Bulletin of Missionary Research, Vol. 28, No. 1, January 2004, 25. De acuerdo a esas estadísticas, el cristianismo pasó de casi 560,000,000 de fieles, en 1900, a cerca de 2,000,000,000, en 2000, una reducción proporcional del 34.5 por ciento al 33 por ciento.
[39] Véase Emran Qureshi and Michael A. Sells, The New Crusades: Constructing the Muslim Enemy (New York: Columbia University Press, 2003).
[40] Lamin Sanneh, Translating the Message: The Missionary Impact on Culture (Maryknoll, NY: Orbis Books, 1989).
[41] Baruch Spinoza, Tratado teológico-político (1670) (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1976).
[42] Jorge Luis Borges, Selected Poems, edited by Alexander Coleman (New York: Viking, 1999), 382.
[43] Según un estudioso norteamericano, este atroz hábito se revive en ciertas modalidades del cristianismo africano que imaginan la vida humana enfrascada en lucha mortal contra demonios y hechicerías. Philip Jenkins, “The Next Christianity,” The Atlantic Monthly, October 2002, 60.
[44] Luis N. Rivera Pagán, “Reflexiones teológicas sobre la homosexualidad”, en, del mismo autor, Fe y cultura en Puerto Rico (Quito y San Juan: Consejo Latinoamericano de Iglesias, 2002), 72-82. Véase, además, Mario Vargas Llosa, “El pecado nefando”, El país, 10 de agosto de 2003.
[45] Congregación para la doctrina de la fe, Declaración: Dominus Iesus. Sobre la unicidad y la universalidad salvífica de jesucristo y de la iglesia (Ciudad del Vaticano, 2000). Véase la aguda crítica de Leonardo Boff, “¿Quién subvierte al Concilio? Respuesta al Cardenal J. Ratzinger a propósito de la Dominus Iesus”, Revista Latinoamericana de Teología, año xviii, núm. 52, enero – abril 2001, 33-48. Una visión apologética de la declaración la desarrolla Walter Kasper, “Present Day Problems in Ecumenical Theology,” Reflections (Center of Theological Inquiry, Princeton, New Jersey), Spring 2003, Vol. 6, 61-65.
[46] Jacques Dupuis, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso (Santander: Sal Terrae, 2000); Raimon Panikkar, The Intrareligious Dialogue (revised edition) (New York: Paulist Press, 1999); Aloysius Pieris, El rostro asiático de Cristo: notas para una teología asiática de la liberación (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1991), Michael Amaladoss, Life in Freedom, Liberation Theologies from Asia (Maryknoll, NY: Orbis Books, 1997).
[47] Boff, “¿Quién subvierte al Concilio?”, 47.
[48] Amos Elon, Jerusalem: Battlegrounds of Memory (New York/Tokyo/London: Kodansha International, 1995).
[49] Johann Baptist Metz, “La compasión. Un programa universal del cristianismo en la época del pluralismo cultural y religioso”, Revista Latinoamericana de Teología, año xix, núm. 55, enero – abril 2002, 25-32.
[50] Un ejemplo notable es la teología latinoamericana de liberación, cuyos orígenes han sido magistralmente estudiados por Samuel Silva Gotay, El pensamiento cristiano revolucionario en América Latina: Implicaciones de la teología de la liberación para la sociología de la religión (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1981; Salamanca/San Juan: Ediciones Sígueme/Editorial Cordillera, 1983; Santo Domingo: Ediciones de CEPAE, 1985; Río Piedras: Editorial Huracán, 1989) [tr. al portugués: O pensamento cristão revolucionãrio na América Latina e no Caribe (1960-1973) (São Paulo: Edições Paulinas, 1985); tr. al alemán; Christentum und Revolution in Lateinamerika und der Karibik: Die Bedeutung der Theologie der Befreiung für eine Soziologie der Religion (Frankfurt am Main: Würzburger Studien zur Fundamentaltheologie, Band 17, 1995)].
[51] “Homilía de 24 de frebrero de 1980”, en Día a día con monseñor Romero: Meditaciones para todo el año (Madrid: PPC Editorial, 2005), 377.
[52] Jonathan Sacks, The Dignity of Difference: How to Avoid the Clash of Civilizations (London: Continuum, 2002).
[53] Citado por Claudia Koonz, The Nazi Conscience (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2003), 1-2.
[54] “Homilía de 8 de octubre de 1978,” en Día a día con monseñor Romero, 170.
[55] José Lezama Lima, La expresión americana (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1993), 7.
[56] John Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano (orig. 1690) (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1956), 710.
[57] Umberto Eco y Carlo Maria Martini ¿En qué creen los que no creen? (México, D F.: Taurus, 1997), 114.
[58] “Homilía de 24 de marzo de 1980”, en Día a día con monseñor Romero, 405.
[59] “Homilía de 27 de enero de 1980”, en Día a día con monseñor Romero, 343.
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