Es el encuentro de un maestro principal contra el gran Maestro. El escenario está listo y el hombre abre el debate: “Rabí sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él.” (Juan 3:2).
Buen discurso inaugural. Es un primer golpe asestado al estilo de los grandes pugilistas del cuadrilátero, cargado con fuertes argumentos teológicos. No se podía esperar menos de un gran erudito y conocedor de la ley.
Pero Jesús no reacciona de la misma manera. Observa en lo más recóndito del corazón de este maestro. Hace falta más que una acertada declaración filosófica para engendrar una fe salvífica. Quizás por eso le ofrece una afirmación: “Te aseguro que el que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3: 3).
Desestabiliza la lona y la lógica de este letrado que, desconcertado, no logra entender el símil presentado.
Nacer es: Morir para luego brotar en el Espíritu; retomar el “corazón de niño” -olvidado quizás- mucho tiempo atrás; es un cambio de mente y de espíritu; abandonarse para permitir que esta vez sea Jesús quien gobierne sobre su libertad y, con nuevos ojos, atreverse a creer que allí donde otros ven muerte y esterilidad, puede germinar una nueva vida.
¡Esto es entrar en el Reino de Dios! Es un camino que para algunos podría parecer absurdo. Es trazar una nueva ruta y empezar el descenso. Cambiar la posición de ilustre para volver a ser estudiante y permitir ser instruido.
Se nota en el contenido de las nuevas palabras de Nicodemo, cargadas de sencillez, el estilo de aquellas pintorescas preguntas que hacen los niños y las niñas en su etapa de los “mil y un porqués” más que las interrogantes de un maestro principal: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo…? ¿Puede un hombre entrar de nuevo en el vientre de su madre…? ¿Cómo puedo hacer esto…? ¿Cómo?
Pero es así como comienza su seguimiento.
Varios años atrás, iniciando mis estudios teológicos, asistí a un curso impartido por un profesor invitado, Gordon Fee, reconocido en el mundo de la erudición bíblica y escritor estadounidense. Durante un descanso salí a la cafetería. En una pequeña mesa identifiqué a un señor norteamericano, como de 70 años y de grandes ojos azules. Me senté a su lado y comenzamos a conversar. Me dijo que tenía un doctorado en teología. Sus siguientes palabras, las cuales nunca podré olvidar; en verdad me sorprendieron: “Estoy aquí porque quiero conocer a Jesús” . Todo un experto en las verdades bíblicas y, sin embargo, reconocía no conocer al Jesús de la Biblia.
Por supuesto, la sabiduría y el conocimiento son importantes, siempre y cuando no se conviertan en una excusa para dar rienda suelta a nuestra arrogancia y creamos que podemos “abofetear” a los más humildes con nuestras sapiencias, aunque en el fondo sabemos que nuestro vacío interior nos está pidiendo ¡una renovación espiritual!
Bien haríamos en aprender de Nicodemo, que decide “dejar de caminar entre sombras” para iniciar el seguimiento con aquel que declaró ser la Vida y la Luz.
Volviendo a la escena anterior, reconozco que callé, no estaba preparado para tal respuesta. ¿Qué podía yo ofrecerle a éste hombre ilustrado más allá de mi sencillez cuando lo que buscaba era precisamente la vida? Le ofrecí lo que consideré mis perlas más preciosas: una oración interna, una sonrisa y unas palabras de esperanza mientras agregaba: ¡Espero que lo encuentre…!
Al concluir el curso, los allí presentes agradecimos al Señor la sabiduría y la espiritualidad de este profesor. Nutrió y desafió nuestras mentes, y nos ayudó a beber de un caudal fresco que sació nuestra sed interna.
Al otro lado del salón divisé los ojos azules que se conectaron con los míos. No hubo necesidad de añadir palabra alguna. El rosto de este hombre mayor, cuyo nombre no logro recordar, resplandecía. Comprendí al instante que el encuentro se había producido. Finalmente había iniciado el seguimiento con Jesús.
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