¿Nunca te has puesto a pensar por qué la envidia es un pecado que lo tienen otros? ¿Por qué la envidia pareciera ser el virus causante de una epidemia, pero que nadie asume ser portador? ¿Por qué este fenómeno de la envidia? Desde los cuentos y relatos universales, el personaje envidioso es aquél que en soledad piensa en el odio que tiene por los logros y virtudes ajenas; aquél que con amargura se frota las manos amasando un desquite, pero ¿realmente conocemos a alguien así? ¿Será esa imagen extrema la causante de que rechacemos la idea de que tenemos envidia? He escuchado a otros compartir abiertamente sus problemas con la gula, con la irresponsabilidad e incluso con la pornografía, pero no recuerdo haber escuchado a nadie hablar de su propia envidia. La envidia no parece estar en el centro de nuestro escenario mental.
Ahora bien: ¿Por qué la envidia se oculta de mi propia conciencia? Cuando me dispongo a reconocer la envidia que está dentro de mí, súbitamente me doy cuenta de algo. Hay una resistencia cuando lo pienso. Explorando, llegué a la conclusión de que la resistencia para reconocerla viene de la mano de un preconcepto que tengo: la asociación que hago entre la envidia y la infelicidad. Creemos, culturalmente que el que tiene envidia es un completo infeliz y como no nos gusta vernos como completos infelices generamos un cortocircuito cognitivo. Pero entonces, ¿quién es envidioso? ¿lo somos todos, aunque sea un poco? Mi opinión con respecto a esto viene de la mano de algo que nos es universal y que, aunque en sí mismo no es algo malo, puede ser la antesala de la envidia: la comparación.
La comparación es universal sencillamente porque comparando nos construimos, aunque sea en parte. Soy hombre porque existen otros seres; soy varón, porque existen mujeres; soy argentino porque existen otras naciones. Comparando me voy delimitando, voy construyendo quién soy, quién no soy y quién quiero ser. Por eso sostengo que así como todos podemos tropezar porque vivimos caminando, todos podemos tener envidia porque vivimos comparando, aunque no necesariamente la comparación devenga en envidia, por supuesto.
Entonces, ¿cuando y como somos envidiosos? En este punto no me atrevo a hacer generalidades. Como no puedo saber cómo opera la envidia en la mente de otros, voy a exponer mayoritariamente lo que surge de experiencias personales con mi propia envidia y quizá en medio de estas singularidades, aparezcan algunos rasgos universales. Encuentro dos manifestaciones:
Envidia espontánea. Cuando a veces escucho a alguien contándome una novedad, un otro que quiere compartir su alegría por un logro —por ejemplo—, noto este fenómeno: por un lado aparece en mi conciencia una alegría sincera y fluida, mientras que en paralelo, una maquinaria viciada y narcisista se desvía. Cuando me deslizo hacia la envidia me alejo del otro y dejo de trascender mis fronteras, vuelvo a mi mismo, me vuelvo egoísta y me pregunto: ¿Por qué no soy como él o ella? ¿Por qué no puedo tener lo que él o ella tiene? Otra vez, la comparación es ineludible, se da de forma automática. Aun así, si soy capaz de atraparme en el acto, de captar ese pensamiento paralelo que muchas veces está al margen de la conciencia, puede que el motor de esa cognición no me aturda tanto en mi escucha y no entorpezca la expresión de mi alegría. Si siento de continuo esta envidia hacia alguien, hacia sus logros y facultades, probablemente pierda espontaneidad. Voy a notar en mi mismo una mueca torpe, una sonrisa distorsionada o quizá un sutil rechazo desde lo no-verbal, un chiste irónico que introduzca la envidia de forma velada. Pero esto no termina aquí. Hay una envidia aún más mortífera. La anterior no me permite fluir y dificulta el encuentro, pero la que sigue siembra odio y resentimiento.
Envidia crónica. En el párrafo anterior reflexionaba sobre una envidia casi innata que nace desde la comparación automática, la que me lleva al ensimismamiento y me aleja del encuentro. La que sigue tiene un curso crónico y destructivo, es la que observa la vida del otro y ya no solo me lleva a encerrarme en mí; esta envidia me lleva a la rabia. Es la envidia que frente a un logro ajeno me dice: No lo merece; Fue fácil para él o ella; Claro, porque no le pasa como a mí que…, o Siempre tuvo suerte. Esta envidia no tiene ningún aspecto paralelo de alegría. Esta envidia es la que quiere lo que el otro tiene. Atrapado por la misma, si no puedo tener lo ajeno no resbalo hacia la frustración, sino a la destrucción del otro en la fantasía de mi mente. Esta es la envidia que me hace albergar rencores y que va sembrando ideas malignas sobre el otro. Caigo en esta envidia cuando no puedo lidiar con que el otro tiene aquello que quiero. En vez de aceptar mi carencia, mi mente acusa al otro de inmerecedor de lo que posee o es. Es allí mismo donde aparecen los hermanos de la envidia: el rencor y el fastidio, la rumiación y la codicia.
Como comenté más arriba, para escribir esto me puse a pensar principalmente en mi propia envidia. No fue nada fácil, no es sencillo cargar con ella. No obstante pude hacer algo. Pude conocerla un poco más, aceptarla y no negarla. No asustarme, familiarizarme con la idea de la envidia dentro de mí fue un desafío. Identifiqué a quienes envidio junto con las razones y fue muy doloroso. Me dispuse a orar y rogar a Dios por libertad. Sin duda, quisiera no experimentar esa tendencia, pero principalmente quiero que no ejerza su dominio silencioso. Fue así como pude saborear, aunque de manera imperfecta, que aceptar mi propia envidia suscita su deconstrucción desde adentro; para desbaratar la envidia tengo que hacerme consciente de lo que deseo. Habiendo hecho esto en casos concretos, pude reelaborar mi imagen del otro y conocer más mis carencias ocultas.
Finalmente, ¿donde está Dios en todo esto? Resuena cada tanto en mi mente la invitación que Jesús le hace a Pedro en el Evangelio de Juan, capitulo 21. Intrigado por el destino de Juan, Pedro pregunta: “—Señor, ¿qué va a pasar con éste? Jesús le contestó:—Si yo quiero que él viva hasta que yo regrese, ¿qué te importa a ti? Tú sígueme.” Jesús nos invita a trascender, a no quedar pegados a las comparaciones con las vidas ajenas. La invitación es mirar a Jesús, a seguirlo, esto es construir desde el amor, el servicio, la calidez, la empatía y la gracia. El poder del amor del Dios incondicional fue en mi caso la catapulta hacia la aceptación. Si he experimentado que ya no hay condenación puedo saber que puedo reconocerme envidioso ante mí mismo y ante Dios, el que todo lo abraza. Junto a Dios puedo elaborar mi envidia en un lugar de confianza. Puedo soltar al otro y hacerme responsable de mis propias necesidades y caprichos.
Dios hace salir el sol sobre justos e injustos. Quizá otros tengan más posibilidades que nosotros, mas éxito, mas bienes, mas bendiciones, en otras palabras más gracia, que así mismo nosotros también disfrutamos, ¿acaso no se trata todo de eso? Si podemos reconocernos pobres en espíritu, podremos ver que todo es gracia, soltaremos la envidia y podremos ser agradecidos y celebrar la vida de los otros.
Espero que este sondeo por mi propia envidia sea un impulso para tu propia exploración, con el fin de ser, junto a Dios, progresivamente libres.
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