La comprensión de la compleja realidad del ser humano ha oscilado, en el ámbito de la filosofía, entre el monismo y el dualismo. El monismo explica la realidad cosmológica y antropológica, considerando que todo lo existente se reduce a la materia y a sus manifestaciones. El hombre, en este modelo, es entendido unidimensionalmente y explicado en términos biológicos como también sugieren la psicología de corte empirista y la neurociencia cognitiva.
El empirismo señala que solo es posible conocer aquello que es accesible a los sentidos o los métodos de investigación científica. Si algo no es accesible por este doble camino de los sentidos o de los métodos de la ciencia, no existe y, en el caso de existir, no es verificable. El monismo centrifuga, pues, toda realidad no física.
El empirismo postula la inexistencia de lo inmaterial. Es evidente que con los métodos de investigación disponibles no puede objetivarse aquello que no es material (autoconciencia, sentimientos, emociones, pensamiento…); pero concluir de ello su inexistencia es un reduccionismo que impide una explicación integral del ser humano. Con la marginación de algunos elementos constitutivos de su naturaleza (pensamientos, sentimientos…) la persona se asemeja a una caja negra de la teoría de sistemas, siendo su conducta tan solo la respuesta del organismo a los estímulos del medio. Nos hallamos frente a una visión mecanicista en la que la libertad y la responsabilidad son puro espejismo.
Pero el hombre trasciende su materialidad o, en otros términos, de su organicidad surge el yo y la conciencia. Alma, espíritu, elan vital (H. Bergson), soplo de vida… son expresiones que hemos ido utilizando en nuestro devenir histórico para explicar nuestra esencialidad diferencial de estar constituidos por algo más que materia. Y de ahí, el dualismo (Platón, Descartes…) con todas sus desafortunadas derivaciones a la hora de comprender la naturaleza humana.
El dualismo ha impregnado históricamente el cristianismo dando lugar a una visión negativa del cuerpo y una visión sublimada del alma. Un desprecio por la corporalidad, la sexualidad… y un énfasis exorbitado para salvar almas inmateriales. Torturas del cuerpo para redimir el espíritu.
A la luz de los cocimientos actuales sobre la integralidad del ser humano, se hace imprescindible encontrar una alternativa tanto al reduccionismo del monismo materialista, por su negación implícita del mundo del espíritu, como al dualismo de corte platónico que ha impregnado la filosofía, la antropología y la teología hasta el racionalismo y, en algunos entornos eclesiales, hasta el presente.
Una alternativa es la de postular la emergencia del espíritu en el mundo material, como describen P. Clayton y otros investigadores, para explicar, sin reduccionismos de ningún tipo, nuestra compleja plural unidad. Quizá, en el fondo, se actualizan las clásicas intuiciones formuladas por aquel científico, filósofo y poeta que fue P. Teilhard de Chardin en su singular concepción de la vida, de la humanidad y del universo.
La emergencia del espíritu es posible por lo que el cardenal K. Rahner denominaba la autotrascendencia activa de la materia (una forma de explicar cómo, de estructuras simples, como pueden ser las neuronas en las que solo se dan reacciones físicas y químicas, surge, de su conjunto o cerebro, la mente, el psiquismo, la autoconciencia, la espiritualidad…) y por medio de la acción trascendental divina (Dios como creador y dinamizador de los procesos que desde la materia inorgánica han permitido alcanzar la dimensión espiritual del ser humano).
Plantear la emergencia del espíritu en el mundo material es reconocer el sustrato biológico de la persona sin aliarse con el reduccionismo del monismo, por considerar que, aun siendo la biología condición necesaria, no es suficiente para explicar el pensamiento, la libertad, el ámbito simbólico o la dimensión religiosa del espíritu humano.
El modelo de la emergencia del espíritu en el mundo material también se distancia del dualismo platónico y posterior y su referencia a dos realidades o sustancias: cuerpo y alma. En su lugar, defiende una visión integral del ser humano como una única entidad en la que distinguimos distintos niveles como son la materialidad del cuerpo humano y el yo y la conciencia que emerge de esta base somática, fundamentalmente del cerebro.
La expresión antropológica de Pablo: «todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo» muestra tanto la unidad e integralidad de la persona (ser en singular) como sus diversos niveles de manifestación. Esta visión holística se halla en consonancia con las aportaciones de las ciencias humanas de considerar la corporalidad como sustrato necesario para el emerger de las facultades superiores, incluido el ámbito de lo religioso como han puesto de manifiesto diversos trabajos sobre el papel de las estructuras cerebrales o las aportaciones recientes sobre inteligencia espiritual.
La consideración de la base orgánica como fundamento de la espiritualidad ya había sido expuesta por W. James en una de sus obras sobre las modalidades de la experiencia religiosa. «…todos nuestros éxtasis y sequedades, nuestros anhelos y excitaciones, nuestras dudas y creencias… están fundadas orgánicamente». La antigua creencia del alma o de la mente, como una realidad autónoma que puede explicarse por sí misma e independiente del cuerpo pertenece a la premodernidad y ha sido sustituida por la visión integral del ser humano, en consonancia con el estado actual de conocimientos biológicos, neurológicos y psicológicos.
Nos hallamos frente a dos niveles de una sola realidad que también puede expresarse como una dualidad sin dualismo. Lo mental, y por extensión lo espiritual, dependen de la corporalidad. Con este concepto de emergencia del espíritu desde lo somático, la dinámica mental sigue siendo descrita de forma objetiva a través del método científico, pero también de modo subjetivo desde el propio yo reconociéndose, de este modo, la integralidad del ser humano y sus diferenciales manifestaciones cognitivas, emocionales y espirituales.
Todo cuanto nos es dado observar y estudiar no deja de ser, en clave creyente, una manifestación del amor de un Dios creador y sustentador, en el devenir temporal, de cuanto existe y que nos incluye.