Jesús se caracterizó por su dureza al tratar con el liderazgo religioso de su tiempo. En cambio, con sus seguidores y con el pueblo fue un pastor compasivo y tierno. Aunque hubo ocasiones en las que también fue enérgico, sobre todo con aquellos que actuaban al calor de las emociones. Por ejemplo, ante el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, sus seguidores reaccionaron de forma sensacionalista con el deseo de entronizarlo. El Señor les iba a mostrar qué clase de reinado buscaba establecer, más allá de las pretensiones asistencialistas y políticas que demandaban esos seguidores.
En este contexto Jesús les increpa y los oyentes reaccionan a sus palabras: ¿Qué es lo que Dios quiere que hagamos? La dialéctica de Jesús es simple, sencilla y diáfana, pero profunda, así como su respuesta: “…crean en mí, que soy a quien él (Padre) envió.” Esta era una invitación abierta al Reino, la oportunidad de saciar en Jesús el hambre espiritual y heredar las promesas del Reino prometido por siglos.
Sin embargo, los judíos tropezaron. Su escepticismo fue mayor que su fe. ¿Acaso no era una blasfemia para la enseñanza y la teología tradicional atribuirse cualidades divinas? ¿No era Jesús tan solo el hijo de José el carpintero y de María? ¿Cómo se atrevía a decir que era “el pan que descendió del cielo”, entre otras afirmaciones? Quizás por ello respondieron: “Dura es esta declaración; ¿quién puede escucharla?”
Pero, más duros fueron sus corazones cubiertos de arrogancia y necedad. Ellos no lograron comprender que aquél que hablaba era el Cristo, el Mesías esperado por todos los tiempos, el “verdadero pan que descendió del cielo”. Y aquellos que pocas horas antes querían proclamarle rey, “volvieron atrás” y “ya no andaban con él”.
¿A Jesús le causó consternación esta actitud de abandono? ¿Era acaso el fin de su ministerio? Todo lo contrario, y para no dejar dudas se dirige a los suyos, los más cercanos, sus discípulos, y les hace una pregunta: “¿También ustedes quieren irse?”
Ante el silencio de los otros evangelios y a falta de más información por parte del apóstol Juan, autor del texto, no es fácil conocer el tono y las emociones con las que Jesús se expresó. ¿Eran reflexivas o por el contrario, enérgicas? ¿Se sentía decepcionado, triste o iracundo? Lo cierto es que ninguna de esas cuestiones debilita la fuerza y la radicalidad de su pregunta. Aunque a pesar de todo, con Jesús siempre hay opciones: se le sigue o no se le sigue. La decisión es personal, eso sí, aunque los términos del seguimiento es él quien los define.
Pedro responde… Pedro es la viva voz de los que se quedaron al margen (el seguimiento no es solo una decisión individual, es un acto comunitario). Pedro también es libre para escoger y a pesar de no comprender exactamente las exigencias, o el precio del seguimiento – hasta más adelante- aun así escoge a Jesús. Elige lo que para él es su libertad: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Seguirle no significa ausencia de error, desánimo o falta de fe. La invitación es asumir un compromiso y, en ocasiones, caminar sin saber si hay un suelo seguro que nos sostenga. Seguirle es más que el abrazo del dogma, la teología o la religión. Se abraza la vida que se va descubriendo en él, por él y para él. Seguirle es un acto de obediencia y esperanza, porque sin importar los momentos de escasez o de abundancia, de esperanza o desesperanza, las largas vigilias que empañan nuestra óptica de la vida, de las cosas y hasta del mismo Dios, estamos dispuestos a continuar en la espera de nuevas alboradas que traigan luz a nuestros horizontes.
Esto y más es más, es la locura del seguimiento, que solo y solamente se entiende cuando somos confrontados por Cristo y nos pone, como a Pedro, en la encrucijada: “¿A quién iremos?”
La pregunta continúa abierta… ¿También nosotros queremos irnos? ¿Qué define lo que buscamos en Jesús? ¿Por qué y para qué le seguimos? Las interrogaciones no son sólo un ejercicio que apela a la retórica, son una llamada a examinar nuestras vidas y nuestras acciones, y a reflexionar en nuestro peregrinaje desde la cotidianidad de la vida en el seguimiento del Cristo, el Hijo del Dios viviente.
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