“Me siento tan tentado, tan tentado a perder las esperanzas. Estoy asustado. El silencio de tu espera es terrible. Rezo, pero estoy perdido. ¿O es que sólo estoy rezando al silencio? A la Nada.”
Sebastião Rodrigues, Silence (Martin Scorsese).
La pandemia del Covid-19 ha provocado que procesos de digitalización se hayan visto bruscamente acelerados. Sin duda, con mayor o menor resistencia, era una realidad imposible de eludir en el mediano y largo plazo (Harari, 2018). Lo que nunca imaginamos es que tendríamos que elaborar nuestros ministerios eclesiales a través de plataformas digitales. La cultura analógica de ser y hacer iglesia en Latinoamérica, con todo el elemento de la corporalidad y afectividad fraternal de nuestras comunidades, fue abruptamente interrumpida por una disyuntiva paradójica: en nuestra lejanía, está el amor.
Por tanto, lo que por mucho tiempo representó una amenaza para los fines disciplinarios y la moral doméstica de la iglesia, internet y redes sociales, hoy se transforma en los medios por los cuales aquello que sentimos decir, sale al mundo, quizás sin límites de resguardo.
En lo tocante al fenómeno religioso ha habido variados intentos por releer (vacíamente) la importancia de nuestros templos y de la liturgia. Aminorar la repercusión de la sacralidad de nuestros cultos, no ayuda a asumir que estamos entrando francamente en un proceso de des-ritualización[1].
El culto cristiano en tiempos de pandemia ha dejado claro que hoy lo que importa es comunicar, no necesariamente hacer comunidad. Importa decir y ojalá, decir firme, no necesariamente escuchar. Se revela entonces lo trascendental que es el espacio de seguridad, rehuir la intemperie, negar la incertidumbre, anular el espacio de lo incierto.
Creo que debemos enunciar una pregunta necesaria: ¿Cómo pensar a Dios en tiempos de inseguridad, intemperie, incertidumbre y particularmente, silencio?
Uno de los elementos propios de la espiritualidad-arte barroco (S. XVI-XVIII) es el horror vacui o miedo al vacío. Basta con apreciar, por ejemplo, La batalla de Zama por Giulio Romano, para notar de qué trata esta manera de concebir el espacio comunicativo: llenarlo todo, no dejar espacio alguno. Curiosamente el concepto se le adjudica al crítico de arte Mario Praz al sentirse agobiado por la observación de este arte.
Tal como el arte barroco, la espiritualidad evangélica en tiempos de pandemia tiene horror al vacío, no soporta el espacio llano, busca llenarlo todo. Y esto no es en ningún caso, un llamado a dejar de hacer ministerio a pesar de las circunstancias, sino que a resignificar los lenguajes de Dios y a reaprender el silencio como oportunidad comunicativa.
Es cierto, Dios nunca deja de comunicar, por tanto, entendemos que en ocasiones guarda silencio.
El evangelio de Lucas (1:5-25) relata una breve historia acerca de los padres de Juan Bautista, Elisabet y el sacerdote Zacarías, este último quien experimentó un largo enmudecimiento a raíz del descrédito de la buena noticia de su embarazo. Un largo silencio, una larga espera, un tiempo de incertidumbre, un anuncio incierto y quizás impensado, una buena noticia entre la desgracia de la infertilidad, una resurrección social que volvió a la vida a este par de ancianos, para luego y solo luego de haber nacido su anhelado hijo, romper el silencio. Un largo tiempo, una larga espera que abrió por fin el corazón al misterio inexorable de Dios, para desde ahí declarar: “y nos ha suscitado una fuerza salvadora” (v.69a).
Y así, solo desde la intemperie poder apreciar el abrigo de nuestras casas, desde la incertidumbre entender lo ininteligible de la fe. Abrazar y propiciar tiempos de silencio que den más espacio al acontecer de la “fuerza salvadora” del evangelio.
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[1] Recientemente se ha anunciado el lanzamiento de “La desaparición de los rituales” por el filósofo Byung Chul Han, en el que trata el tema de la priorización de la comunicación y pérdida de la comunidad identitaria.