La religiosidad institucional no goza, en nuestros lares, de buena salud. La gente abandona la práctica religiosa en relación inversa a la edad. Cuanto más jóvenes, menos iglesia. Las causas son plurales, pero pueden sintetizarse en dos ejes: el teológico y el institucional.
En relación con el primero, no están las nuevas generaciones para renunciar a sus aspiraciones naturales de disfrutar de la vida ni a sus deseos más profundos de felicidad. No admiten ya la «pastoral del miedo» de la que hablaba Jean Delumeau, historiador francés, refiriéndose a la narrativa del pecado, la culpa, la condenación y el fuego eterno del inferno… Tampoco pueden identificarse con una teología premoderna, desvinculada del conocimiento alcanzado por los distintos saberes y alejada de la realidad.
Si nos adentramos en el eje institucional, nos preguntamos cómo es posible asumir sin indignación, entre otras manifestaciones: a) la orientación al poder y al control de las consciencias por parte de algunos dirigentes de las comunidades, b) las situaciones encubiertas de abuso espiritual (u otros abusos) o c) la falta de respeto por los Derechos Humanos al relegar al ostracismo a la mujer.
Todo este entramado ideológico e institucional se halla en contradicción con las más elementales y legítimas aspiraciones del ser humano como pueden ser sus derechos y su dignidad. Por todo ello, no es de extrañar que muchos abandonen las iglesias y que, implícita o explícitamente, expresen con mayor o menor vehemencia: «hasta aquí!». Y, a partir de este posicionamiento, la indiferencia en materia religiosa, el agnosticismo, el ateísmo o, en el mejor de los casos, el mantenimiento de la fe al margen de los cauces eclesiales.
Con todo, ni el apearse de la institución; ni el cristianismo sin pertenencia eclesial, ni el mantenerse frustrado en la estructura resuelven la cuestión de fondo, como es el sentido último de toda realidad. Esto es así porque el ser humano continúa formulándose preguntas fundamentales a causa de su naturaleza espiritual. Según Carl Gustav Jung, padre de la psicología analítica: «el hombre es religioso (espiritual) por naturaleza, en él hallamos un instinto religioso (hoy hablaríamos de espiritualidad o de inteligencia espiritual) que forma parte integrante de su estructura psíquica. Negarlo significaría comprender de manera parcial la vida psíquica».
Ello explica que cada vez se hable más de espiritualidad en detrimento de la religión. Son muchas las personas que actualmente se confiesan espirituales, pero no religiosas en el sentido convencional de término. Hablamos incluso de espiritualidades laicas para describir a quienes viven su sentido de trascendencia en ámbitos no religiosos como pueden ser el compromiso social y humanitario, la ecología o las plurales manifestaciones estéticas. Se infiere, pues, una cierta dificultad para acotar y describir el término.
En algunos casos, se interpreta como la capacidad personal per medio de la cual el hombre y la mujer indagan la dimensión profunda de la realidad, se interrogan por su sentido último y se orientan al Misterio que les envuelve, con independencia del nombre que usen para describirlo. Un riesgo latente de esta visión, un tanto restrictiva, es la posibilidad de establecer una dicotomía entre lo espiritual y lo material, como si este último aspecto quedase excluido de esta faceta humana. Como si todo aquellos que tiene que ver con la corporalidad fuera ajeno al espíritu, como tradicionalmente se ha dado a entender desde el dualismo platónico que no terminamos de sacarnos de nuestra conciencia.
En otros casos, se incluyen los contenidos del plano ético y del estético, por cuanto ambos aspectos también nos permiten trascender la individualidad, y nos orientan y facultan para relacionarnos empáticamente con los demás o para crear objetos útiles y/o bellos. En este supuesto más integrador, la vertiente inmanente refleja la trascendente, entendiéndose, como describe el teólogo José M. Castillo, que: «todo el dinamismo humano está radicalmente invadido, penetrado, transido por lo sobrenatural y lo divino».
Una definición de síntesis es la de Steve Nolan, Philip Salmarsh y Carlo Leget: «La espiritualidad es una dimensión dinámica de la vida humana que hace referencia a la manera a través de la cual la persona experimenta, expresa o indaga el sentido de su existencia, la manera cómo se relaciona con el momento presente y consigo misma, con los demás, con la naturaleza, con Dios y con todo aquello que es significativo o sagrado».
Esta comprensión de la espiritualidad abarca la vida completa: el plano físico, el nivel cognitivo, la dimensión emocional, la estructura profunda del ser, las relaciones sociales, el compromiso, la ciencia y la técnica, el respeto por la naturaleza, la creatividad y el arte, la orientación al Misterio que nos habita… Con tal especificación se supera el viejo dualismo (con todas sus connotaciones negativas en relación con la corporalidad, el placer…) y se asocia la espiritualidad con aquello que nos ha permitido transitar de homínidos a humanos (sociabilidad, compasión, empatía, creatividad, cooperación…).
En un momento de una cierta saturación en el mercado de las ideas filosóficas, de las religiones o de las prácticas psicológicas para el desarrollo personal, no se trata tanto de presentar una espiritualidad sugestiva cercana a las nuevas sensibilidades i demandas de autoayuda, para asegurarnos el éxito en términos de marketing; sino de compartir una vivencia genuina y refrendada por la experiencia creyente.
La espiritualidad tiene que ver con cultivo de la dimensión más profunda del ser; pero no es mera introspección que nos aísla del mundo. No es una evasión de nuestros cometidos familiares, sociales, políticos; al contrario, es compromiso y responsabilidad. Es vivir la vida en plenitud. Es plena consciencia de nuestra realidad en todas las áreas de actuación.
Quizá una de las mejores descripciones es la que nos sugiere Castillo al entender que: «No es un proyecto que entra en conflicto con lo auténticamente humano, sino que es precisamente la plenitud de lo humano que hay en nosotros y el camino para que cada uno sea él mismo y se realice plenamente». En síntesis, señala el teólogo granadino: «la espiritualidad es la vida tomada en serio.
Jaume Triginé
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