El estudio del hecho religioso evidencia que, en los periodos históricos anteriores a la modernidad, la conceptualización de lo cosmológico y de lo antropológico se hallaba fuertemente mediatizada por las creencias religiosas.
Con la llegada de la modernidad y las ideas racionalistas de la Ilustración, empezó a tomar cuerpo el pensamiento de que el universo, cada vez más y mejor conocido, podía ser explicado a partir de leyes físicas sin necesidad de recurrir a explicaciones sobrenaturales.
Por otro lado, el empirismo señala que solo es posible conocer aquello que es accesible a los sentidos o a los métodos de la investigación científica. Si algo no es accesible por este doble camino no existe. Se niega, con estos nuevos procesos de pensamiento, la entidad de toda realidad no física y, si es que existe, queda fuera de toda posibilidad de investigación y posterior explicación.
Con todo ello, la idea de Dios se tambalea y los maestros de la sospecha le dan la puntilla definitiva. Para L. Feuerbach Dios no es más que una proyección de la naturaleza y de los anhelos humanos. Para S. Freud la religión tiene tintes de neurosis, de regresión a las estructuras infantiles. Para el psicoanalista austriaco, Dios no deja de ser una ilusión. K. Marx considera la religión como opio del pueblo tras su análisis de las condiciones de vida injustas e inhumanas del proletariado y un obstáculo para la felicidad.
Y así llegamos al concepto de la muerte de Dios en F. Nietzsche, muerte que propiciaría la aparición del superhombre que, rompiendo con los valores tradicionales, dejaría atrás todas las alienaciones religiosas y le permitiría alcanzar la verdadera libertad.
Con la llegada, pues, de la modernidad, con la primacía de la razón, el método científico, la visión mecanicista de los procesos, la industrialización, las sociedades del conocimiento, la afirmación de los derechos humanos… Dios se hace innecesario y las prácticas religiosas tradicionales entran en crisis.
Ciertamente, la racionalización, el empirismo, el método científico… han permitido descubrir leyes universales que han hecho posible el desarrollo científico, técnico, industrial…; pero nos hemos quedado con un reduccionismo o simplificación de la realidad ya que no todo puede explicarse con leyes físicas o fórmulas matemáticas. Siguen existiendo las llamadas preguntas últimas (¿por qué hay un mundo? ¿por qué vivimos? ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿por qué estamos en el mundo? ¿adónde vamos?) y los problemas no resueltos (el problema del mal, el sufrimiento de las víctimas…) que siguen tan vivos como siempre
Hemos avanzado extraordinariamente desde un punto de vista tecnológico, pero el desarrollo moral no ha progresado del mismo modo. El ser humano se ha convertido en mercancía, en recurso… objeto de cálculo, de explotación y de dominio. El hombre ha descubierto la falacia de que la razón, la técnica, el progreso… resolverían todos sus problemas y le conducirían a un estado de felicidad y bienestar.
Es cierto que el progreso técnico, científico y económico ha mejorado la calidad de vida de millones de personas; pero también lo es que ha condenado a buena parte de la población a la pobreza más desesperante por obra y gracia del capitalismo neoliberal.
El ser humano no se resigna a ser un mero recurso. La crítica que antaño se dirigió a la religión, ahora se dirige, además, contra el racionalismo, los modelos económicos, el sistema… y, paradójicamente, asistimos a un resurgir de la espiritualidad que se mueve en los márgenes de la religiosidad tradicional y también fuera de ella, dando lugar a lo que ya se denomina la espiritualidad laica.
Hoy las vinculaciones religiosas están más determinadas por las preferencias individuales (emocionales, estéticas…) que por la tradición dogmática o confesional y, dado el importante supermercado religioso y la pluralidad de ofertas que nos envuelve, la religión a la carta empieza a ser una opción para muchos.
Como en otros muchos aspectos, el dinamismo de la realidad nos sorprende con el paso cambiado y tardamos en reaccionar. Mientras tanto, nuevas generaciones de creyentes, de mentalidad postmoderna, se alinean con los actuales postulados espirituales produciéndose un trasvase desde las iglesias históricas a los nuevos modelos emergentes.
En algunas comunidades, cuando se da la reacción, esta no es otra que el radicalismo y el mantenimiento a ultranza de posiciones, tanto eclesiológicas como teológicas, ancladas en el pasado. Es la reacción con tintes fundamentalistas la que termina provocando nuevos desapegos de la iglesia institucional y nuevas adhesiones a las espiritualidades postmodernas.
La iglesia tendrá que aprender a interpretar los signos de los tiempos en los que debe desarrollar su misión. Vivir en un tiempo histórico más orientado a la espiritualidad que a la praxis religiosa tradicional plantea la necesidad de reflexionar sobre la evangelización y la pastoral.
Las posturas rígidas en cuestiones más culturales que explicativas de una opción creyente, los énfasis estructurales, los modelos heredados… deberán ser substituidos por formas más ágiles, propias de la libertad cristiana. El pensamiento unificador, en doctrinas y prácticas, deberá dar paso al reconocimiento de la diversidad que ha caracterizado a la iglesia desde sus orígenes y al protestantismo de forma especial. Nuestras fronteras sociológicas deberán ser más porosas y abiertas a las diferencias con las que se debe convivir. La iglesia deberá evitar el juicio y ser más inclusiva.
Todo ello, sin pérdida de la propia identidad. La falta de referentes suele conducir a actitudes acríticas y a la aceptación de los nuevos relatos, aunque estos carezcan de razonabilidad y garantía, como ocurre con demasiada frecuencia.
En este contexto de transformación de lo religioso y de mudanza, derivada del desencanto de los modelos tradicionales, la falta de credibilidad de algunos relatos o la fascinación por lo nuevo; se hace imprescindible enfatizar lo sustancial de nuestra propia espiritualidad, individual y comunitaria: el seguimiento al Maestro de Nazaret.
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