La sombra del nacional-catolicismo en España es cada vez más alargada. Lo pudimos comprobar en la ceremonia de beatificación de los 522 mártires que tuvo lugar el domingo pasado en Tarragona. Los obispos se empeñaron en hacernos creer que se trataba de un acto puramente religioso sin connotación política alguna. Los hechos, empero, se encargaron de desmentir tamaño espejismo. En la ceremonia volvieron a unirse en santa alianza, como tantas veces en la historia de España, los diferentes poderes religiosos, políticos y militares.
En el altar estaba el poder religioso episcopal liderado por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación de los Santos, en torno al que se reunía una importante representación del episcopado español. Presencia no disimulada en la primera fila tuvieron las autoridades civiles. En representación del Gobierno de la Nación estaban dos políticos fervientes y confesos católicos, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, que legisla con el asesoramiento de los obispos, y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, destacado miembro del Opus Dei. Junto a ellos en un lugar bien visible se encontraba la tercera autoridad del Estado, el presidente del Congreso de los Diputados Jesús Posada. También la Generalitat de Catalunya estaba representada al más alto nivel por su presidente Artur Mas. No faltó el Ejército que contó con la presencia del inspector Ricardo Álvarez-Espejo. ¿Puedes haber un acto más político?
De nuevo la jerarquía católica española volvía a apoyar de manera ostensible, en un acto de clara connotación nacional-católica, a los vencedores con olvido de los vencidos, como ha venido haciendo durante siglos, y de manera especial en los últimos setenta años de nuestra historia. Tras el establecimiento democrático de la República, los obispos españoles, con honrosas excepciones, recurrieron a todo tipo de ardides para deslegitimarlo. Luego colaboraron con los sectores políticos reaccionarios para derrocarlo apoyando a quienes dieron el golpe de Estado y provocaron una guerra incivil, que se saldó con un millón de muertos y que los obispos pronto calificaron de Cruzada para más fácilmente justificar su postura favorable al general Franco.
Durante cuarenta años legitimaron la dictadura de diferentes formas, siendo la más políticamente significativa la firma del Concordato entre la Santa Sede y el Gobierno español en 1953. En un acto de amnesia colectiva guardaron un silencio sepulcral sobre los cientos de miles de represaliados de la dictadura. Y no porque desconocieran la masiva represión. Claro que la conocían, y de primera mano, ya que los capellanes de las cárceles estaban prestos a atender ¿cristianamente? a los condenados, sin levantar la voz para denunciar los crímenes del dictador contra personas inocentes y sin mostrar el más mínimo sentido de compasión con las víctimas, como era de esperar de quienes se llamaban seguidores de Jesús de Nazaret.
Cuando se aprobó, tardíamente y con muchas restricciones -todo hay que decirlo-, la ley de Memoria Histórica, los obispos la calificaron de selectiva y excluyente, cuando se trataba de un acto de justicia y de rehabilitación de las víctimas sometidas durante décadas al desprecio, el escarnio y el olvido, muchas veces con la complicidad de algunos sectores de la Iglesia católica. Mientras tanto, con el apoyo incondicional de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, iniciaron una apresurada y masiva campaña de beatificaciones y canonizaciones de los mártires de la Cruzada. ¿No era esa campaña un acto de memoria selectiva y excluyente? Juan XXIII y Pablo VI, conscientes de que acciones de ese tipo no contribuían al diálogo y a la reconciliación, se negaron a apoyar dichas iniciativas.
Han pasado casi cuarenta años de la muerte de Franco y todavía los obispos españoles no han dado muestra colectiva alguna de arrepentimiento y de petición de perdón por su colaboración en el derrocamiento de la República, el apoyo al golpe de Estado de 1936, la legitimación de la dictadura y su falta de compasión con las víctimas de la represión franquista. Todo lo contrario: han hecho oídos sordos a las demandas en esa dirección que vienen de sectores de dentro y de fuera -por ejemplo, el movimiento de Cristianos y Cristianas de Base y los colectivos de la Memoria Histórica- porque se creen víctimas. Con celebraciones como la del domingo pasado en Tarragona, lejos de restañar las heridas del pasado, lo que hacen es abrirlas más. Por eso seguimos esperando de los obispos el gesto de petición de perdón, que redundaría en beneficio de toda la sociedad y de la propia Iglesia católica. ¡Señores obispos, no nos defrauden!