Para quienes no entiendan el catalán, el título de esta nuestra reflexión significa en castellano “¡Hasta pronto, Gerson!” Lo hemos escrito en catalán porque es en este idioma en el que hablábamos y nos comunicábamos habitualmente mi amigo el pastor Gerson Amat Torregrosa y un servidor. Por tanto, con esta expresión tan castiza de la lengua del Principado, del Reino de Valencia y de las Baleares, deseamos despedir a Gerson, que nos ha dejado el 28 de agosto pasado a las 20’00h., tras una dura batalla contra una enfermedad inmisericorde que, a ojos vistas, le ha vencido. Decimos bien “a ojos vistas”. En realidad, y pese a las dolorosas apariencias, la victoria está en el otro lado. El lado de la fe, de la esperanza, de la Gracia del Dios revelado en Cristo y cuyo Reino es una realidad presente en este mundo. Es decir, en el lado en el cual ha militado hasta hace muy poco este querido amigo que hoy ya no está con nosotros.
Quienes hemos vivido muy de cerca los avatares del ministerio pastoral en el mundo evangélico de estas trágicas décadas finales del siglo XX y primeras del XXI, sabemos bien lo que significa empeñarse en ser un pastor auténtico, es decir, de la línea marcada por el Nuevo Testamento y remarcada por la Reforma, y ello por tres simples razones que cualquiera puede comprender sin grandes esfuerzos:
En primer lugar, porque un pastor genuino es alguien que ha de tener muy claro qué significa el concepto de “iglesia”. ¿Verdad de Perogrullo? Desgraciadamente no. La evidencia está al alcance de todo el mundo. Desde las iglesias-ONG hasta las iglesias-tertulia-salón de té-club de amigos, pasando por las iglesias-negocio e iglesias-sucursal ideológica de la extrema derecha norteamericana más rancia y más peligrosa, hay una amplia gama de concepciones, como diría aquél, para todos los gustos, de todos los tamaños y colores, pero que no son realmente la Iglesia con mayúscula que encontramos en el Nuevo Testamento y leemos también en los escritos de los Reformadores y los grandes pensadores y teólogos que han seguido su línea. Delicado esfuerzo el de aquéllos que en su ministerio pastoral han de luchar a brazo partido contra mentes obtusas y cegadas por prejuicios absurdos (¡A veces prejuicios muy “evangélicos”! ¡Increíble!), que se oponen con todas sus fuerzas a que la Iglesia sea básicamente Iglesia, es decir, la asamblea de los creyentes en la que un ministerio debidamente preparado y ordenado proclame el evangelio de Cristo y administre correctamente los sacramentos. Nadie con dos dedos de frente ignorará que el servicio a la comunidad y el cultivo de las buenas relaciones entre los creyentes (conceptos que designamos a veces con los altisonantes términos griegos de diakonía y koinonía, respectivamente) forman parte integrante de las labores o ministerios de la Iglesia, desde luego, pero la Iglesia es mucho más y apunta a realidades trascendentes que en ningún momento han de perderse de vista.
En segundo lugar, y en estrecha relación con lo que acabamos de decir, porque el pastor ha de potenciar una sólida instrucción sobre la Palabra de Dios escrita y revelada a los hombres. Difícilmente se puede concebir un ministerio pastoral auténtico que ignore o arrincone el estudio de la Biblia en aras de otras actividades. De ahí la importancia de una formación adecuada del ministro de Dios en las instituciones correspondientes, que no puede suplirse de manera simplista con buenos deseos o buena disposición de ánimo. Resulta harto complicado imaginar que el Señor del rebaño no provea de pastores que sepan conducir a las ovejas a los buenos pastos y a fuentes de aguas apropiadas. Los mayores problemas e impedimentos que encuentran en nuestros días los pastores genuinos acerca de este asunto, suelen proceder de la cerrazón mental de ciertos sectores de unas membresías sin mota de formación escriturística adecuada; tal vez de posturas preconcebidas, o de unas tradiciones de lectura bíblica que no resisten las evidencias de las nuevas aportaciones ofrecidas por las diferentes disciplinas académicas a este campo, pero que rehúsan tenazmente adaptarse a la realidad. Ardua e ingrata labor la de aquellos pastores que cada vez que abren ante la congregación las Escrituras para proclamar sus mensajes salvíficos, se topan de frente con quienes únicamente quieren encontrar en ellas condenación, juicios radicales contra cuantos no encajan en ciertos moldes previos, o extraños signos precursores de catástrofes cósmicas que sólo existen en la imaginación de algunas mentes calenturientas.
Y en tercer y último lugar, porque su mirada, o su visión, como hoy gusta decirse en algunos medios, ha de ir mucho más allá de los estrechos límites de la congregación local o la propia denominación. Por decirlo de forma mucho más clara, el pastor del rebaño de Cristo está llamado a una vocación eclesiástica realmente ecuménica. Y que nadie se rasgue inútilmente las vestiduras; por “ecumenismo” no entendemos sumisión a ninguna autoridad eclesiástica histórica, ni renuncia a principios o doctrinas fundamentales de nuestro elenco protestante, ni unión administrativa alguna con entidades religiosas de diversa orientación. “Ecumenismo” significa simple y llanamente “diálogo” porque los cristianos estamos llamados a dialogar entre nosotros; a sentarnos en la misma mesa y compartir en comunión fraterna nuestra herencia común, que la tenemos y muy grande. Sin duda alguna es mucho más importante y de más peso aquello que nos une que lo que nos separa. Las dificultades e incomprensiones que llega a arrostrar el pastor bien orientado que participe en este tipo de diálogo pueden ser innumerables si tiene la mala fortuna de ejercer su ministerio entre quienes se definirían mejor como “anti-lo-que-sea” que como verdaderos cristianos. El Espíritu de Cristo no es espíritu de división, sino de unión; no de marginación, sino de integración; no de rechazo, sino de brazos abiertos a una humanidad caída que ha pagado muy cara su desobediencia a los propósitos originales del Creador.
Nuestro amigo Gerson, siervo de Cristo y pastor de la Iglesia Evangélica Española (IEE), nos ha dejado un buen ejemplo en este sentido. Todos sus humanos errores no lo han desviado de este camino trazado porque, como él siempre ha dicho hasta su último día, “el Señor tiene la última palabra”.
Descansa en paz, querido Gerson, fins que ens tornem a veure (“hasta que volvamos a vernos”), porque nos encontraremos algún día en ese Reino que tú siempre has predicado con total convicción y en el que, sin duda alguna, has sido ya muy bien recibido.
Y concluimos citando lo que ha sido uno de los textos favoritos de nuestro amigo y hermano en la fe de Cristo, un versículo que refleja su profunda creencia en la vida eterna con Nuestro Señor:
Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. (2 Co. 5, 1)
Así es y así será por siempre.