Posted On 11/09/2012 By In Teología With 9722 Views

¿Fue Jesús fundador del Cristianismo?

Salvo unos signos, letras, cifras o símbolos sueltos que nadie conoce lo qué decían, indescifrables pues, escritos con el dedo sobre la arena (cfr. Juan cap. 8) mientras reflexionaba acerca de las acusaciones que unos escribas y fariseos le planteaban en torno a una mujer que había sido pillada en adulterio (¡si que estuvieron finos los escribas y fariseos en la vigilancia!; aunque eso sí, nada se dice del hombre con el que consumaba el acto), ningún otro escrito se conoce de Jesús de Nazaret; ninguna regla, ningún proyecto eclesial, ninguna orientación acerca de los futuros obispos, sacerdotes, pastores, o diáconos de la nueva religión en ciernes.

En realidad, la actividad que Jesús llevó a cabo durante algo menos de tres años, no supuso en ningún momento la fundación de una nueva religión, puesto que no existen vestigios de que tuviera ninguna intención de dar comienzo a una práctica religiosa concreta, fuera de la religión judía, a la que estaba formalmente adscrito. Es cierto que envió a los suyos (así lo expresan los evangelios) para anunciar las noticias que él estaba confiándoles, a confesarle delante de los hombres, pero en ningún momento les indica que se salgan un ápice de sus tradicionales prácticas religiosas y de la ortodoxia judía. Ni el bautismo, al que él mismo se somete, era extraño en el mundo judío ni a las prácticas habituales de su religión ya que otros líderes religiosos lo practicaron, ni el hecho de que Jesús se comportara y fuera reconocido como un rabí suponía alejarse de la ortodoxia de sus mayores, ni incitó en ningún momento a sus seguidores a que lo hicieran.

Es cierto que Jesús resta valor o incluso condena  muchos de los rituales que tanto fariseos como saduceos habían introducido en la religión judía; que se muestra crítico con la hipocresía religiosa y reivindica el amor a Dios y al prójimo; pero nada de eso era nuevo en el entorno de la fe de sus ancestros. Incluso cuando sus discípulos comenzaban a albergar en sus mentes la idea de que se encontraban ante una nueva secta desvinculada del judaísmo, Jesús les dice de forma enfática: “No penséis que he venido para abrogar [derogar, invalidad, cancelar] la ley y los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5: 17).

Ciertamente, Jesús no fundó ninguna nueva religión. Ninguna duda les cupo a este respecto a los discípulos que, después de su crucifixión, continúan asistiendo a las sinagogas, practicando sus devociones judías e identificándose como seguidores de la Ley de Moisés. Es cierto que hay vestigios de que con cierta frecuencia se reúnen entre sí, comentan las experiencias vividas con el Maestro, añoran su presencia, pero nada indica que no sigan considerándose fieles y devotos judíos. Es cierto, igualmente, que algunos de los apóstoles  y discípulos más señalados comienzan a difundir esas experiencias, mientras que de otros nada se sabe, difuminados y absorbidos por la vida cotidiana, o tal vez defraudados del giro final que habían tomados las cosas con la muerte del Maestro, como ocurrió, aún en vida de Jesús, con Judas. También es cierto que el testimonio de alguno de ellos, que pronto se hace universal, de que Jesús ha resucitado de entre los muertos, introduce una gran inquietud entre los líderes religiosos del momento y eso suscita serias controversias en la comunidad judía, que provoca que los “herejes” terminen siendo excomulgados y arrojados de su seno. Pero nada hasta entonces indica que haya surgido una nueva religión.

En medio de este fragor, surge un converso singular, alguien que nunca había tenido la oportunidad de conocer a  Jesús nada más que de oídas; y, de ser un perseguidor sanguinario de “herejes”, pasa a ser el mayor defensor y promotor de la figura del Crucificado, difundiendo como idea principal precisamente su resurrección (“…Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1ª Corintios 15: 14). Saulo, convertido y autoproclamado en apóstol Pablo, rodeado de un halo de héroe dado el dramatismo  de sus antecedentes y lo espectacular de su conversión, unido a su disposición personal de entregarse en cuerpo y alma a la propagación de su nueva fe, emprende con ímpetu la tarea de alentar y organizar a los dispersos y desorientados grupos de discípulos fuera del ámbito de influencia de Jerusalén, en la diáspora, es decir, la gran mayoría, no sin antes verse envuelto en ciertos conflictos con los líderes naturales, como es el caso de Pedro al que se enfrenta en Antioquia (cfr. Gálatas 2: 11ss) o su confrontación ideológica con Santiago en torno al papel de la fe y de las obras (cfr. Epístolas de Santiago y Romanos, en cuya exégesis teológica y fecha en que ambas cartas fueran escritas, no cabe entrar ahora).

Pablo visitó a esos grupos dispersos; les dio un sentido de identidad; les marcó pautas de comportamiento; introdujo normas de conducta; redefinió algunas de las doctrinas básicas del judaísmo; impuso una nueva ética; estableció un sistema de solidaridad inter-comunidades (cfr. ofrenda a favor de la hambruna en Jerusalén); abrió las puertas de par en par a los gentiles, para lo cual tuvo que hacer tabla rasa con algunas exigencias judías; estableció un sistema de jerarquía en las incipientes comunidades de creyentes, ordenando pastores, ancianos y obispos; ofreció a los creyentes, en su propia persona, un ejemplo de dedicación y sacrificio consumado en el martirio que emulaba la figura del Maestro, convirtiéndose de esta forma en el líder indiscutible fuera de Jerusalén (donde lo fue hasta su muerte Santiago, el hermano de Jesús), de la que muy pronto sería conocida como Iglesia cristiana. Un liderazgo que le sería arrebatado bastantes años después, una vez que fuera manipulada la historia de la Iglesia desde intereses de parte, para erigir como “primer papa” a Pedro, a quien se le sitúa como mártir en Roma, sin ningún tipo de apoyo historiográfico contrastable, y reelaborando para ello, en torno a su figura, una historia artificial que prevalece en Occidente hasta nuestros días.

Con todo, es preciso señalar que Pablo (ni por supuesto Pedro ni ningún otro de los apóstoles) no consigue, tampoco parece que lo pretendiera, unificar en una estructura piramidal el conjunto de comunidades extendidas rápidamente por toda la geografía bajo dominio imperial. Cinco son los patriarcados en los que termina configurándose  la Iglesia: Jerusalén (más simbólico que real después de la invasión de las tropas de Tito), Antioquia, Roma, Alejandría y Constantinopla. Tendrá que ser un emperador llamado Constantino con visión de Estado integrador de una fuerza ya muy relevante como era el Cristianismo en esas fechas, el que busque y aún obligue a crear una especie de Confederación de Iglesias mediante el Concilio de Nicea (año 325), que convoca y patrocina en sus propias dependencias. Una confederación sin jerarquía, a no ser el liderazgo que ejerce el propio emperador convocando concilios, que dejó en el camino no pocas víctimas motejadas de heréticas, por mantener matices doctrinales no concordantes con la facción ganadora, precisamente por el nuevo afán unificador que se introduce desde la filosofía de equiparar en el aspecto organizativo a la Iglesia con el Imperio y defender, de esta forma, el paradigma de que no debía existir ninguna fisura doctrinal entre las diferentes comunidades cristianas.

El Concilio viene a ser en lo sucesivo, en lo que a la Iglesia en su conjunto se refiere, el equivalente del Imperio al Estado civil, pero  en ningún caso lo son ninguno de los patriarcados ni sus patriarcas por separado; en la realidad nunca ha existido “la Iglesia”, sino “las Iglesias”, tema que en algunos sectores cuesta trabajo admitir y que, cuando lo ponemos de manfiesto, produce un desagradable sarpullido. En cualquier caso, nos adherimos a la verdad axiomática de que Dios es el Señor de la Historia, por lo que de cada uno de sus diferentes acontecimientos podemos extraer enseñanzas valiosas.


Máximo García Ruiz

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