Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados. (Mt. 11, 28a RVR60)
No lo decimos en plan de burla, ni tampoco pretendemos hacer chistes malos, ni mucho menos jugar irreverentemente con las palabras de Jesús. Lo cierto es que la declaración de Nuestro Señor contenida en el versículo que acabamos de citar pareciera demasiadas veces ser leída o interpretada de la manera expresada en el título de esta breve reflexión.
Se ha dicho hasta la saciedad, o al menos así lo hemos oído siempre, que la Iglesia, en tanto que cuerpo visible de Cristo, es un hospital en el que se recogen enfermos de todas las clases; o que constituye el hogar de todos aquéllos que desean formar parte de ella, sin que se les pregunte de dónde vienen o qué han hecho hasta entonces (por aquello de que el pasado ya no cuenta, sino sólo el presente y el futuro. ¡Preciosa teoría!); o que en ella hay lugar para todo el mundo. Se han venido repitiendo tales tópicos con tanta frecuencia, que mucho nos tememos se hayan convertido simplemente en eso, en meros tópicos carentes de todo significado real. Y no porque así lo deseara el propio Jesús, desde luego, sino por otras razones.
Constatamos, y no sin dolor, tres graves errores en amplios sectores del cristianismo contemporáneo, que minan por completo su prístino mensaje y hasta su identidad como conjunto de discípulos de Cristo, y por tanto lo incapacitan para estar a la altura de la invitación de Jesús que leemos en Mt. 11, 28a.
En primer lugar, percibimos por doquier una falsa concepción de la Iglesia, o mejor dicho, un desconocimiento absoluto de lo que significa en verdad la Iglesia en el Nuevo Testamento. Esta situación es lo que ha venido propiciando hasta la fecha, por un lado, la escandalosa facilidad con que se fragmentan congregaciones y hasta denominaciones enteras simplemente por discrepancias sobre asuntos muy secundarios —disfrazados en ocasiones de “grandes cuestiones teológicas” o de “doctrinas fundamentales”—, cuando no por cuestiones estricta y puramente personales. De esta manera, aparecen como hongos casi a diario grupos de tamaño variable y con nomenclaturas a cual más altisonante y estrambótica que disimulan mal un individualismo enfermizo potenciado hasta el extremo, cuando no un simple y llano fanatismo impregnado de la más crasa ignorancia en todos los sentidos, bíblica y hasta de la escuela primaria. Y por el otro, una agresividad irracional, con visos de ser patológica, hacia el cristianismo histórico en sus diferentes manifestaciones, ya sean orientales u occidentales, católicas o protestantes, al cual no se ahorran estigmatizaciones y anatemas despiadados, y con el que se niega de manera obstinada cualquier clase de diálogo. Como muestra, ahí están las redes sociales en las que participan gentes de estos círculos tan peculiares, y que rebosan de abiertas repulsas al diálogo ecuménico —¡DIÁLOGO! Que quede bien claro. No “unión administrativa” con nadie ni “sumisión” a ninguna institución religiosa de raigambre histórica—, considerado casi (¡y sin casi!) como un instrumento de Satán, olvidando dos cosas: que el propio Jesús había orado por la unidad de quienes se llamarían un día sus seguidores (Jn. 17, 20-23), y que todo el Nuevo Testamento proclama con San Pablo Apóstol aquello de “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos” (Ef. 4, 5-6). Nos preguntamos: ¿puede una supuesta “iglesia” que ponga en entredicho enseñanzas básicas del evangelio estar preparada realmente para recibir a nadie trabajado y cargado a fin de conducirlo a Cristo?
En segundo lugar, y como consecuencia lógica de lo dicho, se hace patente en tales ambientes (¡demasiado patente, a decir verdad!) un pensamiento a todas luces equivocado e impregnado de filosofía humanista, entendida en el peor de los sentidos[1]. No se nos malentienda: quienes contribuyen de manera activa a todo ese entramado para-eclesial, que en muchas ocasiones no es sino un mero negocio privado, rara vez muestran conocer ninguna filosofía concreta, ni humanista ni de ningún tipo. Pero sí evidencian en su pensamiento y en su praxis todo un trasfondo ideológico diametralmente opuesto a lo que las Sagradas Escrituras nos indican como lo más propio de un verdadero creyente. Allí donde la Biblia apunta y señala hacia Cristo, se coloca el hombre mismo o esa su gran creación particular que es “su” iglesia a su imagen y semejanza, y en la que se siente dueño y señor. Allí donde las Escrituras proclaman el dominio y la gloria de Cristo, se entroniza un simple ser humano tan mortal, tan pequeño y tan débil como el resto, pero que se cree investido de una autoridad cuasi-divina para hablar, enseñar y pontificar sobre todo y sobre todos, ejerciendo demasiadas veces una auténtica tiranía sobre quienes tienen la desgracia de hallarse a su lado. Existen interesantes estudios psicológicos realizados en el día de hoy sobre esta clase de liderazgos religiosos, desde luego, y los retratan a las mil maravillas. Por decirlo claro, mal pertrechada para invitar a los demás y exhortarlos a que acudan realmente a Cristo el Señor estará aquella presunta iglesia o aquel grupo que ostente estas características, pues a la larga o a la corta deviene un simple club con una gran tendencia al hermetismo y al exclusivismo. Difícilmente podrá hallar a Cristo Jesús nadie realmente necesitado de él que se acerque a este tipo de entramados para-eclesiales en los que todo gira en torno a esos presuntos “líderes” y sus enseñanzas o interpretaciones privadas (y sesgadas) de las Escrituras. Reconózcase o no, a la larga o a la corta, estas pseudo-iglesias y sus dirigentes, a muchos de los cuales podría haber tomado como modelos vivientes la mismísima Curia Romana de hace unos siglos, devienen para sus seguidores incondicionales auténticos ídolos, mil veces más peligrosos y más dañinos que ciertas representaciones inertes del cristianismo histórico más popular.
Y en tercer y último lugar, como desgraciada herencia de otros tiempos y otras concepciones, y no precisamente cristianas[2], se mantiene erre que erre en tales círculos una distorsionada visión de la moral que cierra las puertas a muchas almas realmente atribuladas y necesitadas de la Gracia del Dios revelado en Cristo. No solamente las cierra a cal y canto, lo cual ya es de por sí grave, sino que sólo pareciera abrirlas en algunos casos muy concretos para hacer salir a patadas de su seno a quienes quizás más necesitarían no ser expulsados, y desde luego no con esas maneras. Cada día resulta más escandaloso para las conciencias realmente cristianas esa reducción inhumana de la moral a sus aspectos estrictamente sexuales, tal como se entiende en esos ambientes. No queremos con ello decir que la vida sexual de los creyentes no haya de ser regulada por unos principios concretos, ni mucho menos; las Escrituras indican cuáles son los ideales en este sentido para el pueblo de Dios, tanto del Antiguo como, mutatis mutandis, del Nuevo Testamento. Está claro que el discípulo profeso de Cristo, en ésta como en las demás áreas de su existencia, ha de llevar una vida íntegra, pero ello no significa que las cuestiones sexuales abarquen en su totalidad (y rebasen) el concepto de moral cristiana. De ahí nuestra denuncia sin miramientos a todas las pseudo-iglesias, sectas y grupos que, en aras de esa moral mal entendida y demasiado circunscrita a un único tema, se ensañen con quienes tienen problemas reales en este aspecto de la vida o los arrojen de manera inmisericorde de sus congregaciones estigmatizándolos a ellos y a sus entornos familiares, y causando daños irreparables, al mismo tiempo que cierran los ojos a otras infracciones de la voluntad divina claramente expresadas en los escritos apostólicos. ¿Por qué no se ejercita una dureza similar contra los mentirosos, los avaros o los maldicientes, que representan situaciones igualmente reprobables en las Escrituras? ¿Por qué no se expulsa de estas congregaciones tan concienzudas a empresarios que explotan a sus trabajadores o a jefes que maltratan a sus empleados? ¿Es tal vez más pecador un creyente con tendencia homosexual que un estafador? ¿O constituirán por ventura un divorcio o una cohabitación pecados más notorios que la deshonestidad en los negocios o la venalidad para adquirir ciertas prebendas?
Jesús invita a acudir a él y hallar descanso en él a quienes lo necesitan. Es decir, los convida a acercarse allá donde él está, vale decir, donde se reúnen en su nombre quienes profesamos ser sus discípulos. Su invitación no tiene excepciones: Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, reza el texto sagrado. Sea cual fuere esa carga, quienquiera que desee acudir a Cristo para encontrar alivio de sus luchas ha de ser bien recibido en la Iglesia. No nos reunimos en ella para ser estigmatizados ni señalados por otros que tal vez tienen mucho que ocultar de sus propias vidas en múltiples aspectos, sino para recibir de Cristo la remisión de nuestra condición caída, el consuelo y la fuerza que nos permitirá caminar de su mano.
[1] Hemos estado dudando si no debiéramos haber escrito más bien “teología” en lugar de “pensamiento”. De hecho, habíamos llegado a borrar este último término después de haberlo plasmado en el borrador, pensando en sustituirlo por aquél. En el último momento, no obstante, hemos decidido volver a escribirlo tal cual lo habíamos hecho al principio, simplemente por una razón: la teología implica siempre reflexión profunda. Desgraciadamente, no es eso lo que constatamos en estas corrientes, sino todo lo contrario.
[2] Muchos apuntan al gnosticismo de los dos primeros siglos como fuente de este problema.