Posted On 05/01/2013 By In Biblia, Opinión, Teología With 1565 Views

¡Fuera las máscaras!

Bienaventurados los de limpio corazón,

Porque ellos verán a Dios.

La religión ha sido experimentada, por muchas personas a lo largo de la historia, como una carga o sucesión de prácticas ceremoniales dirigidas a satisfacer a sus dioses o a su propia conciencia. Tales prácticas suelen incluir acciones para alcanzar la pureza interior a través de manifestaciones rituales, como ejemplarizan las inmersiones de miles de personas en las ciudades sagradas de Benarés o Haridwar bañadas por el río Ganges, las abluciones de los musulmanes antes de entrar en sus mezquitas o los ritos de purificación del judaísmo. En términos antropológicos, parece como si la persona precisase de la limpieza exterior para sentirse limpio interiormente, convirtiendo el agua en el elemento simbólico de la purificación.

En el tiempo histórico de Jesús, el establishment religioso enseñaba y enfatizaba la necesidad de la limpieza de manos, pies y objetos diversos, ritos que pretendían simbolizar la pureza interior; si bien la mayoría de quienes ejecutaban tales ceremoniales no trascendían la inmediatez del acto ritual, descuidando lo verdaderamente importante, aquello a lo que el ritual remitía: la necesidad de la pureza interior de los pensamientos, sentimientos, motivaciones y actitudes. Es el riesgo de confundir la práctica religiosa con la verdadera espiritualidad, cuestión sobre la que tenemos que interrogarnos con frecuencia para no caer en actitudes rutinarias ni en una práctica farisaica de la fe.

Este riesgo nos alcanza también a nosotros, que debemos recordar que el criterio evaluativo de Dios es diferente del nuestro. Mientras que nosotros solemos evaluar las conductas manifiestas, que suelen incluir la práctica cúltica y otras expresiones propias de la praxis creyente, para valorar la espiritualidad de las personas; Dios considera la génesis del acto: la motivación interior e íntima que ha dado lugar a la conducta. Con demasiada frecuencia nuestro comportamiento no deja de ser una respuesta a las expectativas y presión del entorno inmediato y a lo eclesial o socialmente correcto, aunque el precio sea la reducción de la libertad y de la autenticidad.

Jesús transformó paradigmas y situó los conceptos de puro e impuro no el exterior o en la conducta observable, sino en el interior de la persona. El problema del mal y del pecado no suele hallarse fuera, en forma de sutil sugestión; sino dentro, en forma de pensamientos inadecuados, deseos ilícitos o motivaciones egoístas. No hace falta apelar a instancias demoníacas o externas para justificar la tentación, todos sabemos que nos bastamos solos para ello.

Limpio, en el mundo de la química, tiene que ver con pureza, ausencia de mezcla y, en el plano moral, con autenticidad. La limpieza de corazón tiene que ver con la recta intencionalidad con la que se hacen las cosas. Su antítesis, por lo tanto, es la hipocresía que tanto censuró el Maestro de Nazaret.

La hipocresía tiene que ver con el fingir, con el representar, con el dejar de ser uno mismo. La hipocresía consiste en hacer de la vida teatro. Es llevar una máscara que cuando por alguna razón se nos cae ya no puede esconder nuestra realidad existencial. Puede ser máscara una apariencia de piedad, en el contexto de la práctica cúltica, cuando durante el resto del tiempo los planteamientos éticos en la vida secular brillan por su ausencia. Puede ser máscara un lenguaje religioso y una apariencia de espiritualidad cuando, a la primera de cambio, se pierde el control de las emociones y se trata, sin la consideración debida, al hermano.

El recientemente fallecido cardenal Carlo Maria Martini, en una de sus reflexiones sobre las deformaciones de la oración, señalaba la hipocresía como una de estas deformaciones cuando la plegaria personal deviene algo formal o pronunciada pensando en los oídos de los demás en un claro paralelismo con la hipocresía, censurada por Jesús, de quienes oraban para ser vistos y escuchados. También la oración queda minada de hipocresía cuando se da la incoherencia entre el contenido de la plegaria y la forma de vida del orante.

Con las máscaras de la religiosidad y del compromiso eclesial podemos llegar a esconder nuestras miserias humanas como la motivación de poder, el deseo de influir sobre los demás, la necesidad narcisista de destacar y ser tenido en consideración. Pero cuando caen las máscaras, se pierde también la posible confianza, hasta ahora inspirada, y la honorabilidad y ejemplaridad engañosamente manifestada. Quedamos desnudos.

Allí donde sea más fuerte la consideración de los valores del espíritu, de la piedad o de la ortodoxia, como ocurre en la iglesia, mayor es también el riesgo de hacer ostentación de los mismos para no parecer falto de ellos. Dime de que presumes y te diré de qué adoleces. Tal es la presión del grupo sobre el individuo.

En el limpio de corazón, sus acciones externas se corresponden con su interioridad a diferencia de la persona hipócrita que, protegida por su máscara, puede pensar o sentir una cosa y decir o actuar de modo diferente, convirtiéndose en esclavo de su propia representación.

El limpio de corazón se caracteriza por ser una persona sincera, coherente, auténtica. Es transparente y fiable. No le mueven segundas intenciones. No actúa buscando el aplauso de los demás. No finge. No se mueve por intereses egoístas. Ama. No excluye a los demás por criterios diferenciales, es inclusivo. No juzga, más bien examina su propia realidad y tiende a su desarrollo personal, emocional y espiritual. Reconoce errores, pide perdón. Es agente de pacificación, establece puentes de diálogo. No diluye la frontera entre el bien y el mal. Se compromete con los valores del Reino de Dios.

La promesa del seguimiento de la bienaventuranza es la visión de Dios, es la vida eterna no como mérito, sino como don. A esta consideración escatológica, cabe añadir la visión de Dios en Jesús de Nazaret en el presente existencial. El limpio de corazón ha visto y ve a Dios en aquel que expresó: “Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre”.

Jaume Triginé

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