Y yo también te digo que tú eres Pedro. (San Mateo 16, 18 RVR60)
Con las imágenes de la fumata bianca y la voz que proclamaba en latín nuntio vobis gaudium magnum: habemus papam! se ponía fin hace pocos días a la incertidumbre generada por la abdicación del alemán Joseph Aloisius Ratzinger, Benedicto XVI para la Iglesia romana, y el orbe católico respiraba tranquilo. Un nuevo pontífice, el jesuita argentino Francisco , hasta el momento Monseñor Jorge Mario Bergoglio por su verdadero nombre, se sentaba en la silla de Pedro y las aguas retornaban a su cauce. Más aún, un suspiro de alivio recorría la vetusta institución vaticana y sus sucursales en todo el planeta al comprobarse el giro que ésta iniciaba: por primera vez en su finisecular historia, un prelado no europeo, más concretamente latinoamericano y procedente de la América del Sur, el único continente realmente católico de la Tierra, ocupaba el solio pontificio. Aún recordamos la alegría expresada en los medios de comunicación y las redes sociales por tantos católicos de Sudamérica al ver que uno de los suyos (¡ya era hora!) era elevado a la dignidad de Vicario de Cristo y Pastor universal de la grey de Dios. Nos vienen a la mente las imágenes y las palabras del presidente en funciones de la República Bolivariana de Venezuela, Sr. Maduro, afirmando en un comunicado que, puesto que el Comandante Chávez estaba ya con Nuestro Señor Jesucristo, sin duda alguna había “influido” para que el nuevo pontífice fuera sudamericano (¡!).
Gaudium magnum, o gran gozo, en efecto, dicho en castellano. Y como protestantes, y por lo tanto hermanos en Cristo de los católicos romanos, lo único que podemos desear a la Iglesia de Roma es que le vaya muy bien con su nuevo pontífice, y sobre todo, que éste ejerza una función realmente pastoral para ella y que esté abierto al diálogo ecuménico con el resto de los cristianos.
Hasta ahí, todo en orden.
Pero como protestantes, y por lo tanto hermanos en Cristo de los católicos romanos, estamos moralmente obligados a analizar la situación con toda la imparcialidad de que seamos capaces y dentro de los patrones marcados por la Reforma, que nos enseñó a ser críticos (no criticones) y analíticos. No es porque sí que el mundo protestante ha despuntado siempre en la exégesis científica de las Escrituras, entre otras disciplinas, marcando unas pautas que luego otros han seguido mejor que peor. Hemos de efectuar, por lo tanto, un análisis, una cierta exégesis, si podemos llamarlo así, de lo que acaba de suceder en el seno de la Iglesia romana y que tanto se ha difundido por todas partes estos últimos días.
Vaya por delante que no tenemos ningún tipo de prejuicio ni animadversión personal contra Monseñor Bergoglio, de quien no conocíamos nada en absoluto hasta hace pocos días, ni siquiera el nombre. Pero lo cierto es que su elección presenta más visos de política mediática que de interés real de la Curia por una auténtica pastoración de la grey romana mundial con todas sus consecuencias.
A nadie se le oculta que el Vaticano, pese a sus exiguas dimensiones geográficas, es todo un estado político, o mejor dicho, una reliquia histórica, una auténtica corte medieval con sus intrigas, sus polémicas, sus amores y sus odios, y hasta sus crímenes, de lo cual la historia antigua y moderna presentan sobradas evidencias. Imposible ignorar, ni siquiera en aras de un idealismo religioso más allá de todo lo humano, las presiones internas y externas que se ejercen sobre él de continuo, desde la omnipresente derecha italiana que lo considera un simple feudo particular de algunas familias poderosas de entre sus filas, hasta esa maraña de tradiciones, piadosas o no, que desgraciadamente lo atenazan con cadenas de hierro y le impiden demasiadas veces cumplir con lo que realmente sería su cometido. Y es que la sumisión a los intereses de este mundo, de lo cual la corte papal ha hecho gala a lo largo de los siglos, exige siempre un precio muy alto, demasiado alto en realidad: la renuncia a la propia libertad en Cristo.
No resulta fácil de aceptar para los cardenales italianos que un extranjero devenga Sumo Pontífice del orbe católico, por bien que se exprese en la lengua de Dante e incluso en latín. Recordamos las quejas vertidas incluso en la prensa de un país tan sumamente católico como España (o así se dice que es, por lo menos) cuando el papa Juan Pablo II, el polaco Karol Wojtiła (pronunciado “uoitiua” y no “voitila”, como se decía en la época), llenaba la corte vaticana de sacerdotes y monjas de su país de origen, con lo que el polaco se convertía de hecho en la lengua operativa; era prensa polaca la que el pontífice leía cada mañana, polaco su secretario personal, polacas las recetas de cocina que se le servían a diario, polacas las cocineras, lavanderas y sirvientas en general. Con la elección del argentino Jorge Mario Bergoglio la Curia puede estar tranquila: en tanto que argentino, parece contentar (de momento) a la numerosísima feligresía latinoamericana; pero su nombre indica a todas luces su procedencia italiana (su padre era, según hemos leído, de origen milanés, uno de tantos miles de italianos forzados por la necesidad a establecerse en el continente americano). Por otro lado, su ¿discutible? vinculación personal con ciertas ideologías políticas y con ciertos personajes tristemente célebres de los últimos regímenes dictatoriales argentinos, así como su neta oposición a ese fenómeno tan latinoamericano que es la Teología de la Liberación, a la que Roma debiera prestar bastante mayor atención que la que le ha brindado hasta el presente, amén de sus declaraciones tajantes en contra de la promoción de la mujer más allá de su cometido biológico, y su demonización del llamado matrimonio homosexual en su país, presagian un pontificado en nada diferente de otros que la Iglesia católica ha sufrido durante las últimas décadas.
Se ha querido destacar en ciertos medios de comunicación el interés del nuevo papa por la lucha contra la pobreza, algo muy loable en principio, pero que nunca ha faltado en las declaraciones pontificias desde mediados del siglo pasado. ¿Alguien puede recordar palabras dichas por alguno de los últimos papas a favor de la existencia de la pobreza? Asimismo, no han sido pocos quienes han querido ver en la elección de su nombre papal, Francisco I, un signo profético de cambio y renovación. ¿No había sido acaso el célebre San Francisco de Asís un renovador de la Iglesia en su época?
Lo dicho. Como protestantes, y por lo tanto hermanos en Cristo de los católicos romanos, sólo podemos desear de corazón a todo el orbe católico que la elección de Francisco o Jorge Mario Bergoglio haya sido realmente un gaudium magnum.
Pero, con el espíritu crítico, analítico y observador que nos debiera caracterizar a los protestantes, mucho nos tememos que tan sólo ha sido un vultus lavacrum, vale decir, un “lavado de cara” no demasiado bien hecho, por cierto, lo que a la larga o a la corta puede transformarse tristemente en un dolum magnum, un “gran engaño”.
Y es que para cumplir literalmente las palabras de Jesús dirigidas al pescador de Galilea tú eres Pedro, se necesita mucho más que políticas mundanas.