Cuenta Stefan Zweig[1] que en el fragor de la Guerra de 1914 (la estela del cabo Adolf Hitler aún estaba por emerger), una guerra, como fue la del 14, con notables rasgos románticos, muchos escritores alemanes se creyeron obligados a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos[2] para que entregaran sus vidas con entusiasmo en la defensa de Alemania. Esos ideólogos se encargaron de desprestigiar la cultura inglesa y la cultura francesa, reafirmando la primacía de la cultura alemana; y justificaron la guerra como el único medio para purificar la pureza de su raza y de su cultura. Un dato curioso es que en las calles Ringstrasse de Viena o Friedrichstrasse de Berlín, así como en otros lugares señeros, fueron suprimidos los letreros franceses e ingleses de los comercios. Y aún añade Zweig otro dato curioso referido a un convento que se llamaba “La doncella inglesa” que tuvo que cambiar de nombre porque irritaba a la gente, ignorando que en ese caso “inglés” se refería a “ángel” y no a “anglo”.
A este empeño de desprestigio de la cultura inglesa y francesa se sumaron filósofos y médicos, así como otros muchos intelectuales, sin que los sacerdotes de todas las religiones se quedaran rezagados en el empeño nacional de situar la raza aria por encima de cualquiera otra. El mensaje machacón era que en aquella guerra la justicia se inclinaba únicamente del lado de los alemanes y el resto era el enemigo a destruir. Y, Y así son las ironías del destino, uno de los más acérrimos propagadores de la supremacía alemana, según cuenta Zweig, fue el judío Ernst Lissauer, con su “Canto de odio a Inglaterra”. Toda Alemania terminó identificándose con aquella letanía de odio.
La derrota de la primera gran guerra mundial y la humillación que esa derrota supuso para los alemanes, contribuyó a fomentar el caldo de cultivo que llevó a Hitler al poder y condujo al mundo a la gran hecatombe de la II Guerra Mundial. Una vez más se hizo cierto aquello de que cuanto más ingenuo es un pueblo tanto más fácil resulta embaucarlo. Y los pueblos como tales suelen ser asaz ingenuos, fácilmente manipulables por los sagaces dirigentes que se aprovechan de sus sentimientos patrióticos para afianzarse ellos en el poder.
Fomentar el odio y la enemistad con los pueblos hermanos es práctica que tiene las patas cortas, aunque las consecuencias puedan ser cruentas. La histeria del odio nubla el entendimiento y convierte a los hermanos en extraños y a los vecinos en enemigos. Zweig nos cuenta que, finalizada la guerra, el judío Lissauer terminó desprestigiado, desterrado por el propio Hitler de la Alemania que tanto había amado y murió olvidado en el destierro. Tuvo suerte de no terminar sus días en los crematorios de Auschwitz, Chelmno, Trebinka o Belzec.
Gentes con sentimientos sinceros, con buenas intenciones, amantes de su bandera, de su cultura, de sus tradiciones, de su lengua; escritores, profesores, científicos, pastores o sacerdotes; honrados cabezas de familia, hijos amantes, padres dilectos; unos con su apología de la guerra, otros con la exaltación del odio y la mayoría mirando hacia otro lado, hay toda una generación de alemanes que ha sido condenada por la Humanidad, mientras sus hijos tienen que arrastrar la ignominia de sus progenitores.
Ya sé que son escenarios muy diferentes los de la Alemania del primer tercio del siglo XX y la Cataluña del primer tercio del XXI. Y que los sentimientos de amor patrio, respeto a la bandera, defensa del idioma y de la cultura y anhelo de mayor prosperidad son tan legítimos en Alemania como en Cataluña. Más legítimos en Cataluña que en la Alemania nazi, puesto que no pretende, hasta donde conocemos, invadir ningún otro territorio (olvidamos, por anecdótica, la reivindicación de algunas minorías sobre els Països Catalans). Pero someter a la población a la sobreexcitación del odio contra sus vecinos, compañeros de viaje, parte todos ellos de una misma nación, convertir los rumores en calumnias, servirse de la demagogia para exaltar los ánimos, falsear la historia, corrompiendo los datos o creando una esperanza falsa de prosperidad en la ruptura es, sin duda alguna, un juego excesivamente peligroso.
Los sentimientos de nación, incluso de tener un Estado propio, el amor a la lengua materna y la defensa de la propia identidad, son emociones legítimas. Quizá otras motivaciones no lo sean tanto; no lo es, por supuesto, la falta de solidaridad. Pero el camino para lograr aquello que se considera legítimo ni es la violencia, ni la mentira, ni la ruptura partidista. Hay un único camino: el del diálogo dentro de la legalidad.
No es sencillo distinguir entre propaganda e información veraz, sobre todo si se está en medio del tumulto callejero, pero es hora de que las personas sensatas y responsables se alejen del ruido a reflexionar. Es la hora de la cordura antes de que sea demasiado tarde. Una vez más, es preciso conocer la Historia para tratar de no caer nuevamente en los mismos errores en los que cayeron quienes nos precedieron. Y aprender en cabeza ajena aquello que puede servirnos para no tropezar dos veces en la misma piedra.
Enero de 2013.
[1]Sltefan Zweig, El mundo de ayer, Memorias de un europeo, Acantilado (Barcelona: 2011)-
[2] Los alfabetos rúnicos son un grupo de alfabetos que comparten el uso de unas letras llamadas runas, que se emplearon para escribir en las lenguas germánicas principalmente en Escandinavia y las Islas Británicas, aunque también se usaron en Europa Central y Oriental durante la Antigüedad y la Edad Media, antes y también durante la cristianización de la región.