Cualquier hecho literario es susceptible de ser entendido como un fenómeno de comunicación. En este artículo proponemos que, aquello que puede aplicarse a un texto literario cualquiera, y en general, también es necesario aplicarlo a la lectura de la Biblia, en tanto texto del que no tenemos presente al autor ni a sus intenciones primarias al escribirlo. Los textos de la Biblia (creamos o no en la inspiración plenaria) se encuentran con nosotros, lectores de este siglo (y con cualquier lector de otros siglos pasados y futuros), muy lejos de sus autores originales (quienquiera que sea), y de sus lectores primarios (aquellos a los que el autor original tenía como “horizonte” al momento de escribir). Si creemos que cualquier obra literaria —y mucho más la Biblia— es un hecho de comunicación —puesto que esperamos que nos diga algo—, es posible hablar de un emisor (el autor), un receptor (el lector) y un mensaje (la obra). La teoría clásica de la comunicación, la de Roman Jakobson, fue criticada por Kerbrat Orecchioni por considerar que, en tanto que fenómeno de la comunicación, no es posible entenderlo como simple y lineal. ¿Qué quiero decir? Quiero decir que no todos los mensajes que parten del emisor son recibidos idénticos por el receptor. Según Kerbrat Orecchioni, ambos polos de la comunicación se ven atravesados por diversos elementos que, de alguna manera, condicionan tanto la emisión como la recepción: competencias lingüísticas y paralingüísticas, competencias ideológicas y culturales, determinaciones emocionales y psicológicas, restricciones al universo del discurso, modelos de producción de ambos, entre otros.
¿Entonces?
Entonces lo que se debe entender es que cuando una obra literaria sale de «las manos» del autor/a, una vez que las trasciende, ya sea por ser editada o por ser leída por otro/a, escapa de alguna manera a lo que el autor pensó e incluso escribió.
¿Es posible?
Obviamente: mi planteo es que la obra se abre, queda expuesta, se independiza, cobra autonomía.
Al escribirla, el autor lo hace mediante y atravesado por ciertas competencias como bien lo explicó Kerbrat Orecchioni. Pero además, está atravesado por un contexto determinado (político, histórico, sociológico, religioso, económico, ideológico, cultural, etc.). Sin embargo, cuando el lector va hacia la obra (y recalco el hecho de «ir» hacia la obra), lo hace también atravesado por sus propias competencias (seguramente diferentes a las del autor), y sumergido en su propio contexto (obviamente diferente al del autor).
Schleiermacher decía que la Hermenéutica o ciencia de la interpretación permitía alcanzar a comprender al autor mejor de lo que él mismo alcanzaba a comprenderse. Más allá de esta metáfora un poco hiperbólica, es útil para entender que hay un excedente de sentido, un plus, un «algo más» que en el acto de lectura se puede aprehender.
La lectura es un encuentro, y se llega a ese encuentro con un «desde», con un bagaje. No se llega con una «tabula rasa», y ese «desde» de la lectura, unido al «desde» que pueda conocerse de la escritura, puede permitir aquel maridaje empático sin el cual no hay encuentro del placer lector.
Por eso es que hay tantas lecturas posibles como lectores de hecho. Y aquí radica la maravilla de la lectura. Y aquí también radica la belleza y vitalidad de la Biblia, a pesar del tiempo.
Algunos hermeneutas y fenomenólogos de la lectura, es decir una corriente específica de la teoría literaria, llamaron a esto «Estética de la recepción» y «Fenomenología del texto literario». En resumidas palabras, explican que entre el autor y el lector está la obra. Al leerla, no tenemos al autor, solo tenemos la obra. Es verdad que es importante y muy rico poder acceder al conocimiento del contexto de escritura, de la biografía del autor, y otros datos concomitantes. Quiero decir: no se entienda con mi exposición que estoy abjurando de las ciencias bíblicas. Todo lo contrario. Sin embargo, frente al encuentro con la obra en el acto de lectura, lo prioritario es el texto, y el texto habla.
Ese «hablar del texto» abre un «espacio de indeterminación» que el lector llena, asimismo, con su bagaje de competencias y contextos (W. Iser). Será lo que Paul Ricoeur llama «Horizonte de sentido», Roman Ingarden nombra como «espacios vacíos» y Umberto Eco, «Opera Aperta».
Ricoeur, por ejemplo, entiende al hecho de la lectura, o refiguración, como un momento de «fusión de horizontes”, en el que se confrontan el mundo del texto y el mundo del lector (este concepto es tomado de Gadamer, y retomado por Jauss, representante de la «Teoría de la recepción”).
El propósito de la Hermenéutica no es «reconstruir” el primer sentido del texto, sino marcar el intervalo temporal que se genera entre el horizonte de expectativa (marcado por el condicionamiento del lector de acuerdo con la visión del autor), y el horizonte de experiencia, o sea el horizonte del receptor que interpreta y reinterpreta la obra en función de su propia actualidad.
Dice Ricoeur (p.866. Tiempo y narración): «… el mundo del texto marcaba la apertura del texto hacia su «exterioridad”, hacia su «otro”, en la medida en que el mundo del texto constituye, respecto a la estructura «interna” del texto, un objetivo intencional absolutamente original. Pero hay que confesar que, prescindiendo de la lectura, el mundo del texto sigue siendo una trascendencia en la inmanencia. Su estatuto ontológico queda en suspenso: en exceso respecto a la estructura, a la espera de la lectura. Sólo en la lectura, el dinamismo de configuración termina su recorrido. Y es más allá de la lectura, en la acción efectiva, ilustrada por las obras recibidas, donde la configuración del texto se cambia en refiguración.” (El resaltado es nuestro).
Más adelante aclara: (Op.Cit. p.875) «La imagen de la lucha entre el lector y el narrador no digno de confianza, con que hemos terminado la discusión anterior, haría creer fácilmente que la lectura se añade al texto como un complemento que puede faltar. Después de todo, las bibliotecas están llenas de libros no leídos, cuya configuración está, sin embargo, bien dibujada, pero no refiguran nada. Nuestros análisis anteriores deberían bastar para disipar esta ilusión: sin lector que lo acompañe, no hay acto configurador que actúe en el texto; y sin lector que se lo apropie, no hay mundo desplegado delante del texto.” (El resaltado es nuestro).
Por otra parte, esa fusión de horizontes implica una intersección entre el mundo del texto y su «exterioridad”, y es allí donde se despliega su SIGNIFICANCIA. El mediador de este fenómeno es la lectura, en el acto de la refiguración.
Ricoeur sospecha, siguiendo acá a Michel Charles, que existe una Reflexividad de la lectura o lectura reflectante (según Jauss) que es lo que permite al acto de lectura liberarse de la lectura inscripta en el texto y replicarlo, y hace del acto de leer la instancia suprema: en este punto ya estamos en el terreno de la fenomenología y la hermenéutica.
Los filósofos de esta corriente que Ricoeur analiza son Roman Ingarden, H. Jauss y W. Iser. Ingarden habla de que el texto está inconcluso, porque ofrece imágenes esquemáticas que el acto de lectura debe «concretizar”, que es la actividad creadora de imágenes por la que el lector se esfuerza en figurarse los personajes y los acontecimientos. El texto, así entendido, presenta «lugares de indeterminación”, que son como lagunas que el lector debe llenar. Dice Ricoeur (p.881) «El texto es como una partitura, susceptible de diferentes ejecuciones.”
La obra, desde este punto de vista, resulta de la interacción entre el texto y el lector.
También es importante otro concepto, el de «exceso de sentido”: todo texto, aunque sea fragmentario, se revela inagotable a la lectura. El texto, así, se presenta alternativamente en falta y en exceso.
La lectura, entonces, es una experiencia viva. Dice Ricoeur (p. 884): «El autor que más respeta al lector no es el que lo gratifica al precio más bajo, sino el que le deja el mayor campo para desplegar el juego contrastado que acabamos de describir.”
Lo importante de este análisis para su aplicación a la lectura de la Biblia es que, más allá de todos los aportes insustituibles que la exégesis y las ciencias bíblicas puedan y deban hacer (y que haremos muy bien en conocer, estudiar, respetar y aplicar), hay un acto, el de lectura del texto bíblico, que puede entenderse como un encuentro, en donde el texto adviene al lector y el lector se acerca al texto. Ese texto, lejano en tiempo y espacio a nuestra situación actual, se “independiza” en cierta manera de su literalidad contextual para decirnos algo hoy. Ese texto lleva inscripto un excedente de sentido que el acto de lectura —único e irrepetible de lector en lector— descubrirá y llenará de acuerdo a sus necesidades y circunstancias: solo así la Biblia puede seguir siendo pertinente y actual en cada tiempo, y solo así podemos alejarnos de lecturas simplistas, literalistas y fundamentalistas que tanto mal le hicieron, le hacen y le harán a la humanidad de todos los tiempos.