Introducción
En la teología sistemática, mayormente bajo el capítulo de Soteriología (doctrina de la salvación), se suele incluir el tema de «nuestra identificación con Cristo» y también, de unos con otros en el cuerpo de Cristo. Escritores devocionales lo describen como nuestra «unión mística» con Dios en Cristo. En estas charlas, queremos interpretar esa «identificación» y «unión» con el término más contemporáneo de «solidaridad». Lo estudiaremos en torno a tres de los momentos principales de la Cristología: la encarnación, crucifixión y resurrección del Hijo de Dios.
Por un lado, vamos a afirmar que la persona y la obra salvífica de Jesucristo tienen importantes implicaciones para nuestra vida y compromiso hoy. Cuando los grandes momentos cristológicos se entienden como solidaridad, se convierten en exigencias de solidaridad para nosotros hoy en América Latina.
Por otro lado, trataremos de demostrar que esos tres momentos se entienden mejor desde la perspectiva de la solidaridad. De hecho, la cruz no se entiende, o se entiende mal, sin este enfoque decisivo. La encarnación y la resurrección también (como igualmente el Pentecostés) encuentran su sentido más profundo cuando se interpretan como actos de solidaridad.
En otras palabras, la Cristología nos ayuda a entender la solidaridad, y la solidaridad nos ayuda, y mucho, a entender la Cristología.
I. La Encarnación como motivo y modelo de solidaridad
(Jn 1:14)
El prólogo del cuarto evangelio se mueve sobre tres ejes: «el Verbo era Dios» (1:1), «el Verbo fue hecho carne» (1:14), y «el Hijo unigénito… nos lo ha dado a conocer» (1:18). El pasaje plantea la encarnación del Verbo como la máxima revelación de Dios; conocemos al Dios invisible en una vida de carne y hueso. En las palabras de Heb 1:1-2, Dios culminó su proceso de auto-revelación cuando «nos habló en hijo» (elalêsen hêmin en huiô).
Juan 1:14 es un texto sumamente denso, en que cada palabra concentra una gran riqueza de significado. La frase medular reza, «Y el Verbo fue hecho carne» (kai ho logos sarx egeneto). Lo primero que llama la atención es la paradójica yuxtaposición del sujeto logos (quien es Dios según 1:1-4) y el verbo egeneto, que implica «devenir», «hacerse», cuando supuestamente Dios debe ser inmutable (según las categorías de la filosofía griega y la teología sistemática). En este acto de encarnación comienza la solidaridad de Jesucristo con nosotros. Del mundo eterno del «puro ser» (como lo conciben los teólogos), al que correspondería el verbo eimi pero no ginomai, el Verbo entró en las dialécticas del proceso histórico. Quizá podríamos decir que en su encarnación el Verbo «se contradice a sí mismo», para inmiscuirse en nuestro mundo del «devenir». Cambia su eternidad supuestamente estática por nuestro mundo dinámico de constante cambio. Filosóficamente, diríamos que optó por Heráclito contra Parmenides.
La encarnación del Verbo eterno fue el acto de solidaridad por excelencia, fundamento de toda la Cristología y clave para su entendimiento. Al tomar nuestra «carne» (fragilidad humana; ser-carente-de, ser-para-la muerte), Cristo se identificó incondicionalmente con nuestra condición humana en toda su vulnerabilidad. También se identificó con nuestra condición de criaturas y con la creación misma. Aquel por quien todas las cosas fueron hechas (1:2-3, egeneto), pues el mundo fue hecho por él (1:10 egeneto), también «fue hecho» (1.14 egeneto), el mismo, creación y «criatura» (feto prenatal y bebé en los procesos normales de crecimiento; Lc 2:40,52; cf. 1:0).
En esa vida humana — tan humana como la nuestra, pero sin pecado y por eso más humana — el Verbo-hecho-carne nos dió la máxima revelación de Dios (Jn 1:18; cf. Heb 1:1-2). El Verbo no sólo asumió nuestra carne sino también «habitó entre nosotros» (1:14), «tomó residencia en la tierra» y vivió en la más dolorosa y peligrosa cercanía con nosotros y con nuestro pecado. Y de esa manera «visibilizó» a Dios («y vimos») ante nuestros ojos. Un Verbo es invisible, como lo es Dios mismo (1:18), pero en su radical identificación con nosotros, Jesús volvió visible al Invisible. En eso ejemplificó el ejemplo del valor de una vida encarnada en solidaridad.
Hay varios otros textos que señalan a estas «mutaciones» del Verbo divino. Cristo, «siendo por naturaleza Dios, … se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo (doulos), y haciéndose semejante a los seres humanos … » (Fil 2:6-8: se identificó con la humanidad y con todos los humillados de la tierra); «siendo rico, se hizo pobre (II Cor 8:9: se identificó, en su encarnación y su estilo de vida, con la clase pobre); «Dios lo hizo pecado por nosotros» (II Cor 5:21, huper hêmôn hamartian epoiêsen; se identificó aun con nuestro pecado y su consecuencia, la muerte).
Por la Virgen María el Verbo se unió plena e incondicionalmente con nuestra humanidad, y por el Espíritu Santo nosotros y nosotras somos incorporados en un solo cuerpo en esa humanidad solidaria del Encarnado. Nuestra incorporación en Cristo por la fe crea toda una nueva realidad de solidaridad. Por eso San Pablo tiene tanta predilección por la frase en Cristô y por los verbos con sun («con») de prefijo, a veces aparentemente acuñados por el mismo. Hemos sido co-crucificados con Cristo (Gal 2:20), co-sepultados (Rom 6:4,5; Col 2:12), co-resucitados y co-sentados con él en lugares celestiales (Col 2:13; 3:1; Ef 2:6) y co-viviremos con él (Rom 6:8). Somos co-herederos con él, y si co-sufrimos con él, también co-reinaremos con él (Rom 8:17; Fil 3.10; Apoc 20:4). Todo eso habla de la solidaridad que él ha creado con nosotros, y de nosotros con él.
Por otra parte, como consecuencia de su encarnación y solidaridad, Cristo ha hecho de su pueblo un solo cuerpo que practica entre sí la misma solidaridad con que él se identificó con nosotros. Aquí también abundan los verbos con el prefijo sun. Entre muchos tenemos: en Cristo estamos co-articulados en un solo cuerpo (Ef 2:21; 4:16). Como tal co-combatimos (Fil 1:27) y co-luchamos en oración (Rom 15:30, sunagonizô); co-actuamos (1 Cor 16:16) y nos co-ayudamos (2 Cor 1:11). Estamos unidos para co-morir y co-vivir (2 Cor 7:3) y co-reinaremos juntamente (1 Cor 4:8). En esa solidaridad del cuerpo de Cristo, cuando un miembro sufre, a todos los miembros les duele, y cuando un miembro recibe honra, todos se llenan de gozo (I Cor 12:26). En esa solidaridad, no caben las rivalidades.
No podríamos encontrar expresiones más enfáticas de la solidaridad. Y todo procede de la solidaria encarnación del Verbo.
II. La solidaridad como sentido más profundo de la Cruz
(2 Cor 5:21; Gal 3:13)[1]
Con razón dijo Pablo que la cruz es una locura y un escándalo (1 Cor 1:18-23); si su «irracionalidad» no nos escandaliza, no hemos comenzado a entender su significado. La tradicional teoría de «substitución» (yo debo dinero en el almacén pero un amigo lo paga en mi lugar; estoy preso bajo sentencia de muerte, pero un amigo me visita en la celda, cambiamos de ropa, yo salgo libre y el amigo muere en mi lugar) es una simplificación que traiciona los datos bíblicos, y hace de la muerte de Jesús una crasa injusticia (Camus, Bernard Shaw, Domenic Crossan). La muerte de Cristo no puede entenderse como una transacción externa y objetiva, una especie de intercambio o trueque.
Sin pretender «explicar» la cruz, dos puntos importantes pueden por lo menos comenzar a aclarar su sentido. Primero, nunca debemos olvidar que en el plano humano e histórico, la muerte de Jesús en la cruz no fue un mero episodio desconectado de toda su vida sino que fue la consecuencia inevitable de su manera de ser y de vivir. Polemizaba osadamente con los líderes y toda la «buena gente», y defendía a los que eran «mala gente» ante los ojos de la sociedad. Comenzó la semana final de su vida con una marcha pública, seguida por un violento acto de protesta en el mismo templo. Su manera de ser y su conducta eran insoportables para las autoridades. Así entendido, lo mataron por subversivo.
La segunda pista, que ayuda aun más, nos la proporciona Juan Calvino, junto con otros. Calvino introduce el tercer libro de Institución de la religión cristiana, precisamente sobre la salvación, con un párrafo muy importante:
Ante todo hay que notar que mientras Cristo está lejos de nosotros y nosotros permanecemos apartados de él, todo cuanto padeció e hizo por la redención del humano linaje no nos sirve de nada, no nos aprovecha en lo más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicarnos los bienes que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en nosotros. Por esta razón es llamado «nuestra Cabeza» y «primogénito entre muchos hermanos»; y de nosotros se afirma que somos «injertados en Él» (Rom 8.29; 11. 17; Gál 3.27); porque, según he dicho, ninguna de cuantas cosas posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no somos hechos una cosa con Él (Calvino Inst 3.1).
Interesantemente, fue sólo en la última edición de su magnum opus que Calvino introdujo este fuerte énfasis sobre la identificación solidaria de Cristo con nosotros como clave a su obra redentora.[2] Parece que le fascinó tanto el tema, que acuñó una serie muy rica de expresiones latinas al respecto («nostrae cum Deo coniunctionis» 3.6.2; «cum ipse in unum coalescimos» 3.1.1; «in Christi participatione» 3.16.1; Cristo «se nobis agglutinavit societatem» 3.2.24 etc.). Para Calvino, el Cristo que nos justifica y redime no es un «Christus extra nos» sino que nos redime en «la más íntima coalescencia» con nosotros (3.11.10), en un «sagrado matrimonio» (3.1.3 «sacrum coniugium«) entre él y nosotros. No debemos considerar a Cristo «como separado de nosotros» (procul stantem) sino «más bien habitando en nosotros» (3.2.24). Por la » habitatio Christi in cordibus nostris» (3.11.10) compartimos «vita in consortio» (3.8.1; cf. 3.6.5). Esta relación es una especie de amalgama aglutinada, en que el Espíritu Santo es el «vinculum» (3.1.1). «Incorporados nosotros a su cuerpo, nos hace partícipes, no solamente de sus bienes, sino incluso de sí mismo» (3.2.24).
Todo eso puede entenderse como lo que hoy llamamos «solidaridad». Cristo se hizo carne y uña con nosotros, e hizo a nosotros carne y uña con él. Puede verse como una especie de «trasplante total». Cristo tomó nuestro pecado porque nos tomó a nosotros dentro de sí y entró él dentro de nosotros, en un mismo cuerpo solidario. El fue más que un «representante», y mucho más que un «sustituto». Su solidaridad llegó a tal grado de identificación, que sería más fácil para dos gemelos siameses separarse que para él separarse de nosotros.[3]
Jesucristo maniféstó y practicó esta solidaridad en su nacimiento, en su estilo de vida y en su muerte:
Cuando el Verbo fue hecho carne, identificándose así con toda nuestra fragilidad, pasó también, como todos nosotros, sus nueve meses como feto pre-natal. Es más, fue concebido en el vientre de una madre soltera, lo que a los y las vecinos seguramente no les parecía un milagro sino un escándalo. Por eso después sus enemigos se lo echaron en la cara diciendo, «nosotros no hemos nacido de fornicación» (Jn 8:41), y posteriormente algunos rabinos lo llamaban «el bastardo de Nazaret». Al octavo día Jesús fue circuncidado (sin duda sangraba, como cualquier niño) y después sus padres ofrecieron dos tórtolas para la purificación del niño y su madre (Lc 2:21-23; el padre no tenía culpa en el asunto y no necesitaba purificación). Como joven Jesús tuvo ciertos roces con sus padres (Lc 2:48-49) y trabajó unos dieciocho años de carpintero como uno más de la clase obrera. Al iniciar su ministerio, se sometió al humillante «bautismo de arrepentimiento» de Juan el Bautista, «para cumplir toda justicia». Aunque él no tenía pecados de que arrepentirse, en esto también se identificó con nosotros los pecadores para nuestra redención («toda justicia»).
En su conducta y su estilo de vida también Jesús se identificaba con los pecadores; los fariseos le condenaban por ser amigo de pecadores (Lc 15:1-2; 5:29-32; 7:33-39). Extendió su mano a tocar a los enfermos, los leprosos y los muertos, lo que le contaminaba ceremonialmente y le incapacitaba para entrar al templo. Era amigo de la «mala gente» por lo que fue mal visto por la «buena gente». Fue tierno y compasivo con los pecadores, pero muy severo con los hipócritas; agresivo e insultante; hasta afirmó que los publicanos y las prostitutas entrarían al reino de Dios antes que los fariseos (Mt 21:31). En todo eso, ante los sacerdotes y maestros de la ley, él fue «hecho pecado» por vía de su solidaridad inseparable con pecadores.
Esa clase de solidaridad con los marginados y los desvalidos de la sociedad nunca está bien visto por los poderosos. Para nada sorprende que muy temprano comenzaron a confabular para matarlo. Y mucho menos cuando se dejaba llamar «Rey de los judíos», defendía siempre a las víctimas del sistema, entró en la ciudad capital en una marcha triunfal y trastornó el sucio comercio de los poderosos en la misma casa de Yahvé, denunciándoles a ellos por convertir el templo en una cueva de ladrones. Toda esa solidaridad profética le granjeó la muerte. La cruz fue instrumento de ejecución pública de los enemigos del sistema. Fue el precio de su solidaridad con nosotros, en servicio osado al Reino de Dios y su justicia.
Finalmente, la misma muerte fue la expresión definitiva de esa solidaridad que comenzó con su nacimiento. Al asumir la condición humana, lo hizo incondicionalmente, sin reservas en su solidaridad («Acepto nacer y vivir en carne, pero no morir, porque soy Dios y Dios no muere, mucho menos puedo hacerme pecado y maldición». ¿Cómo es posible eso para Dios mismo?) Ahí podemos ver la locura y el escándalo de la cruz.
Pero en Cristo la cruz tiene también su lógica, y es la lógica de la solidaridad incondicional. Humanamente hablando, esa muerte violenta fue la consecuencia lógica e inevitable de una vida que los poderosos jamás iban a tolerar. Pero evangélicamente hablando, Cristo hizo suyos nuestros pecados para hacer nuestra su justicia; hizo suya nuestra muerte, para liberarnos de ella. Cristo fue desamparado por su propio Padre (de nuevo, lo incomprensible para el entendimiento humano; «¡Dios desamparado por Dios! ¿Cómo puede ser?», exclamó Lutero. «No lo puedo entender»). Pero él fue desamparado por su Padre, para que nosotros nunca lo seamos. Y en esa muerte solidaria, «Dios mostró su justicia, para que él [Dios] sea justo y el que justifica a los injustos», con los que se ha solidarizado (cf. Rom 3:25-26).
«Oh Cristo», dijo Lutero, «Yo soy tu pecado, y tu eres mi justicia» (2 Cor 5:21). Y eso, no por alguna transacción externa y abstracta, sino por su solidaridad hasta las últimas consecuencias. «Fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:8). Habiéndonos amado, nos amó hasta el fin (Jn 13:1).
La Resurrección como reafirmación de la solidaridad
(Lucas 24:13-49)
En la teología de la resurrección volvemos a encontrar lo inadecuado de una explicación meramente forense, externa y transaccional, o la clásica teoría de «satisfacción» (teoría «comercial» de Anselmo). Si Cristo ya había expiado toda la culpa del pecado y ya había pagado en pleno todo el precio de nuestra redención, ¿qué papel le queda a la resurrección en ese plan salvífico? ¿Por qué no ascendió directamente a la diestra de Dios, en vez de pasar cuarenta días más en la tierra (según nos narra Lucas)? Y aun más, si Cristo ya nos ha redimido plenamente, ¿para qué la resurrección corporal nuestra en vez de un traslado espiritual del alma al cielo?
Una parte importante de la respuesta a estas preguntas será precisamente la solidaridad de Jesucristo con nuestra humanidad.
En primer lugar la resurrección fue una nueva afirmación de la carne, del valor de nuestra condición física y su lugar decisivo en el plan salvífico de Dios para nosotros. En cierto sentido, sin negar la continuidad del Resucitado con el Crucificado y la identidad de ambos en la persona de Jesús, la resurrección puede considerarse como una especie de «segunda encarnación». Habiéndonos redimido por su muerte en la cruz, Jesús opta, por decirlo así, por tomar de nuevo nuestra carne y solidarizarse con nuestra corporalidad, pero ahora liberada y glorificada. Por eso Lucas insiste en que Jesús comía, caminaba y conversaba. Por eso también el credo apostólico habla con todo acierto de «la resurrección de la carne» (no sólo «del cuerpo»)… Eso significa hoy un compromiso cristiano con el cuerpo, con la carne, en tiempos cuando se ha hecho común la tortura y la mutilación de los cadáveres de los asesinados. Por eso también deben preocuparnos no sólo los muertos en guerra sino también todos los heridos y lisiados, que llevan en sus cuerpos, de por vida, las llagas del nefasto militarismo de nuestro tiempo. Esto debe significar también un compromiso con la salud pública, la buena alimentación para todos, y la lucha contra la pobreza.
En segundo lugar, la resurrección de Jesús fue una nueva afirmación de la vida. En su obra redentora, Cristo no sólo logró el perdón de nuestros pecados sino también venció para siempre la muerte. «Oh Cristo», reza un antiguo himno alemán, «muerte de mi muerte, vida de mi vida». «En él estaba la vida» (Jn 1:3), y su resurrección significó su compromiso con ella, frente a la muerte, hasta las últimas consecuencias. Él vino para darnos vida, y vida en abundancia (Jn 10:10), y ratificó ese compromiso con su resurrección. Por eso, porque en Cristo la vida venció a la muerte, los y las cristianos debemos dar nuestro mayor esfuerzo para que todos y todas disfrutan de esa vida abundante, en todas sus dimensiones (vivienda, alimentación, educación, dignidad, y esperanza en Jesucristo como su Salvador). Y por eso, debemos ser «forjadores de la paz» (Mt 5:9) contra las fuerzas de muerte, guerra y opresión que nos rodean.
La resurrección de Cristo significa también su compromiso con lo humano. Llama la atención que, según los relatos evangélicos, el Cristo Resucitado no tenía nada de apariencia angelical. María lo confundió con el jardinero, los discipulos lo confundieron con otro pescador (ambos de la clase obrera), y los caminantes a Emaús lo toman por un extranjero que no sabía nada de lo que había pasado. En ese relato, también, Lucas revela un sentido de humor, sutil y simpático, en el Jesús Resucitado que caminaba con ellos: su inocente «¿Qué cosas? Cuéntenme, por favor» (Lucas 24:19), la conversación que sigue en que ellos narran al mismo Jesús lo que a él le había pasado, como si él no lo supiera, y las palabras finales de ellos, «pero a él no le vieron» (24:24), cuando ellos mismos están viendo a Jesús con sus propios ojos.[4]
Gracias a Dios, la resurrección no nos va a convertir en ángeles sino en seres humanos auténticos. Igual que el Primogénito de los resucitado, no seremos menos humanos; seremos plenamente humanos, aun más humanos que nunca. Y Lucas nos permite entender que no perderemos ese precioso don que es el sentido de humor. Podemos estar seguros de que en el Reino de Dios también contaremos chistes, con alegría perfecta e infinita.
La resurrección de Jesús inaugura también el proceso hacia la nueva tierra, y como tal significa un compromiso con lo terrenal. Cristo resucitado tuvo dos pies para caminar tras los caminantes a Emaús y aclanzarlos en el camino, pero nadie puede caminar sin tierra, aunque tenga pies. ¿Por qué insistimos en alegorizar las calles de la Nueva Jerusalén, en la nueva tierra? En la primera página de la Biblia, Dios crea la tierra y la declara buena. En el segundo relato de la creación, lo primero que Dios da a Adán es tierra, un huerto para cultivar. Cristo proclamó que los mansos heredarán la tierra (Mt 5:5); la gran liturgía en el cielo anuncia que reinaremos con Cristo sobre la tierra (Ap 5:10). La resurrección de Cristo, precursora de la nueva creación, nos obliga ahora a comprometernos con el medio ambiente, la justa distribución de la tierra, y la adoración al Creador como momento obligado en nuestra liturgia (Ap 4:4,6,11; 5:13).
La resurreción nos llama a un compromiso con el futuro, un compromiso con la esperanza. Desde que Cristo resucitó, su Reino es invencible y nada es imposible. Su resurrección nos asegura que un mundo diferente es posible, ahora en medida relativa y sentido penúltimo, y finalmente en la plenitud de su reino. Los que dicen que «todas las cosas permanecen así desde el principio de la creación» son los burladores incrédulos (2 Pedro 3:3-4), no los que están identificados con Cristo en la solidaridad de su resurrección. Al contrario, nuestro Dios es el que hace nuevas todas las cosas (Apoc 21:5), hoy, mañana y siempre. Creer en la resurrección significa solidarizarnos con Dios en Cristo, en su proyecto de transformación radical del mundo.
Conclusión
La identificación incondicional de Jesucristo con nosotros (solidaridad) es clave pare entender la Cristología, y la Cristología, bien entendida, es una poderosa motivación a la solidaridad.
En su encarnación, Jesús asumió nuestra humanidad corporal, nos hizo un solo cuerpo, y nos llama a ser también solidarios como fue y es él.
En su cruz, la solidaridad de Cristo fue hasta el extremo, hasta hacer suyos nuestro pecado y muerte.
En su resurreción, Cristo reafirmó su solidaridad con la corporalidad, la vida y la esperanza.
Bendición franciscana
Que Dios te bendiga con la inconformidad
frente a las respuestas fáciles, las medias verdades,
las relaciones superficiales,
para que seas capaz de profundizar dentro de tu corazón.
Que Dios te bendiga con la ira,
frente a la injusticia, la opresión y la explotación de la gente,
para que puedas trabajar por la justicia, la libertad y la paz.
Que Dios te bendiga con lágrimas,
para derramarlas por aquellos que sufren dolor,
rechazo, hambre y guerra,
para que seas capaz de extender tu mano, reconfortarlos
y convertir su dolor en alegría.
Y que Dios te bendiga con suficiente locura,
para creer que tu puedes hacer una diferencia en este mundo,
para que tu puedas hacer lo que otros proclaman que es imposible.
[1] La traducción de 2 Cor 5:21 en la Nueva Versión Internacional, «Dios lo trató como pecador», queda corto del sentido del texto griego, huper hêmôn hamartian epoiêsen; «por nosotros lo hizo pecado».
[2] El primer capítulo del Libro III (3.1) es completamente nuevo en la edición de 1559, como es también el lugar definitivo asignado a la unión con Cristo en todo el tercer libro (Barth, Church Dogmatics, IV/3: 552-3).
[3] Sin duda estas formulaciones pueden prestarse para exageraciones o malos entendidos, pero captamos mejor su fuerza y su profundo sentido, según Calvino mismo, si lo sobreformulamos.
[4] ) Sobre este pasaje, véase Stam, Profecía bíblica y misión de la iglesia (Quito: CLAI, 2001), pp. 42-44.
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