Esta conocida expresión de la oración modelo, que Jesús enseñó a sus discípulos, provoca inevitablemente una reflexión sobre el propio acto de orar. Significa, primariamente, que no invocamos tanto a Dios para que atienda nuestras necesidades y deseos, formulados desde nuestra contingencia existencial; sino, más bien, para que prevalezcan sus designios, desde el convencimiento, no siempre consciente o inequívoco, de ser ello lo mejor para nosotros.
Entender la plegaria de este modo comportará vivir situaciones complejas y transitar por los caminos misteriosos de Dios desde las limitaciones de la finitud: la propia existencia del mal, el pecado estructural enraizado en la realidad sociológica, las crisis personales, las frustraciones derivadas de unas realidades alejadas de nuestras expectativas… Asumir, por lo tanto, lo no siempre comprensible en nuestro modo de razonar.
Orar en estos términos no significa que nuestra voluntad quede minimizada, reducida o eliminada; ya que no se trata de la voluntad omnímoda de un dictador que hay que obedecer con temor, sino de la voluntad del Padre que puede ser cuestionada. Por ello, nuestra capacidad volitiva se mantiene, no podemos ir en contra de nuestra estructura neurológica; hágase tu voluntad significa, más bien, aprender a alinear nuestro querer con el de Dios.
El empleo de esta expresión tampoco representa un acto de resignación fatalista, como si nos hallásemos ante un destino que no es posible eludir. En tal caso quedaría afectada nuestra libertad, si bien finita, jamás plenamente dueña de sí misma y asediada por el instinto, en palabras del teólogo Andrés Torres Queiruga. Libertad siempre condicionada por las estructuras biológicas, tendencias inconscientes y circunstancias no siempre controlables. Pero de ello no se infiere necesariamente un total reduccionismo determinista.
A nivel práctico, con esta expresión asumimos nuestra finitud frente al Misterio. Comporta saber discernir, en el aquí y ahora personal y eclesial, la voluntad de Dios revelada a través de su Palabra cuando esta es contextualizada y aplicada a nuestra realidad por el Espíritu Santo y por medio de los hechos de la cotidianeidad interpretándolos como signos de los tiempos, en lenguaje bíblico.
Es obvio que los acontecimientos de la vida suelen oscilar en una bipolaridad. En ocasiones son altamente gratificantes: el nacimiento de un hijo, un trabajo que permite el sustento y la autorrealización personal, la experiencia de fe, amar y ser amado… y, en clave creyente, surge la oración de agradecimiento al reconocer, todo ello, como don, como pura gratuidad. Pero en otras ocasiones, la vida nos zarandea con toda suerte de crisis: la enfermedad propia y de aquellos a los que amamos, la falta de trabajo, la precariedad económica, la incomprensión, el acoso, las dudas espirituales… y surge la oración de petición, el pedir, como Jesús en Getsemaní, no tener que soportar tales vicisitudes.
Conviene tener presente que los males a los que hemos hecho referencia no proceden de Dios ni son castigos. La creación es autónoma y finita, y de ello se derivan incluso tragedias en forma de terremotos, tsunamis…; así como los procesos de deterioro del ser humano en forma de enfermedades (físicas o psíquicas), envejecimiento y muerte. Pero la oración no es el antídoto de las leyes naturales. En el mal moral, subyace habitualmente la libertad humana especulando con la calidad de los materiales de construcción de edificios en zonas proclives a movimientos sísmicos, tratando a las personas como meras mercancías, enviando a niños a la guerra, asediando… Si bien el problema de la teodicea siempre persistirá, el mal (derivado de la finitud o moral) no es voluntad de Dios, cuyo deseo es la felicidad del ser humano.
Introducir en la oración el hágase tu voluntad comporta, asimismo, que no pretendemos que Dios sea funcional a nuestros deseos. Que no buscamos mover a Dios para que haga lo que nosotros, desde nuestra limitación vital, consideramos mejor o aquello que nosotros no estamos dispuestos a realizar. No es coherente pedir a Dios que resuelva el problema del hambre en el mundo si nosotros no estamos dispuestos a ejercer la solidaridad con los últimos y los marginados del sistema. Como en tantas cosas, Dios termina dependiendo de nosotros.
La oración de petición deviene una necesidad antropológica y puede adquirir tintes dramáticos cercanos al clamor, al grito… o al silencio, al no saber articular palabras más allá del balbuceo, cuando nos sentimos agobiados, cuando determinadas circunstancias sobrepasan nuestros recursos para hacerles frente, cuando no comprendemos el porqué de una situación (como le ocurrió a Habacuc, a Job, a Pablo), cuando el temor nos invade (como en el caso de Jesús en Getsemaní), cuando tenemos dudas, cuando estamos enfadados… Paul Tillich nos recuerda que, en muchas ocasiones, solo en términos de gemidos sin palabras podemos acercarnos a Dios, e incluso estos suspiros son su obra en nosotros. Nos hallamos en la dimensión expresiva de la oración que adquiere un mayor sentido más allá de una dimensión expositiva (como si Dios no conociese la realidad) o apelativa.
Añadir a la oración hágase tu voluntad requiere progresar en la comprensión siempre misteriosa de Dios. Debemos profundizar en cómo Jesús nos revela al Padre (amor, misericordia, compasión…) a fin de erradicar falsas imágenes mentales de Dios, ya que de la imagen que nos hagamos de Dios dependerá nuestro vivir y nuestro orar. No es lo mismo dirigirse a Dios con temor, como tantas personas lo han hecho y continúan haciéndolo en sus plegarias, que hacerlo desde la confianza de un hijo a un Padre que ama a sus hijos y desea su felicidad.
También habrá que afinar la propia experiencia de la oración, transitando del monólogo a un mayor diálogo. Hágase tu voluntad implica el deseo de conocerla. Se hace necesario recuperar la tradición reformada de emplear la Biblia en la dinámica de la oración. En la lectura obediente de las Escrituras el TÚ de Dios nos revela su voluntad para que el YO de la persona orante pueda alinearse con la voluntad divina.
Pedir a Dios hágase tu voluntad nos compromete a ser testigos de su proyecto salvífico, expresado con rotundidad y sin equívocos por Pablo: Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad (1 Ti 2,4). También implica presentar la vida cristiana en un sentido contracultural y manifestar los valores del Reino de Dios: actuar de forma justa en todos los ámbitos en los que nos desenvolvemos, denunciar las grandes injusticias de la sociedad en la que el dinero se ha convertido en su dios, actuar como agentes de pacificación trabajando en favor de la paz al nivel que nos sea posible, desarrollando la empatía, la solidaridad, la compasión con los relegados del sistema, siendo inclusivos de las diferencias, evitando todo tipo de discriminación. En síntesis, amando.
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