El perdón de los hombres nunca puede ser total porque, entre otras razones, resultaría perfecto, una aspiración al absoluto que es un atributo exclusivo de Dios. Los hombres, por otro lado, arrastran biografías y circunstancias vitales que hacen que a menudo hablen de perdonar sin olvidar, dejando inadvertidamente expedito el camino a un tipo de justicia que se puede parecer mucho a la venganza, con la puerta abierta a la reiteración de los conflictos.
En este sentido, muchos deben de recordar haber visto el film In my Country, del director John Boorman, que en España se estrenó en 2005 con el título de “En mi tierra”. Basada en hechos reales, la película trata el proceso de diálogo y reconciliación que se llevó a cabo en Sudáfrica, a mediados de los años noventa, poco después de que Nelson Mandela llegara al poder para poner punto y final al sistema de segregación racial que imperaba legalmente en el país desde 1948. Este proceso de entendimiento se realizó en el seno de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, que fue presidida por el obispo anglicano Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz 1984, quién estableció para aquélla el siguiente lema: “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón.”
A lo largo de las diversas sesiones que la Comisión celebró, se encontraron, frente a frente, los verdugos y las víctimas de la época del apartheid. Incluso, en un gesto sin precedentes, el ya presidente Mandela fue a visitar Betsie Verwoerd, viuda de Hendrik Verwoerd, quien había sido uno de los organizadores del régimen segregacionista, primer ministro del país, y responsable de la masacre de negros en Shaperville en 1960. Hay quién opina que todo este proceso permitió que las víctimas recibieran consuelo, admiración, reconocimiento, y, algunas de ellas, indemnizaciones por sus sufrimientos. También hay quien piensa que todo se redujo a conceder una simple amnistía, que beneficiaría sobre todo a los líderes del apartheid, los cuales, a cambio de admitir la verdad, saldrían indemnes sin tener que hacer frente a sus responsabilidades. Pero las heridas no se han cerrado, como lo demuestra que la policía sudafricana (ahora, con mayoría de guardias negros en sus filas) haya venido reprimiendo desde el mes de agosto varias huelgas y manifestaciones de trabajadores de las minas, también negros, que protestan para mejorar sus infrahumanas condiciones de trabajo, disparando y habiendo causado más de cuarenta muertos, decenas de heridos y centenares de detenciones.
Así pues, resulta que tras dieciocho años de gobierno de la mayoría negra, Sudáfrica, un país con un índice de desarrollo medio, y con enormes riquezas naturales, es, según estadísticas de la ONU, el lugar donde se da una mayor diferencia entre pobres y ricos, habiéndose creado una próspera pero reducida clase media de raza negra que comparte intereses y un enorme grado de corrupción con la minoría blanca, porque ha querido olvidar, o quizás no había entendido nunca, que el conflicto, más que entre blancos y negros, lo era sobre todo entre ricos y pobres. O, para precisar más, el conflicto identitario enmascaraba o se añadía a la lucha entre clases sociales.
Por eso, quienes acusaron Mandela de “blando” cuando visitó a la Sra. Verwoerd, no dejaban de tener una cierta razón, porque como se atribuye a Gandhi: “Aquello que es válido para los individuos es válido para las naciones. No se puede olvidar demasiado. El débil nunca puede perdonar. Perdonar es atributo de los fuertes” ¿Qué quería decir el Mahatma con esta reflexión? ¿Quizás que la capacidad de perdonar es un signo de fortaleza moral? ¿O más bien que las víctimas han sufrido tanto que ya no pueden olvidar y perdonar?
Sea cual sea el significado de las palabras de Gandhi, pienso que en la sociedad de los humanos no puede haber perdón sin una verdadera justicia reparadora para el ofendido, ni clemencia para el ofensor si este no acepta de todo corazón someterse al correctivo y demuestra voluntad de rehabilitación: aquello que en términos cristianos se conoce como penitencia y propósito de enmienda. Por otro lado, creo que sólo es perfecto el perdón que proviene de Dios, de su misericordia que anuncia paz y justicia en la eternidad del Reino para los que en la Tierra han sido oprimidos y explotados durante generaciones.
Por lo tanto, resulta totalmente comprensible que Jesús, hijo de Dios, le respondiera a Pedro: “No te digo (que perdones) hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mt 18,22), que es una manera de decir que el perdón no ha de tener límites, y que a continuación ilustrara su mandato con la tan comentada parábola del hombre que debía mucho dinero, también conocida como la del sirviente sin compasión, a quien tras serle perdonadas las deudas por su amo, fue enviado a los calabozos por no proceder igualmente con un compañero. ”Así también mi Padre Celestial hará con vosotros -dice Jesús- si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (Mt 18,35)
Para acabar, querría dejar constancia de que, en relación con el tema que nos ocupa, estoy totalmente de acuerdo con la siguiente afirmación de Hans Küng: “No hay reconciliación con Dios sin reconciliación en el terreno interpersonal. El perdón de Dios está vinculado al perdón recíproco de los hombres.” (1) Y si estoy de acuerdo es porque pienso que estas palabras de Küng se compadecen mucho con los mandamientos de Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.” (*Mt 22,37-40). Pero ciertamente Jesús, siendo hombre, también era perfectamente Dios. Y los hombres normales hemos nacido en el mundo, por eso sólo podemos aspirar a imitar, y sólo a imitar, a Jesucristo nuestro Señor.
(1) Hans Küng, Credo, Editorial Trotta, Madrid, 2007. p. 150.
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