El filósofo Enrique Lynch tuvo una conversación en la cual Jorge Luis Borges le dijo: “… ¿Existe Dios? Mejor dicho, ¿hay alguien que crea de veras en Dios? Bueno, si, el Papa probablemente cree…” –Pero casi enseguida se corrigió– “No, el Papa tampoco cree en Dios”.
Este comentario de Borges expresa bien la cuestión de la creencia: ¿de qué naturaleza es la creencia en los Dioses o en un Dios al que se le profesa una fe explícita? Y las creencias pueden ser la cosa más potente y, al mismo tiempo, la cosa más trivial.
La gran potencia de las creencias, así como su importancia en la constitución de una sociedad, radica en que ellas parecen sostener las instituciones políticas, económicas y sociales. Veamos un ejemplo: existe la creencia de que un banco es un sitio donde se puede depositar con entera confianza el dinero de uno y que los ahorros están bien resguardados allí; es una creencia que permite que los bancos funcionen y legitima que un gobierno les inyecte dinero, por encima de la salud o la educación. Y aunque en la práctica hemos aprendido a desconfiar de los bancos (el banco nunca pierde, los ahorradores con frecuencia pagan caro el servicio y a veces lo pierden todo), la creencia en la necesidad de los bancos sigue haciendo posible que la sociedad funcione de esa manera.
Pero las creencias son también lo más trivial, lo que menos importancia tiene, porque uno puede creer como todo mundo en la necesidad de los bancos, pero uno intenta hacer su vida y seguir adelante “a pesar de esa creencia”, sin que ello importe en muchas de las decisiones de su vida. Es una creencia que, en muchos momentos y decisiones, ni nos resulta necesaria ni lo contrario, es decir que no importa en absoluto.
Posiblemente, en muchas personas la creencia en Dios sea algo parecido: algo que tiene una potencia que les hace definirse o sentirse “parte de algo más grande”, una creencia que hace posible tener una identidad por medio de la fe, pero que en realidad no es algo que importe mucho en la cotidianidad, en las decisiones o acciones que importan en nuestra vida.
Entonces, frente a ese modo de creer, tiene sentido la pregunta de Borges: “¿hay alguien que crea de veras en Dios?”. Porque creer “de veras” implicaría una forma de estar en el mundo en la cual sea tangible la presencia de ese Dios. Creer en Dios, creer en verdad, implicaría una forma de vivir en la cual se cuela una realidad ajena a la cotidianidad, de manera que algo se modifica sustancialmente. Creer en Dios, como Jesús creía en Dios, supondría una humanización tan radical que las huellas del Mesías serían más visibles en las acciones y decisiones de los creyentes.
En el evangelio de Juan, la creencia en Dios implica creer en una promesa de Jesús. Esa promesa se llama Espíritu Santo. En Juan 14:16, en un momento donde está cerca la separación que le llevará a la muerte violenta, Jesús les dice a sus discípulos que no les dejará huérfanos, les deja entonces una promesa: vendrá otro. Ese otro se llama “Espíritu Santo” y su naturaleza consiste en que es un “parakletós”, uno que jamás te deja tirado, que nunca te abandona cuando le necesitas, uno que responde por ti cuando ya nadie te avala.
Es otro “parakletós” porque el mismo Jesús ya ha sido un acompañante de esa naturaleza y porque el Dios de Jesús, su Padre y nuestro Padre, es un Dios que se caracteriza por esa misma manera de estar en el mundo con nosotros: una presencia de acompañamiento, solidaridad, apoyo, aval y sostén en los momentos más oscuros o luminosos. Un apoyo por siempre.
Creer en el Dios de Jesús, como él mismo creía en Dios, significa entonces creer en la promesa que se llama Espíritu Santo. E implica una forma de estar en el mundo donde se hace presente esa presencia de Dios, como poder que sostiene al débil y que hace fuerte al que ya no tiene energía.
Es una creencia que se concreta en la práctica y que, en la misma experiencia de Jesús con sus discípulos, se expresa en dos tipos de prácticas: una manera de comer juntos y una actitud de servicio insólito.
En esa larga despedida de Jesús, relatada en los capítulos 13 al 17 del evangelio de Juan, se muestran esos dos tipos de prácticas: una última cena, donde nadie es excluido, donde nadie tiene que demostrar nada a nadie, ni a Dios, para sentarse y participar de la mesa con los demás.
Y en esa ocasión Jesús lava los pies de los discípulos, representando el papel de un criado para ellos, para mostrarles que la presencia de Dios se hace tangible en el servicio que se hace por alguien más débil, por alguien que está más desfavorecido.
Y en esas prácticas, comer juntos sin excluir a nadie y servirse unos a otros sin interponer rangos o jerarquías, se hace presente Dios. En esas prácticas hay Espíritu Santo, porque es la expresión de una vida reconciliada, de una vida creyente.
Creer de veras en Dios es mirarlo en esas prácticas, dando y recibiendo, en las que nos sentamos a la mesa con otros y nos lavamos los pies mutuamente. Sólo entonces Dios deja de ser una entidad existente para devenir en nuestra vida, en una vida abundante que se comparte.