Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído (Hch. 4, 20)
Una simple ojeada rápida a la historia del mundo occidental desde el siglo I hasta hoy nos es más que suficiente para entender que a lo largo de todo este tiempo han coexistido en la Iglesia, es decir, en el conjunto de los fieles cristianos sin tener en cuenta las distintas facciones y denominaciones en que se hallan divididos, dos claras líneas de actuación: la de quienes, siempre en aras de un mejor entendimiento con el entorno en que vivían y una más fructífera implantación en la sociedad, han ido diluyendo poco a poco la fuerza vital del mensaje evangélico original; y la de quienes contra viento y marea han testificado acerca de Cristo, gustara o no, se aceptara o no, fuera o no popular, siguiendo muy de cerca el principio enunciado en las palabras pronunciadas por Pedro el Apóstol y que citamos arriba.
Puesto que sería adentrarnos en un laberinto innecesario el pretender deshilvanar los numerosos ejemplos históricos de lo que decimos, preferimos sencillamente quedarnos en nuestros propios días y compartir una muy breve reflexión sobre la situación en que se encuentra el cristianismo contemporáneo. Dejando de lado cualquier envoltura circunstancial (tecnologías actuales, medios de comunicación, rasgos culturales de las sociedades donde la Iglesia está implantada o implantándose), entendemos que esas dos líneas de acción que indicábamos más arriba prosiguen su camino, su andadura, buscando cada una de ellas sus propias metas. Con lo que, y lo decimos realmente con pena, sigue habiendo hoy, como hubo ayer y (¡ay!) habrá mañana, dos iglesias en realidad.
Personalmente, no somos de los que creen que la Iglesia deba ser una especie de burbuja en medio del océano o que deba erigirse como una fortaleza inexpugnable en lo alto de una montaña inaccesible y en la que nada ni nadie impuro, corrupto o contaminado pueda entrar. Pensamos, por el contrario, que el propósito divino es otro, que Jesús nunca pretendió que sus discípulos fueran apartados o quitados de este entorno en que vivimos, sino que estamos aquí para ser sal de la tierra y luz del mundo. Consideramos que Dios desea una Iglesia implantada y creciente en medio de una sociedad humana que tiene sus pros y sus contras, sus altos y sus bajos, sus más y sus menos. No entendemos, a la luz de las Sagradas Escrituras, que el Creador y Padre de todos los hombres revelado en Jesucristo haya ideado una Iglesia constituida únicamente por entes perfectos e intachables que nunca hayan roto, rompan o vayan a romper un plato. Jesús no vino a buscar a los sanos —¿los habría?—, sino a los enfermos; no a los justos —?—, sino a los pecadores. Por esta razón, nuestra condición de cristianos, nuestra profesión de fe como seguidores y discípulos de Cristo, nos exige sinceridad, nos demanda honestidad para con nosotros mismos y para con quienes nos rodean, pues en tanto que creyentes en Jesús de Nazaret estamos llamados a decir, a transmitir algo a este mundo. La pregunta es: ¿qué?
Cuando leemos el libro de los Hechos nos encontramos con la respuesta. La primera Iglesia de Cristo que existió en la tierra tuvo muy clara cuál era su misión, cuál su mensaje, cuál su proclama, cuál su razón de ser: el anuncio del Señor resucitado. Desde Jerusalén, Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra, los creyentes proclamaron la resurrección de Jesús como un hecho trascendental, un punto de inflexión en la historia humana, ahora entendida como una Historia de la Salvación, y una puerta abierta para la reconciliación entre Dios y los seres humanos. Al abrir las páginas de este extraordinario escrito, el único testimonio directo de los orígenes de las primeras comunidades cristianas, hallamos este mensaje y la reacción que provocó en judíos y gentiles, fieles e infieles: no faltaron los mártires, los perseguidos, los maltratados, pero la Buena Nueva alcanzó la capital del mundo de aquel entonces, Roma.
¿Qué hallamos en la Iglesia de nuestros días? ¿Cuál es su mensaje? ¿Cuáles sus prioridades, sus intereses, sus desvelos? Cabría que nos planteáramos todos, comenzando por quien escribe estas palabras, hasta qué punto somos realmente sinceros con nosotros mismos cuando nos definimos como cristianos y como cuerpo de Cristo, hasta dónde llega nuestra honestidad a la hora de testificar acerca de aquello que —se supone— creemos conforme a la enseñanza de las Sagradas Escrituras.
No pretendemos, ni mucho menos, autoerigirnos en conciencia del conjunto de la Iglesia ni tampoco de los amables lectores de Lupa Protestante. No jugamos a ser Pepito Grillo, desde luego. Pero sí nos plantea muchos interrogantes, y lo hace de continuo, el observar la deriva de la Iglesia a lo largo de su historia y en los tiempos actuales hacia un amplio abanico que abarca desde la intromisión permanente en asuntos puramente políticos, casi siempre junto a los poderes establecidos y en contra de los más humildes, hasta las derivas de tipo milenialista o las formas extravagantes de culto basadas en un sentimentalismo extremo y desbordante, pasando por un puro y llano activismo social o humanitario no exento de cierto color ideológico, es decir, desde la acomodación total a un sistema corrompido y corruptor hasta los escapismos más insanos y alienantes pasando por una filosofía puramente humanista. En toda esta maraña de intereses personales y ambición mal disimulada (¡tanto en un extremo como en el otro y en los intermedios!), ¿dónde queda el anuncio de la resurrección del Señor? ¿Dónde está la proclamación de la salvación en Cristo? ¿Dónde se encuentra el mensaje de la Buena Nueva, la noticia de que Dios dignifica de nuevo a la especie humana en Cristo su Hijo? En una palabra, ¿dónde se halla la seguridad del cristiano en la guía divina que le permite hace frente a los poderes de este mundo, de sí abocados a su destrucción por un juicio inapelable del Señor?
Puede que seamos excesivamente conservadores en nuestra teología, tal vez. Puede que nuestra concepción de la Iglesia, de la religión, del cristianismo en sí, peque de cierto tradicionalismo del que no somos realmente capaces de desprendernos. Hasta puede que alguien nos tache de excesivo literalismo a la hora de leer las Escrituras. ¿Por qué no? Todo ello resulta comprensible.
Sea como fuere, no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Queremos ser, por encima de todo, honestos para con Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos. Entendemos que es nuestro deber como cristianos y como Iglesia.