En enero de 1959 un sorprendente patriarca de la iglesia latina convocaba a la celebración de un concilio. Y, al cabo de poco, cristianos de todo el mundo, de la família que fuere, empezaron a dirigir su vista a la ciudad de Roma, leyendo las nuevas constituciones y normas, especulando con las novedades que filtraban los corresponsales vaticanos, o rezando por un giro ecuménico y libre de la vieja institución católica.
En los pueblos y ciudades, en los barrios, las parroquias católicas vieron pronto que vivir el concilio no era “esperar nuevas órdenes”, sino desatar bien las velas y dejar que las naves surcaran gracias al nuevo viento que levantaban las iglesias. Así pues, muchos pastores empezaron a abrir las iglesias, hacerlas transparentes, de nuevo iluminadoras después de siglos de oscuridad. Grupos de jóvenes, acción social, deportes, participación de los laicos, reforma litúrgica… todo ello valía para hacer una iglesia viva. Y descubierta activa del entorno de la parroquia: necesidades, cultura popular, y hasta iglesias cristianas de otras familias, con las que nacía una nueva forma de vecindad: el ecumenismo.
Pero ese sueño, como sabemos, duró poco. Y la duda, el miedo o, siendo generosos, la prudencia, enfriaron la ilusión del cambio, y con ella las expectativas de construir una iglesia romana diferente. Toda la iglesia sufrió ese desencanto (y cuando digo toda, no hablo sólo de católicos), pero indudablemente hubo unas personas que sufrieron especialmente esta bofetada de realismo: los sacerdotes que se creyeron el concilio, que lo impulsaron, que lucharon por él, que jugaron a una sola carta.
Ninguneados, apartados de cualquier posibilidad de desarrollar responsabilidades eclesiales en sus diócesis, contestados, burlados, estos pastores han seguido al pie del cañón en sus iglesias, intentando buscar una vía que les permita ser coherentes con su obra, y leales a su iglesia. Y hoy, estos hijos del concilio, son unos ancianos que siguen haciendo florecer sus iglesias y que nunca, nunca, han desertado.
Es por eso que vale la pena felicitar a Joan Estruch y a Clara Fons, sociólogos catalanes, por haber tenido la iniciativa de entrevistar a un grupo de estos sacerdotes, y recoger sus palabras en un libro: Fills del Concili. Retrat d’una generació de capellans (editado por Mediterrània). Era necesario hacerlo porque, en primer lugar, de aquí una decena de años algunos de los entrevistados ya no estarán, seguramente, en condiciones de participar en el estudio. Pero también era necesario porque las voces que acusan a estos sacerdotes de ser los responsables de la crisis de la iglesia católica en occidente cada vez son más: viejos, ninguneados, y sin ganas de polémicas absurdas, son la cabeza de turco perfecta para unos nuevos conservadores que no pueden admitir que, si las parroquias se vacían, es por muchos factores, entre los que sobresale la dificultad de la iglesia católica de encajar en la modernidad.
En este libro, en cambio, los hijos del concilio plantan cara: No, no han perdido la fe. No, no son poco leales a la iglesia. No, no han renunciado a la evangelización. Simplemente, son los huérfanos de una ilusión arrebatada nada más nacer. No fuera caso que tuvieran razón.
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