¿Cuándo vamos a entender que la raíz de uno de los mayores males denunciados en el texto bíblico tiene que ver con la insoportable realidad de que lo divino es absoluto misterio? El problema de la idolatría no se relaciona sólo con una “competencia” entre dioses (y reinos) sino, principalmente, con la instrumentalización de Dios para beneficio propio. Idolatría es sinónimo de poder y deseo de control, sobre el cosmos y los demás, a través de la manipulación de una imagen, que no es más que la proyección de nuestras perversiones sobre un objeto excluyente.
Los ídolos no son estatuas. Son ideas, teologías, discursos, gestos, institucionalidades, posicionamientos, modos de relacionamiento, cuya idolatrización deviene de su exigencia de representación incondicional de lo que Dios supuestamente es, dice y pretende.
Aprendamos a resistir la lógica sacrificial de lo idolátrico, lidiando con los silencios de lo divino, con lo fugaz de sus movimientos, con la imposibilidad de su representación. Y, sobre todo, con la fastidiosa condición de que nuestras elucubraciones hablan más de nuestro vínculo con el mundo y la fe (con sus miedos, incertidumbres e inseguridades), que de Dios mismo.
Asumamos lo pasajero de las palabras y los símbolos, y resistamos crear formas que pretendemos eternas, por temor al paso del tiempo, a la caducidad de nuestros lugares o a lo desconcertante de la existencia de verdades ajenas. Lo divino es Ruaj, es viento, es silbido. Aprendamos a caminar a tientas, desde las arenas movedizas de la cotidianeidad y las exclamaciones confusas de nuestras creencias; tomados de la mano con el/la prójimo/a, se hace más llevadero.