Desde siempre me transmitieron la importancia de leer la Biblia a diario. Algo muy bueno y sin lugar a dudas recomendable para el conocimiento de Dios, de su revelación en Jesús. Aun así, a veces me daba la impresión de que la importancia del encuentro con la Biblia se distorsionaba. Ya no era tanto una sana enseñanza. Poco a poco comenzaba a ser algo más. Hace unos años empecé a notar que esta disciplina se convertía sutilmente en un criterio de espiritualidad, en uno de los ejes fundamentales del actuar cristiano, un termómetro del fervor. En otras palabras, se convertía en un fin en sí mismo. Y si esto es así, es un grave error.
Encuentro muchas personas diciendo que cuando no están en la voluntad de Dios o cuando están lejos de Dios, sus vidas están mal. En el transcurso de la conversación algunos señalan que esto se debe a la falta de lectura bíblica, entre otras cosas. Por el contrario, resulta curioso que muy pocas veces escucho decir que esta lejanía se deba al egoísmo o al desamor, o a no ser compasivo o paciente.
Lo que la enseñanza evangélica insistentemente ha estado machacando en nuestras cabezas —no sistemáticamente, sino de una manera más bien flotante— es que hay tres cosas fundamentales para cumplir con el quehacer cristiano: leer la biblia a diario, tener un tiempo de oración concreto y asistir fielmente los domingos a las reuniones de culto. Esos son los supuestos requisitos indispensables. En sí mismas, estas cosas, como ya mencioné, no son malas, sino incluso todo lo contrario, siempre y cuando la lectura sea reflexiva y fruto de una sed verdadera; la oración sea una entrega genuina, no motivada por la culpa o con fines de auto-redención y el acto de reunirse no sea costumbrismo, sino sincera comunión. Cuando no es así, esta trinidad de conductas termina siendo más dios que el verdadero Dios. Jesús pone esta cuestión sobre el tapete con la parábola del buen samaritano. El que se quedó observando sus asuntos cultuales (asistencia al templo y otras actitudes religiosas) no es ejemplar para Jesús, sino este hombre anónimo de Samaria, que activamente ama a su prójimo. Este es el criterio fundamental.
El problema es que el acto de bien no es patrimonio del cristianismo, sino un don que Dios regaló a la humanidad. No es un acto de exclusividad cristiana, no es un acto que nos separe y por ende nos dé contraste. Queremos lo palpable, lo concreto, lo mensurable para poder dejar en paz a nuestra conciencia de que somos espirituales porque esta semana leímos cuatro veces la Biblia, pero estamos tibios cuando solo la leímos una vez. Pero ese no es el pensamiento de Jesús. Aunque hay actos de exclusividad cristiana, el acento de Jesús parece estar en cuestiones más universales como la paciencia o la compasión. Aun así, volvemos a construir nuestra identidad en torno a lo tangible, a lo exclusivo: ir al templo, leer un capitulo diario, tener media hora de oración, apartar el diezmo, cosas que si son un fin en sí mismas son solo para calmar la sed religiosa de nuestra conciencia que quiere decirnos: haciendo esto soy cristiano, soy espiritual.
Volvamos a lo que sabemos que Dios quiere y llevémoslo a nuestro contexto. Suena muy bien decir: “Liberemos a los cautivos, pongamos vendas al herido” ¿Pero como liberamos y como vendamos hoy, donde la necesidad no radica en heridas físicas necesariamente? Hoy liberamos con un abrazo silencioso; vendamos las heridas con una escucha sincera y sin interrupciones; amamos cuando no somos presurosos para juzgar u opinar, cuando aliviamos siendo prudentes con nuestras palabras; imitamos a Jesús ejercitando activa y conscientemente servicio al otro. Todo esto es intangible porque pertenece a una categoría diferente a la terrenal, es intangible porque es netamente espiritual. Jesús quiere derribar nuestros pequeños lugares de seguridad, nuestros altares y nuestros ídolos. Nos quiere recordar que ‘ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre (…) mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad’. Jesús quiere que abandonemos nuestros fetiches, nuestros amuletos, nuestras oraciones mágicas y nuestras supersticiones disfrazadas de espiritualidad. Jesús sigue diciendo: ‘Misericordia quiero y no sacrificio’. Mientras sigamos sacrificando nuestros corderos para apagar la ira de nuestros dioses falsos seguiremos esquivos al aroma de redención y de libertad que nos da Jesús. El desafío es soltar las exigencias falsas del juez interior que busca el cumplimiento de la ley y ser capaces de mirar al Cordero, que quita el pecado del mundo y nos da la libertad de vivir en Su espíritu.
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