No hay, ni nunca ha habido, un Lutero reformista o un Voltaire acusador del infame, que un buen día decidió plantar cara a una doctrina tradicional y comenzó a negar la inerrancia de la Biblia para imponer un nuevo credo, o una visión liberal de la misma. El cuestionamiento de la inerrancia no obedece a ningún acto de rebeldía, ni a la negación de que la misma es parte inseparable de la creencia tradicional en la Biblia como palabra inspirada de Dios. Nadie niega la inerrancia, ni siquiera aquellos que evitan ese término, porque consideren que la Biblia contiene errores y enseñe mentiras o maquina engaños; todo lo contrario, precisamente porque tienen un alto concepto de la Biblia como el libro de Dios por excelencia y máxima autoridad en la Iglesia en cuestiones de fe y práctica, a la que siempre hay que mirar y volver para renovar la vida de la Iglesia y enderezar caminos quizá torcidos por el peso de tradiciones humanas que asfixian su espíritu y tienden lazos a su caminar y a su testimonio en el mundo, la miran con toda reverencia e interés por su verdad.
Hay quien señala al teólogo suizo neo-ortoxodo Karl Barth como la influencia más decisiva en el rechazo de muchos teólogos evangélicos de la inspiración verbal, plenaria e inerrante, pero no creo que esto sea del todo acertado. Si la teología de Karl Barth tuvo tan buena recepción en su momento es porque previamente existía el ambiente adecuado para ella, abonado por previas controversias. En este artículo nos limitaremos a hechos concretos.
Datando la fecha de nacimiento de la inerrancia
A finales de 1970 dos teólogos presbiterianos removieron el panorama evangélico estadounidense con un libro escrito en común: La autoridad y la interpretación de la Biblia. Un análisis histórico[1]. Uno era Jack Bartlett Rogers (1934-2016), quien enseñó en el Westminster College de Pensilvania, y en el Fuller Theological Seminary de Pasadena; el otro, Donald K. McKim, profesor de teología en Memphis Theological Seminary (1993-2000) y en University of Dubuque Theological Seminary (1981-1988); así como editor teológico de Westminster John Knox Press. La propuesta de The Authority and Interpretation of the Bible era bastante provocativa. En esencia viene a decir que la doctrina de la inspiración defendida por Juan Calvino y la Westminster Confession of Faith, fue derivando progresivamente, de la mano de la escolástica protestante, representada por John Owen y Francis Turretin, hacia una interpretación mecánica y racionalista de la inspiración de la Biblia, ajena a los reformadores. Para ellos el estudio de la Escritura era un medio para aprender de ella cómo llegar a ser sabios para la salvación. Sus descendientes invirtieron este enfoque de las Escrituras y elevaron la razón por encima de la fe en su hermenéutica y estiraron el significado de la inspiración de las Escrituras hasta el extremo de afirmar que las mismas palabras eran absolutamente precisas en cada detalle científico de todas las áreas del conocimiento.
Tal como literalmente los autores resumen su tesis:
«Un siglo después de la muerte de Calvino, la cátedra de teología en Ginebra fue ocupada por Francis Turretin (1632-1687). En ese intervalo de cien años, los protestantes reformados habían reaccionado a la crítica católica y a la nueva ciencia, y el método teológico reinante estaba más cerca de la interpretación contrarreformista de Tomás de Aquino que de la de Calvino. Se había desarrollado gradualmente una doctrina de la Escritura que hacía de la Biblia un principio formal más que un testimonio vivo. Turretin consolidó aún más este cambio de énfasis del contenido a la forma de las palabras de la Escritura como fuente de su autoridad. Trató las formas de las palabras de la Escritura como sobrenaturales y separó cada vez más el texto de la Biblia de la atención de la erudición y de una aplicación a la vida.
En la generación inmediatamente posterior a Francis Turretin en Ginebra, su hijo, Jean-Alphonse Turretin (1648-1737) lideró una revuelta contra la teología escolástica que abrió las puertas al liberalismo. Sin embargo, la teología de Francis Turretin reviviría y tendría su mayor influencia en América durante la época de la antigua teología de Princeton, en el siglo XIX y principios del XX. En Princeton, se hicieron más refinamientos en la doctrina escolástica de las Escrituras, pero los cimientos habían sido sólidamente establecidos por Turretin»[2].
Rogers y McKim mantienen que Calvino no esperaba que la Biblia fuera un depósito de información técnicamente preciso sobre el lenguaje o la historia, tampoco esperaba que los datos bíblicos se utilizaran para cuestionar los hallazgos de la ciencia. Calvino —escriben— no creía que la enseñanza de la Biblia tuviera que armonizarse con la ciencia. Para él, el propósito de las Escrituras era llevar a las personas a una relación correcta con Dios y con sus semejantes. La ciencia está en otra esfera y debe ser juzgada por sus propios criterios[3].
Al parecer, Calvino admitía deslices técnicos en la Biblia que eran el resultado del proceso habitual de la memoria humana a la que generalmente se confiaba el saber de la época —de gran tradición oral—, sin embargo, esto, de ningún modo mermaba la veracidad de la Biblia.
«Los estudiosos podían y debían tratar abierta y honestamente los problemas técnicos según la teoría de Calvino y su propia práctica. Sin embargo, Calvino no admitía que un escritor bíblico mintiera deliberadamente o dijera una falsedad a sabiendas. El error en el ámbito moral y ético estaba muy lejos de los escritores bíblicos»[4].
La teología de Turretin ejerció su mayor influencia en América por medio del viejo Princeton, donde se popularizó las teorías de la inspiración por dictado mecánico de Charles Hodge y B.B. Warfield. La escuela de Princeton capitalizó el racionalismo de Turretin, utilizando sus Institutos (Institutes of Elenctic Theology) como su principal libro de texto para todos los estudiantes. Esto proporcionó una base para las teorías mecánicas de la inspiración que se han extendido por todo el evangelismo hasta nuestros días, con ligeros cambios[5]. A partir de la escuela Princeton el término «inerrancia» comenzó a utilizarse ampliamente para describir la inspiración de la Biblia.
«A pesar de la pretendida uniformidad de pensamiento entre los teólogos de Princeton, en las sucesivas generaciones se produjeron cambios significativos. Archibald Alexander partió de la experiencia religiosa y utilizó la razón y las pruebas para confirmarla. Charles Hodge siguió honrando la experiencia religiosa como base válida para la religión personal. Prefería la evidencia interna que la Biblia presentaba al lector sobre las evidencias externas de su autoridad. Pero en el aula y en sus escritos, Hodge afirmaba que la teología era una ciencia y hacía hincapié en las pruebas objetivas de la divinidad de la Biblia. En la época de su hijo, A.A. Hodge, las ciencias ya no apoyaban las teorías de Princeton sobre la inerrancia bíblica. A.A. Hodge apoyó su caso en las evidencias externas, pero cambió el objeto de la inerrancia a los autógrafos originales (perdidos) del texto bíblico»[6].
La propuesta de Rogers y McKim se publicó en un momento decisivo, cuando La Batalla por la Biblia estaba en todo su apogeo; resultado de lo cual se promulgó la Declaración de Chicago sobre la Inerrancia Bíblica (1978), por esta razón las tesis de Rogers y McKim recibieron críticas muy duras de los académicos conservadores a lo largo de la década de 1980, especialmente en las revistas de teología. Entre otros, John Woodbridge, historiador de la iglesia y del pensamiento cristiano en la Trinity Evangelical Divinity School, respondió con un libro, prologado por Kenneth S. Kantzer (1917-2002), profesor de teología bíblica y sistemática en Wheaton College[7]. James I. Packer, uno de los pioneros de la inerrancia británica[8], saludó la obra de Woodbridge diciendo que
«la desagradable tarea de desenmascarar a los eruditos de mala calidad rara vez se ha llevado a cabo con tanta delicadeza y gracia como en la respuesta del profesor Woodbridge […] Con cortesía y moderación, el profesor Woodbridge administra una serie de golpes de gracia a la afirmación, expresada con confianza, de que la inerrancia de los hechos no es un elemento auténtico en la visión histórica cristiana de las Escrituras. El profesor Woodbridge aporta integridad académica y un gran peso de aprendizaje a la tarea de poner en orden el registro, confundido por otros, en cuanto a cómo los cristianos a través de los siglos han considerado la Biblia. Su monografía es un modelo de análisis cuidadoso y de controversia fría y correctiva. Hace avanzar la comprensión de la historia del pensamiento sobre las Escrituras de una manera que el ensayo más pretencioso que lo convocó no logró».
Sin embargo, autores tan respetados y competentes en el campo de la historia teológica como Mark A. Noll y George Marsden recibieron la obra de Rogers y McKim con aprobación. Noll cree que Rogers y McKim tienen razón en que la inerrancia bíblica no fue formulada antes del siglo XIX (contra Woodbridge), y está de acuerdo en que la doctrina de la inerrancia no cobró importancia hasta que los teólogos de Princeton del siglo XIX la popularizaron. Noll discrepa en detalles específicos sobre quién, cómo, cuándo y dónde surgió la inerrancia Bíblica, pero son desacuerdos menores que pueden ser resueltos por futuras investigaciones de historiadores de la Iglesia[9]. Marsden también está de acuerdo con Rogers y McKim, aunque discrepe en algunos detalles, como cuando puntualiza que, aunque el concepto de «inerrancia» fue popularizado por el viejo Princeton, ya era conocido por otros anteriormente. En cuanto a la crítica de Woodbridge, Marsden considera que su argumentación cae en la falta de realizar una lectura selectiva de los datos que aporta la historia del dogma con el fin de «demostrar que a lo largo de la historia de la Iglesia se sostenía que la autoría divina implicaba la exactitud histórica en los detalles»[10].
Marsden aclara:
«Los debates actuales sobre los precedentes en la historia de la iglesia para la doctrina de la inerrancia pueden aclararse observando que los defensores de la inerrancia están en lo cierto al mostrar que a lo largo de la historia de la iglesia la exactitud de la Biblia es histórica y científica en detalle fue asumida o declarada con frecuencia. Los opositores a la inerrancia, sin embargo, tienen razón al mostrar que tales declaraciones rara vez se enfatizaron de manera inequívoca antes del siglo XIX y que hay precedentes para ver este tema como secundario o sin importancia […] Sin embargo, cualesquiera que sean los otros precedentes, hay pocas dudas de que la doctrina ha tenido más prominencia y se ha utilizado más a menudo como prueba de fe en América desde aproximadamente 1880 que antes. Dado que los cristianos de diversos países han respondido a la crítica bíblica moderna de otras maneras, vale la pena intentar explicar este fenómeno peculiarmente estadounidense»[11].
La crítica histórica y la irrupción de la ciencia
Todos los reformadores protestantes coincidieron en confesar y defender la Sola Escritura como la base de la autoridad en la Iglesia. Con el énfasis en el sola intentaban sustituir la tradición, la filosofía y las estructuras eclesiásticas por la autoridad exclusiva del texto bíblico. El surgimiento de la crítica bíblica y de las ciencias empíricas forzó al protestantismo a redefinir la autoridad de la Escritura. A pesar del estereotipo del protestantismo afirmando el principio solo Escritura, frente al principio católico de la doble fuente de autoridad representada por la Escritura y la Tradición, lo cierto es, como afirma Robert Gnuse, en el fondo ambas posiciones eran muy semejantes. Para unos y otros la Biblia era la norma normans non normatus, la norma que regula y no es regulada, de modo que la tradición está sometida a la Escritura. Así se dijo en el Concilio de Trento y en el Libro de Concordia luterano: La Escritura es la norma normans, la última palabra, la autoridad definitiva[12].
Unos y otros creían que era el libro inspirado por Dios, por tanto, la máxima autoridad en cuestiones de fe y práctica; sin embargo, dado que lo daban por sentado, sin ninguna objeción razonable o manifiesta, la doctrina de la inspiración nunca se definió oficialmente. Bastaba con remitirse a los textos bíblicos como 2 Ti 3,16 o 2 Pd 1,20-21 para probar que Dios era su autor último, inspirando a los autores sagrados el mensaje divino que debían poner por escrito. Solo los infieles se atreverían a negar esta creencia. Durante siglos se creyó que Dios inspiró casi al dictado el contenido de la Biblia, de modo que el texto de esta es divino en todas sus partes, plenamente infalible, verídico en todo lo que dice, sin error, pues Dios, en cuanto autor, no puede mentir ni inducir al error. «La palabra de Dios no puede ser quebrantada» (Jn 10,35). El texto bíblico es totalmente confiable porque es totalmente verídico en todas sus partes. La autoridad divina lo respalda.
En esa época nunca apenas si se utilizó el término «inerrancia», si es que se hizo alguna vez, pero esto no significa que se negara o ignorara su sentido —carencia de error—, simplemente, a los teólogos de entonces bastaba con el concepto de «inspiración» para expresar todo lo que creían sobre la naturaleza de la Biblia, aunque no faltan historiadores del dogma que apuntan al uso de la palabra inerrancia en algunos momentos de los siglos XVII al XIX. Es solo partir del siglo XX el término inerrancia se hace común y necesario frente a los cuestionamientos planteados por los desafíos que la crítica y la ciencia planteaban a la enseñanza de la Biblia como palabra de Dios. Etimológicamente, la palabra inglesa inerrancy se originó a principios del siglo XIX, y el primer uso conocido de inerrancy, según el diccionario Webster, es de 1834. Puede que así sea, pero, como dice el apóstol Pablo, nuestra costumbre no es discutir sobre palabras o términos, por más interesante que sea su arqueología, lo que nos interesa es saber por qué este vocablo llegó a usarse a finales del siglo XIX de manera destacada, hasta el punto de llegar a convertirse en una doctrina fundamental y distintiva del cristianismo evangélico.
La adopción de la inerrancia como bandera de ortodoxia bíblica no fue la decisión de este u otro teólogo, sino la reacción generalizada de teólogos y exégetas a un cambio de paradigma que se dio en la cultura occidental a raíz del creciente desafío de las ciencias de la naturaleza a la comprensión literal de la Escritura. Primero fue la cuestión astronómica, tal como se dio en el caso de Galileo; después la geológica, sobre la edad de la tierra; luego la biológica, representada por Darwin y su teoría de la evolución mediante selección natural, para terminar con el punto más sensible y polémico, la cuestión antropológica manifestada en dos frentes; uno la ascendencia del hombre de animales irracionales, contradiciendo así la creación del hombre como una acción directa y privilegiada de Dios; y dos, la prehistoria, con su descubrimiento del hombre primitivo con milenios de años de antigüedad, dependiendo de la caza y la recolección de frutos y semillas para sobrevivir, en oposición al Adán bíblico cuidador o jardinero del paraíso de Dios, cuyos hijos dominan desde el principio el arte de la domesticación de animales y de la agricultura.
Teólogos y pensadores de todas las confesiones y denominaciones cristianas no podían dar la espalda a estos desafíos que problematizaban una lectura ingenua del texto bíblico. Pasada una primera reacción de rechazo, vino un período de armonización o “concordismo”, pues los hechos son testarudos y se resisten a desaparecer. Surgieron entonces muchas preguntas, que todavía hoy son de respuesta compleja: ¿Cómo conciliar la creación en 6 días con el origen del universo?; ¿cómo hablar del origen del hombre desde la ciencia a la luz de la Biblia? Si la Biblia dice la verdad en toda su extensión y contenido, ¿cómo entender los resultados empíricos de las ciencias de la naturaleza?
Algunos creyeron encontrar la respuesta afirmando que el contenido de la Biblia es religioso y que su propósito es enseñar el camino de la salvación, no la constitución del mundo físico. Según una frase popular: «La Biblia nos enseña cómo llegar al cielo, no cómo es». En ese sentido se salva su veracidad religiosa, pero se deja en suspenso su fiabilidad en temas seculares. El papa León XIII (1810-1903) desautorizó esa solución como una respuesta equivocada, pues
«Es totalmente ilícito o restringir la inspiración únicamente a algunas partes de la Escritura o conceder que el mismo autor sagrado se equivocó. Ni se puede tolerar el modo de hablar de quienes, por salir al paso de las objeciones no tienen inconveniente en afirmar que la inspiración divina concierne a las cosas de fe y moral, y a nada más… La inspiración divina es incompatible con cualquier error: por su misma esencia no sólo excluye todo error sino que lo excluye con la misma necesidad por la que Dios, suma verdad, no puede ser el autor de ningún error. Esta es la fe antigua y constante de la Iglesia»[13].
Lo mismo afirmarán sus sucesores Pío X[14], y Pío XII[15]: rechazo total de cualquier restricción que afirme que la verdad bíblica es conceptual y que afecta sólo a las verdades de fe. En la Biblia lo religioso y lo profano van unidos. El problema suscitado por el tema de la inerrancia a la luz de la ciencia llegó hasta el Concilio Vaticano II. El tema es muy interesante e ilustrativo para nuestros fines en este artículo, más allá del catolicismo. Como narra gráficamente el teólogo católico Humberto Jiménez, los que asistieron a dicho concilio, fueron teólogos y profesores que estudiaron entre las dos guerras y ocurría que lo que ellos aprendieron en Roma, era como un depósito de fe que se mantenía inalterado —algo muy común también en el ámbito evangélico. Su misión era repetir año tras año lo que habían recibido sin mayores novedades. El Concilio Vaticano II produjo un cambio que muchos no esperaban y al que algunos se opusieron, porque los obligaba a repensar esquemas tradicionales, a sacudir viejas fórmulas, a adaptarse a las innovaciones. Entre ellos la doctrina de la Escritura, su inspiración, infalibilidad e inerrancia. Muchos de los llamados padres conciliares definían la Revelación como Locutio Dei autoritative loquentis, «un hablar de Dios con autoridad».
«Esto era reducir la Revelación, casi a un sistema filosófico, pues se la presentaba como una serie de proposiciones a las que había que dar un asentimiento meramente intelectual. Era una definición más para agradar la mentalidad griega que para mover la voluntad de los judíos. Le daba mucho peso a la mente y menos al corazón. Los hechos poco o nada contaban»[16].
Este era más o menos el clima que prevalecía en Roma cuando fue convocado el Concilio, de ahí que la redacción de la constitución Dei Verbum fuera el documento conciliar de más larga y agitada gestación, unos seis años si contamos las consultas preliminares para preparar los temas del concilio, a mediados del 59, hasta la promulgación de la Constitución, en noviembre del 65
«Comenzó a discutirse un mes después de haber empezado [el Concilio] el 14 de noviembre de 1962 y solo veinte días antes de su clausura se logró su aprobación (18 de noviembre de 1965), lo que supone tres años de acalorados debates. Ya antes del Concilio el tema de la Revelación había comenzado a agitarse en el ambiente teológico, mientras que el resto de la Iglesia permanecía anclada en posiciones tradicionales. Fue necesario por tanto una lenta asimilación para cambiar de una posición tradicional y defensiva del tema, a una visión más abierta a los nuevos avances»[17].
La Congregación del Santo Oficio propuso que se estudiara la cuestión desde un punto de vista exclusivamente doctrinal y hasta polémico; pidió además que se afirmara la doctrina católica sobre la autenticidad, inspiración, inerrancia e interpretación de la Sagrada Escritura. La inerrancia fue, sin duda, la preocupación mayor de todos los tratados de Introducción General a la Escritura en el período entre los dos Concilios Vaticanos. «En realidad, pocos temas teológicos han despertado en la historia de la teología contemporánea una inquietud tan intensa y extensa como este de la inerrancia. Pocos problemas ha habido que hayan suscitado tan repetidamente la ansiedad de la Iglesia docente […] Pocas cuestiones teológicas han sido estudiadas por un equipo tan amplio de investigadores»[18].
La discusión en el aula conciliar tuvo sus dificultades desde el primer día. Se partía del concepto griego de verdad como adecuación del intelecto a la realidad. Dios, al ser la verdad suprema, era la fuente de toda verdad y por lo tanto el contenido de Biblia es verdadero y sin error. Ante las dificultades que surgían en la confrontación con la ciencia y la historia se acudió al concordismo.
El texto definitivo de la Constitución Dei Verbum logró una síntesis madura de los temas discutidos, superando las fórmulas polémicas tendentes a la división.
«Como todo lo que afirman los hagiógrafos, o autores inspirados, lo afirma el Espíritu Santo, se sigue que los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios quiso consignar en dichos libros para salvación nuestra»[19].
Esta formulación, con la controvertida cláusula «la verdad que Dios quiso consignar en dichos libros para salvación nuestra», parece dejar a un lado la problemática de la inerrancia[20]. Ciertamente, el documento evita la expresión misma de inerrancia, y en su lugar adopta un enfoque positivo de la cuestión desde el punto de vista de la verdad. Con esta definición se ponía fin oficialmente a la disputa sobre la inerrancia y se afirma que la verdad de la Escritura se refiere a todo lo que concierne a la salvación del hombre y de la creación[21]. Con todo, la discusión no se cerró por completo en la teología católica; como apuntan los comentaristas actuales, las cosas no cambiaron tanto con la Dei Verbum. El horizonte es más abierto, pero, al final, no puede uno prescindir de las nociones expresadas en las anteriores encíclicas bíblicas. En resumen:
«Para unos autores, Dei Verbum no ha solucionado los problemas, para otros, en cambio, es el punto de partida para nuevas propuestas. Pero las nuevas propuestas que pueden nacer de la Constitución, lo harán, probablemente, desde una lectura de la constitución entera»[22].
Un estudio más atento nos muestra que la Dei Verbum hizo una aportación muy valiosa al no equiparar la verdad según la Biblia con el concepto inerrancia. Y esto por un motivo muy sencillo de comprender:
«Al no identificarse la verdad con la inerrancia se evita el compromiso de tener que defender la rigurosa exactitud de los hechos narrados, se evita el riesgo de entrar en criterios de verificación histórica y científica, se evita el tener que mantener que todas y cada una de las aserciones de la Biblia en el campo de la geografía o de la cosmología o de la biología o de la antropología son necesariamente correctas y exactas en su materialidad y literalidad. La inerrancia, es decir, lo que los libros de la Escritura enseñan con certeza, fielmente y sin error no es algo en plural, sean hechos históricos, científicos o verdades en cuanto afirmaciones verificables, sino en singular, «la verdad», y no cualquier verdad, sino la verdad que Dios quiso que estuviese contenida y manifestada en la Sagrada Escritura»[23].
Mientras la doctrina sobre la revelación divina se perfilaba en la Roma vaticana de un modo acorde al progreso del conocimiento, al otro lado del mar, en el campo protestante estadounidenses las aguas comenzaron a agitarse en torno a este mismo tema de la inspiración y la inerrancia bíblica, trece años después del clausura del Vaticano II, dando lugar a la conocida Declaración de Chicago sobre la Inerrancia. A diferencia de la Dei Verbum, la Declaración de Chicago no es el resultado de un largo y laborioso proceso de trabajo y de estudio comunitario discutido y contrastado, sino la obra exclusiva de un grupo homogéneo doctrinalmente, bajo la dirección Edmond P. Clowney, J.I. Packer y R.C. Sproul, que fue el autor principal. El comité de redacción, un poco más amplio, estaba integrado por los mencionados Edmund P. Clowney, James I. Packer, R.C. Sproul, junto a Norman L. Geisler, Harold W. Hoehner, Donald E. Hoke, Roger R. Nicole y Earl D. Radmacher. En un principio, 300 líderes de todas las denominaciones se unieron a esta Declaración. En ella se dice:
«Por haber sido plena y verbalmente dadas por Dios, las Escrituras carecen de error o falta en todas sus enseñanzas, tanto en lo que declaran acerca de los actos de Dios en la creación, acerca de los sucesos de la historia del mundo, acerca de su propio origen literario bajo la dirección de Dios, como en su testimonio de la gracia salvadora de Dios en la vida de cada persona».
En sí misma, tomada al pie de la letra, esta declaración puede ser suscrita incluso por aquellos a quienes no gusta el término inerrancia, por entender que es un shibbolet utilizado con intereses bastardos de política religiosa. El problema es cuando, como es costumbre, se comienza a añadir calificaciones, hasta el punto que el mismo concepto inerrancia se queda inservible. Por ejemplo, si uno dice que la Biblia es inerrante en lo que respecta a todo lo que tiene que ver con nuestra relación con Dios, ya que, según el testimonio de la misma Escritura, esta ha sido escrita para hacernos «sabios para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús» (2 Ti 3:15). Es decir, que la Biblia no está escrita para hacernos sabios en astronomía, botánica o historia, entonces se sospecha que esta concepción de la inerrancia es una inerrancia limitada, e incluso se llegar a decir por inferencia que «dado que la inerrancia solo debe esperarse en el caso de aquellas afirmaciones bíblicas que enseñan o implican correctamente el conocimiento que hace al hombre sabio para la salvación, las Escrituras pueden y se equivocan en otros asuntos»[24]. En este caso no se juega limpio, pues una cosa no lleva a la otra. Que la Biblia no sea exacta, por decirlo de alguna manera, en temas históricos, no significa que caiga en el error, sino simplemente, como se puede ver por el contexto, que el autor sagrado delimita su campo de reflexión exclusivamente a los aspectos históricos que tienen que ver con la relación con Dios, y llegan decir que si alguno, su día, quería saber más de la historia de los reyes de Israel, podían y debían acudir a las crónicas que existían al respecto.
Por el contrario, entender la inerrancia de un modo absoluto, asegurando que todas y cada de las afirmaciones de la Escritura relativas a la meteorología, la astronomía, la medicina, la historia, o cualquier otro asunto, son científicamente verdaderas, aunque contradigas las afirmaciones de la ciencia empírica actual, es confundir los términos y errar en la naturaleza histórica del pensamiento humano, en la naturaleza de la misma Biblia, fenomenológicamente hablando, y forzar a la Biblia a ser lo que nunca pretendió ser. Es básicamente un problema de dominio, de soberbia en sentido teológico, ya que muchos se comportan con la Palabra de Dios como quien encierra a alguien y lo somete a tortura hasta que confiese lo que los carceleros quieren oír. Hay que dejar a Dios ser Dios y a su Palabra el tipo de revelación que realmente es. Lo contrario es crear problemas donde no los hay, y crear dificultades a la fe en su relación con la historia y la ciencia. No se debe imponer a la fe más cargas que la carga del seguimiento de Cristo en honestidad, fidelidad y sinceridad. Esa es la verdad que se destaca en la Escritura, la que realmente importa, y no es precisamente un conjunto de saberes, sino un mensaje redentor que conduce a la salvación.
«La verdad contenida en la Escritura consiste en la Revelación de Dios como Palabra. Dios dice al ser humano lo que éste es de verdad, le comunica las cosas que cuentan de verdad en la vida y que son auténticas y esenciales. Y Cristo, verdadero hombre, revela al ser humano lo que éste está llamado a ser y vivir en plenitud. Viviendo la Verdad como Revelación podremos superar las tentaciones del fundamentalismo y del relativismo, y podremos seguir caminando con la fuerza del Espíritu Santo hacia la plenitud de la Verdad»[25].
No se debe confundir, la Biblia no es una cantera de textos divinos que utilizar a diestro y siniestro, en base a asociación de ideas o palabras semejantes, lo cual obedece más a una mentalidad mágica que creyente. No se puede profundizar en la fe ni hacer “teología” utilizando la Escritura para confirmar nuestras doctrinas particulares. Una serie de citas bíblicas adjuntas a un silogismo o una proposición no prueban nada sin una profundización exegética, cultural y espiritual. La enseñanza bíblica no solo busca nuestro asentimiento intelectual a la verdad revelada, sino nuestra voluntad y nuestros sentimientos con el fin de participar de la gloria divina y de ajustar nuestra experiencia y nuestras acciones a la voluntad divina. Ya se sabe: «Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra» (2 Ti 3,16-17).
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[1] Jack Bartlett Rogers y Donald K. McKim, The Authority and Interpretation of the Bible: An Historical Approach. Harper & Row, San Francisco 1979.
[2] Rogers y McKim, The Authority and Interpretation of the Bible, p. 172.
[3] Id., pp. 111-112.
[4] Id., p. 111.
[5] Louis Berkhof, siguiendo a Abraham Kuyper y Herman Bavinck, corrigió la idea de la inspiración verbal casi al dictado, por el concepto de inspiración orgánica, significando que el Espíritu Santo movía al autor sagrado conforme a su personalidad, con sus dotes humanos y culturales, según tiempo y época.
[6] Rogers y McKim, The Authority and Interpretation of the Bible, p. 310.
[7] John D. Woodbridge, Biblical Authority: A Critique of the Rogers/McKim Proposal. Zondervan, Grand Rapids 1982.
[8] J.I. Packer, «Fundamentalism» and the Word of God. Eerdmans, Grand Rapids 1958.
[9] Mark A. Noll, Between Faith and Criticism: Evangelicals, Scholarship and the Bible in America. Harper-Collins, Nashville 1987.
[10] G. Marsden “Everyone One’s Own Interpreter? The Bible, Science, and Authority in Mid-Nineteenth-Century America”, en Nathan O. Hatch y Mark A. Noll, eds., La Biblia en América: Essays in Cultural History, p. 97, n26. Oxford UP, Nueva York 1982.
[11] Id., p. 99, n36.
[12] Robert Gnuse, “Autohority of the Scriptures: Quest for Norm”, Biblical Theology Bulletin, 13/2 (1983), pp. 59-66.
[13] León XIII, Providentissimus Deus.
[14] Pío X, Pascendi.
[15] Pío XII, Divino Afflante Spiritu.
[16] Humberto Jiménez Gómez, “Dei Verbum. Historia de su redacción”, Cuestiones Teológicas, 32/78 (2005), p. 210.
[17] Id., p. 212.
[18] Antonio María Artola, “La inspiración según la Constitución «Dei Verbum»”, Salmanticensis, 15 (1968), pp. 291-315.
[19] Constitución Dei Verbum, n. 11.
[20] Claudia Mendoza, “Logros y tareas. A 40 años de la promulgación de la constitución dogmática sobre la divina revelación”, Revista Teología 88 (2005), pp. 557-571.
[21] Véase K. Rahner, Inspiración de la sagrada Escritura (Herder, Barcelona 1970); L. Alonso Schokel, Comentarios a la «Dei Verbum» (Univ. de Deusto, Bilbao 1990); R. Fisicheila, La revelación: Evento y credibilidad (Sígueme, Salamanca 1989).
[22] Vicente Balaguer, “La «economía» de la Sagrada Escritura en Dei Verbum”, Scripta Theologica 38 (2006/3), p. 901.
[23] Vicente Vide Rodríguez, “La verdad contenida en la Biblia”, Estudios Eclesiásticos, 83/325 (2008), p. 314.
[24] Sam Storms, 10 cosas que debes saber sobre la inerrancia bíblica, https://www.coalicionporelevangelio.org/articulo/10-cosas-debes-saber-la-inerrancia-biblica/
[25] V. Vide Rodríguez, “La verdad contenida en la Biblia”, p. 328