In memoriam Manuel Ulacia Altolaguirre
Tan sólo Dios vela sobre nosotros,
Árbitro inmemorial del odio eterno.
L. CERNUDA, “Elegía española (II)”
el mundo se despoja de sus máscaras
y en su centro, vibrante transparencia,
lo que llamamos Dios, el ser sin nombre,
emerge de sí mismo, sol de soles,
plenitud de presencias y de nombres
O.PAZ, “Piedra de sol”
1. Los poetas modernos frente a lo divino
La poesía moderna se ha desentendido de lo divino de varias maneras. Ya sea por medio de un ataque soterrado a la religión, a las iglesias instituidas y a todo aquello que suene a sagrado, o por la más absoluta indiferencia. La Iglesia, como imagen institucional y vehículo de lo sagrado, encarnaba la incomprensión que las búsquedas artísticas encontraban en los medios ligados a lo religioso. La necesaria emancipación del arte, fruto de los impulsos de la ideología burguesa triunfante en Occidente, logró, en el caso de la poesía, una mayor independencia que le permitió indagar, a su modo, en las profundidades del ser sin ser molestada, ni mucho menos dirigida, por los agentes o censores religiosos. Nombres como los de Baudelaire, Byron o Víctor Hugo se volvieron sinónimos, para las instituciones religiosas, del peligro que representaba para sus eventuales lectores la liberación del arte de la tutela religiosa. El grito nietzscheano referido a “la muerte de Dios”, anticipado por la obra de Jean Paul, evocaba el regreso programático de las divinidades paganas, aunque con otro rostro, muy diferente al del Dios cristiano, auya larga agonía, literal y simbólica, había ayudado a incubar, también, la agonía del ser humano.
Escribir poesía de tono religioso, para los poetas modernos, resultaba impensable, a menos que se hiciera con ironía y con una profunda conciencia de lo que estaba sucediendo en el ámbito estético. Pongamos el ejemplo de Bertolt Brecht, quien cuenta en un poema lo sucedido cuando Alfred Döblin, un escritor judío digno de su admiración, confesó públicamente su conversión al catolicismo:
Cuando uno de mis dioses más importantes festejaba
su 10 000º aniversario,
llegué con mis amigos y mis alumnos para honrarlo,
y ellos danzaron y cantaron delante de él
recitándole sus versos.
La atmósfera era estridente.
a fiesta llegaba a su fin.
Entonces entró el Dios celebrado al escenario
que pertenece a los artistas
y declaró en alta voz
delante de mis amigos y alumnos bañados en sudor
que había recibido una iluminación y que entonces
se volvió religioso y con prisa inigualable
colocó sobre sí una ridícula autoridad clerical,
dobló sus rodillas e inició
sin vergüenza un incómodo himno,
que hirió los sentimientos de sus irreligiosos oyentes,
entre los cuales estaban algunos jóvenes.
Desde hace tres días
no em atrevo a salir,
ni a mirar de frente a mis amigos y alumnos,
tanta es mi vergüenza.[1]
La propia imagen religiosa es usada por el principio del escepticismo objetivando la negación de lo religioso. Uno de los temores subyacentes a actitudes como ésta consiste en suponer que la literatura nuevamente volverá a ser vocero de la Iglesia y de sus corifeos, pues, como señala bien Melo de Magalhães:
Para este aspecto de la crítica de la literatura a la religión, es preciso destacar tres cosas: 1) Se confirma la necesidad de aceptar el proceso de secularización del lenguaje religioso, haciendo de éste un medio para satirizar el mensaje de la religión, culminando en una sátira de las visiones religiosas del mundo mediante conceptos y referencias de la tradición religiosa. 2) Un segundo aspecto de esta actitud de rechazo se da mediante una crítica de la ideología que resalta el aspecto psicopatológico. La religión es expresión de flaqueza, oriunda del miedo vital. Quien se vuelve religioso no está en armonía con la vida, sucumbió a la crisis y a los conflictos que la vida produce. 3) El texto de Brecht apunta también hacia un distanciamiento radical entre literatura y religión. El escenario le pertenece al artista, y Döblin infringió esta regla por confundirlo con el púlpito, y al teatro con un templo. La religión y el arte deben estar separados y para Brecht un gran artista como Döblin obliga al arte a confesarse religioso, dejando así que el “Dios celebrado” del arte ceda su lugar al clérigo eclesiástico. Quien se vuelve religioso deja de ser un artista que pueda ser tomado en serio. He ahí el principio de esta crítica.[2]
Como se ve, los poetas modernos experimentan el proceso de secularización como una liberación de los lastres religiosos, no solamente para la vida cotidiana, sino, sobre todo, para la práctica del oficio poético. Al usar el lenguaje religioso como un recurso satírico, enriquecen y complementan su lenguaje con un mecanismo que funcionaba de una manera restringida en la religión, pero que ahora va a entrar al circuito polisémico de la poesía, saliendo de las limitaciones dogmáticas. Por otro lado, la escritura de poesía religiosa es vista como algo extraño debido a que la poesía ha pretendido suplantar, desde el romanticismo, la visión sagrada del mundo, pero sin las estrecheces que una doctrina impuesta le obligue a seguir. En este sentido, la modernidad es una continuación de los impulsos surgidos desde el siglo xviii y que se consolidaron en el siglo XIX.
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[1] B. Brecht, Gesammelte Werke, vol. II, Frankfurt am Main, Surhkamp, 1967, p. 67, cit. por A. C. de Melo Magalhães, “Notas introdutórias sobre teologia e literatura”, en Cadernos de Pós-Graduação/Ciencias da Religião, Instituto Metodista de Ensino Superior, São Paulo, Brasil, núm. 9, 1997, p. 9. Versión de L.C.-O.
[2] A.C. de Melo Magalhães, op. cit., p. 10.
Foto de Octavio Paz: Jonn Leffmann
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