He construido un mundo con techo de prosa, paredes de verso y suelos de algodón de azúcar. En él me refugio de la realidad. Si lo que pasa alrededor no me gusta, me evado. ¿Acaso puedo empujar el universo hacia la dirección correcta? Cruzo de brazos y en paz.
No quiero sentir el daño que sufren los demás. No tengo que darme por aludida en nada. La empatía no está hecha para mí.
No veo las noticias. No leo la prensa. No entro en internet. No veo la televisión. Así no se esfuma el clímax perfecto y poético que me he creado con tanto esfuerzo. Lo importante soy yo, yo, y nada más que yo.
No soporto las imágenes de esas moscas insaciables que devoran niños barrigones y desnutridos. Ni me gusta el brillo de hojalata de las mantas térmicas que envuelven los cuerpos de esos locos clandestinos que se arriesgan a cruzar mares y océanos. No puedo imaginar el hedor de la pobreza de esos pueblos repletos de basura por doquier. Si es un pordiosero quien se cruza en mi camino, ¡uf!, procuro mirar hacia otro lado para evitar que sus ojos se crucen con los míos.
Cuido mi existencia como oro en paño. Me la endulzo como puedo y la empalago. Sólo se vive una vez y son tres días.
Me empeño en hacer lo que quiero, lo que me apetece. Creo que Dios, si existe, creó los párpados para cerrarlos ante lo que no queremos ver. Por si acaso no es suficiente cierro, además, puertas y persianas.
El día que truena algún problema fuera, me pongo los cascos con música de trinos de aves cantando en plena selva. Si hace calor sofocante de injusticia, me envuelvo en melodías del ir y venir del susurro de las olas del Pacífico.
Procuro tener siempre flores frescas sobre mi mesa. Una delicia para los ojos.
Vivo así estupendamente, no me quejo. Pero lo que son las cosas, no hace mucho noté tal filtración de problemas en mi techo de prosa, que sufrí un ataque de pánico al ver que en mi espacio feliz podría producirse fácilmente alguna grieta. Corrí y pregunté a mi banquero si conocía a alguien que pudiera ayudarme y si costaría mucho el arreglo. Me explicó que bastaba la firma en un talón cuyo importe fuera entre diez o doce euros y él lo enviará a una ONG cualquiera, «mano de santo para calmar conciencias», me dijo. Eso hice y, efectivamente, la gotera de inquietante remordimiento desapareció. Siempre es bueno tener gente que nos dé buenos consejos, o lo que es lo mismo, es bueno dejarse aconsejar por buena gente.
Mi madre se equivocaba. Decía que esta vida es un valle de dolor y lágrimas donde tenemos que levantarnos, ayudarnos unos a otros para seguir caminando. Pobre mujer. Trabajó hasta el final de sus días creyendo que con el esfuerzo de sus pobres manos iba a cambiar el mundo. No sé cómo pudo arrastrar tantas personas tras ella. Tenía el don de convencer con sus palabras. Tal era su suerte que, de haberlo querido, habría creado su propia religión y se habría hecho famosa. Sin embargo, confió en un único Dios, según ella, y estaba convencida de que mirarle sólo a él como meta era más que suficiente.
Doy gracias por parecerme más a mi padre, que decía, y aún dice, que cada uno debe estar en su casa; que sin ver, ni oír, ni hablar es como mejor se vive. Así de fácil.
Sin embargo, lo peor son las minúsculas filtraciones que últimamente se están repitiendo en mi techo de prosa, que van insinuándose por mis paredes de versos y comienzan a brotar de mis suelos de algodón de azúcar. Son terribles los ataques de pánico. Me dejan como muerta. Cada vez más mi banquero aumenta la cifra de los cheques para calmar conciencias. Los sueños nocturnos que, de un tiempo acá, se me vienen repitiendo amargamente me tienen como loca. No sé qué pasa. Sea lo que sea, las donaciones no lo están solucionando. Ya veremos si al final la raíz de mi problema va a ser coronario.
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