Comprender de forma adecuada la figura de Juan el Bautista es esencial para entender a Jesús, y de forma similar hacer lo mismo con las palabras que el Maestro de Galilea le dedicó a éste son básicas para conocer al Bautista. Por tanto los escasos textos que poseemos y que relacionan a ambos son vitales.
Lo normal es hablar del Bautista como el heraldo del que había de venir, del Elías que llegaría justo antes del Mesías. Su persona se toma como el punto de unión, el nexo que funde de forma armónica el bloque de revelación veterotestamentaria con la nueva que venía con Jesús.
Es cierto que Juan es visto, y fue así considerado, como quién llegaría anunciando, preparando el camino del Galileo, pero lo que no es menos cierto es que él representaba y afirmaba un concepto de Dios que no encajaba con el de Jesús.
Como es típico, en ciertos círculos siempre se busca armonizarlo todo, limar cuántos más bordes mejor y, allí en donde no todo conecta centrarse en donde sí lo hace. Pero con esta forma de proceder podemos estar pasando por alto precisamente lo que un texto bíblico nos quiere decir, suavizando un mensaje que tenía la intención de golpear las mentes y los corazones de aquellos que lo escucharon por primera vez.
En un momento dado Herodes Antipas encarceló a Juan. Con ello el gobernante había logrado silenciar su denuncia contra él por tener como mujer a Herodías y a la par quitaba de la calle a alguien de quien temía el poder de provocar algún tumulto. Tenía seguidores y era considerado como un verdadero profeta. Antipas conocía al poder romano y algo que no toleraba era precisamente un levantamiento.
En esta situación, Juan envió a algunos de sus discípulos a preguntarle a Jesús algo de una tremenda relevancia:
“¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” Mateo 11:3.
Como he apuntado, Juan había sido reconocido por muchos como un profeta legítimo. Según la Escritura era aquel de quién Isaías había escrito que clamaría, que gritaría desde el desierto para que los caminos fueran reparados, arreglados para la llegada del Mesías-Rey. Él por su parte se sentía llamado y legitimado por Dios para ser esta voz y apuntó a Jesús como aquél que tenía que venir. De él afirmó:
“Yo los bautizo con agua, para que se arrepientan. Pero el que viene después de mí es más poderoso que yo, y ni siquiera merezco llevarle las sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”. Mateo 3:11.
Sin embargo ahora Juan estaba desconcertado. Dudaba de si todo lo que había dicho sobre Jesús sería cierto. ¿Se había equivocado en identificarlo como el Mesías? Pero si era así ¿cómo había cometido tal error? Toda su vida esperando el momento de ser el vocero del enviado por Dios y ahora…
La razón de este desconcierto no era que estuviera en prisión. Desde el mismo inicio de su ministerio conocía que su vida peligraba cuando denunciaba al poder religioso judío. Además no se trataba de una crisis de fe por padecimientos sufridos, ya que la cuestión que planteaba no era sobre él, sino sobre Jesús. Se trababa, en resumidas cuentas, de si la idea y la figura que tenía sobre cómo y qué haría el Mesías era lo que Jesús estaba encarnando. Pero es más, su concepto de lo que Dios debía realizar, llevar a cabo, no encontraba eco en el Nazareno. Si el Soberano estaba actuando en la historia humana y su máximo representante era su pariente Jesús, él casi que podía comprender nada.
Y aquí es donde llegamos al punto culminante y que da razón de lo anterior: Juan representaba un concepto de Dios que provenía de la revelación que nosotros conocemos como Antiguo Testamento. Expresado de otra forma: el Dios que todo judío del segundo templo tenía en su mente era el creído y el anunciado por Juan. Por supuesto había variaciones, diferentes énfasis, pero la esencia, el perfil era el mismo.
El gran choque se produjo cuando Jesús reveló algo tan inmensamente nuevo sobre Dios que los conceptos antiguos parecían no encajar.
Dijo Jesús sobre Juan y la dispensación que él representaba:
“Les aseguro que entre los mortales no se ha levantado nadie más grande que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él… Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan”. Mateo 11:11, 13.
Con el Galileo una etapa se cerraba y culminaba y a la vez otra comenzaba. Ahora algo grandioso se iniciaba, algo que nadie podía imaginar.
El Bautista había sido criado y enseñando en las Escrituras hebreas y la imagen, el perfil de Dios, que se había formado era el común que tenía, por este mismo motivo, el judaísmo a lo largo de su historia hasta entonces. Dios era sobre todo visto como alguien listo para el castigo, preparado para corregir y soltar su ira ante el pecado de su pueblo. Por supuesto que también en las Escrituras hebreas se hablaba de la misericordia y el amor de Dios pero aún así la severidad de los tratos del Creador para con el hombre, los relatos de guerras, calamidades y matanzas habían moldeado la imagen primaria que el judaísmo del segundo templo tenía sobre Él. Con esta misma imagen el Bautista comenzó su ministerio y al llamado al arrepentimiento se le unía el del juicio:
“El hacha ya está presta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no produzca buen fruto será cortado y arrojado al fuego”. Mateo 3:10.
Esta cosmovisión sobre Dios parecía verse confirmada por el lamentable estado en el cual se encontraba el pueblo elegido. Subyugados, sufriendo la opresión de un imperio pagano. Pero esto no era todo. Estaban las terribles condiciones de vida que tenía que enfrentar toda persona, judía o no. En las tierras de Palestina la disentería, la malaria, la lepra, las enfermedades oculares debido al polvo, hacían estragos. Junto a ello, el común de los mortales vivía en pobreza, con escasísimos recursos. El panorama que debían afrontar en el día a día era desolador. No pocas mujeres se tenían que dedicar a la prostitución como único recurso para subsistir. Después estaban los cojos, los ciegos, los…
¿Acaso no era todo esto el resultado de la ira continua de Dios sobre el ser humano? ¿No se trataba del castigo perpetuo de un Dios afrentado por la humanidad?
Pero con Jesús toda esta concepción empezó a quedar desmontada. Él no fue el Mesías guerrero que vindicaría a su pueblo y castigaría al resto de naciones paganas. El Nazareno fue el Siervo Sufriente de Isaías, aquél que tomó lo peor del ser humano sobre sus hombros y lo llevó hasta la cruz.
Jesús con su mensaje y sus acciones reveló la misericordia y la gracia divina en el ámbito humano y su gran tarea fue precisamente la de encajar el amor de Dios en un mundo que parecía que sólo recibía su ira. Lejos de ver en los leprosos, los cojos y los enfermos a los excluidos por el Padre los hizo los receptores precisamente de la bondad divina. Le dio la vuelta a todo y desde ahí se presentó a sí mismo como la Luz del mundo. Ya se sabe, en donde está la Luz todo se ve con claridad.
Las prostitutas ya no eran mujeres antes las cuales volver la cara al pasar, ya no debían ser las señaladas para morir a pedradas amparados en una ley divina. Ahora eran tratadas como seres humanos, con total dignidad, es más, como especiales, llamadas por el amor divino. Los pobres, los ciegos no fueron considerados por Jesús como pecadores que merecían su situación sino como todo lo contrario: eran los llamados al Reino de los cielos que irrumpía tras el tiempo de la ley que llegaba hasta Juan.
Cada vez que una ley del Antiguo Testamento o un precepto judío impedía que su mensaje de compasión llegara a una persona, Jesús sistemáticamente los dejaba sin efecto o les daba un nuevo significado. Claro que Jesús creía en recompensas y castigos futuros, pero ahora el tiempo era otro, la gracia como una inundación había llegado.
Juan el Bautista, y tantos otros, no comprendían esta cosmovisión de Dios. Como hijos de su tiempo esperaban la llegada inminente del juicio de Dios por medio del Mesías y lo que se encontraron fue a un Salvador lleno de misericordia y crucificado.
Jesús mismo reconoció esta tensión, es más, este cambio inmenso:
Un día se le acercaron los discípulos de Juan y le preguntaron: ¿Cómo es que nosotros y los fariseos ayunamos, pero no así tus discípulos? Jesús les contestó:
¿Acaso pueden estar de luto los invitados del novio mientras él está con ellos? Llegará el día en que se les quitará el novio; entonces sí ayunarán.
Nadie remienda un vestido viejo con un retazo de tela nueva, porque el remiendo fruncirá el vestido y la rotura se hará peor.
Ni tampoco se echa vino nuevo en odres viejos. De hacerlo así, se reventarán los odres, se derramará el vino y los odres se arruinarán. Más bien, el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así ambos se conservan. Mateo 9:14-17.
Cristo traía un mensaje nuevo que necesitaba nuevos recipientes para ser depositado. Si se mezclaba con el vino viejo todo acabaría desparramado por el suelo.
La respuesta que Jesús le dio a Juan ante la pregunta con que abría este artículo iba en esta misma dirección:
“Les respondió Jesús: -Vayan y cuéntenle a Juan lo que están viendo y oyendo:
Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia las buenas nuevas”.
Para comprender a Jesús, a Dios, había que cambiar la forma de pensar que hasta entonces prevalecía. Esto sí que eran Buenas Noticias, Dios redimiendo el dolor al identificarse con el sufriente y haciéndolo suyo.
Hoy en día puede ocurrirnos lo mismo. Este mundo está lleno de sufrimiento, de dolor, de desastres. Si consideramos cifras sobre asesinatos, violaciones, maltrato infantil o enfermedades, podemos concluir, o bien que Dios no existe o, que si existe, debe tener una ira y una cólera incontrolables, las cuales descarga a cada momento y sin discriminación.
Pero la voz de Jesús todavía está viva, es más, pienso que es la única que debe ser tomada en cuenta. Su vida fue la demostración de que el hombre doliente y caído le importaba a Dios. Jesús reveló por primera vez a Dios como el Abba, como el Padre enfermo de amor que lo deja todo para buscar al que se había perdido. Por ello es precisamente en los enfermos, en los marginados, en los maltratados y desesperados en donde Dios se encuentra. Es con ellos y con aquellos que intentan remediar tanto dolor con los que está el Soberano y no sobre ellos castigándolos con su ira.
Siento un profundo pesar por todas las veces que se ha vestido a Jesús con las ropas antiguas. Experimento mucho desasosiego cuando a la mesa del Maestro se traen los desgastados odres llenos de un vino imbebible. Ello se debe a que actuar así se traduce en el rompimiento de su mensaje, en el desparramamiento por el suelo de sus palabras, algo de un incalculable valor ya que para poder traerlas y pronunciarlas pagó con su vida. Mostrar el verdadero corazón de Dios le supuso ser clavado en una cruz. De nuevo compruebo cómo Dios es deformado, las palabras del Galileo se ponen a un lado y no precisamente por aquellos que se dicen ateos.
“Porque la ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo”. Juan 1:17.